La preparación espiritual del maestro
La formación espiritual del niño
Betty S. de Constance
Parte 1
Una filosofía de enseñanza para la formación espiritual del niño
Capítulo 5
La preparación espiritual del maestro
Al encarar el tema de la preparación espiritual del maestro se supone que hay una condición previa a la tarea de enseñanza en sí: la evaluación de la vida espiritual de la persona que desea enseñar a otros. Para ser más claro, el punto de partida para poder enseñar y guiar la vida espiritual de otro es un examen cuidadoso de la vida propia. Yo vengo a este tema con humildad y temor. San Pablo lo expresa bien al decir: “… lleven a cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produce en ustedes, tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Filipenses 2:12, 13, NVI). No puedo menos que hacerme la pregunta: ¿Qué derecho tengo yo de opinar sobre algo tan personal como es la forma en la cual uno se prepara espiritualmente para su tarea? ¿Se puede establecer cierta cantidad de oración o ciertas horas de estudio que hacen falta como para poder decir al terminarlo: “Estoy preparado”? ¿Cuántos cursos hay que tomar, cuántos libros se deben leer y a cuántos talleres se debe asistir para tener el derecho de decir que uno ha satisfecho las demandas de una preparación adecuada? Yo creo que para todos nosotros que enseñamos la Biblia, está claro que uno nunca acaba de prepararse espiritualmente. Se han escrito muchos libros sobre el tema de la preparación espiritual del maestro, y sin embargo, queda todavía mucho que se podría decir.
Me atrevo a enfocar dos áreas básicas que demandan una evaluación personal porque afectan a todo lo que hace el maestro en lo que se refiere a la preparación espiritual. Estas áreas son señaladas por el mismo Señor Jesús en palabras sorprendentes y fuertes cuando dijo en cierta ocasión: “No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino sólo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios e hicimos muchos milagros?’ Entonces les diré claramente: ‘Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!’ ” (Mateo 7:21–23, NVI). Encuentro en estas palabras dos elementos fundamentales para la vida espiritual del que quiere servir al Señor.
¿Cuál es la motivación de nuestro servicio?
El primer elemento tiene que ver con la motivación que nos impulsa en el servicio para Dios. Aparentemente, estos siervos habían gozado de cierto éxito en su labor para el Señor. ¿A quién no le gustaría señalar como prueba de su efectividad en el ministerio milagros realizados, profecías cumplidas y demonios expulsados? Sin embargo, a pesar de haberlo hecho “en su nombre”, su labor no agradó al Señor. Era lo mismo que si no lo hubieran hecho. Quiere decir, entonces, que a pesar de sus aparentes éxitos, lo que hicieron no fue para la gloria de Dios. ¿Por qué? ¿Hay que suponer que sus motivaciones en hacer lo que habían hecho estaban equivocadas? Quizás lo hacían para quedar bien con otros; quizás para alcanzar reconocimiento y fama; quizás para lograr cierto poder y control sobre la vida de otros; o quizás para cumplir con las expectativas de otros sobre sus dones y capacidades. La lista de sus posibles motivaciones se alarga hasta donde alcanza el egoísmo del hombre. El hecho de que sus motivaciones no eran correctas hizo que su trabajo, hecho seguramente con gran esfuerzo y sacrificio, quedara descalificado por el Señor. Y no solamente descalificado, sino que recibieron adicionalmente la condena del Señor que los llama “hacedores de maldad”.
Como maestros de la Palabra de Dios debemos escudriñar constantemente las motivaciones que nos llevan a cumplir con tan importante tarea. Si la crítica injusta de parte de algún padre o aun del pastor de la iglesia nos puede tirar abajo anímicamente, lo primero que debemos examinar son las motivaciones. “¿Para quién estoy trabajando?” Si no podemos contestar esta pregunta y decir con convicción “¡Para el Señor!”, ya sabemos cuál es el problema, por lo menos en parte. Aun cuando tenemos bien en claro para quién trabajamos, debemos examinar la otra faceta de nuestra labor con la pregunta: “¿Por qué lo estoy haciendo?” La respuesta correcta debe verse a la luz de la motivación que más agrada al Señor: “Porque Dios es justo, y no olvidará lo que ustedes han hecho y el amor que le han mostrado al ayudar a los hermanos en la fe, como aún lo están haciendo” (Hebreos 6:10,VP). Él quiere ver nuestro trabajo como una expresión de amor hacia él. Esto es lo que nos debe motivar en todo lo que hacemos. La canción lo expresa muy bien: “Yo te sirvo porque te amo.” No porque el pastor me lo pide, o porque hacen falta maestros, o porque al hacerlo me gano cierto mérito. La única motivación correcta es la de servir a Dios porque lo amamos. Entonces podemos entrar en el aula de clase, escuchar el bullicio de los niños y decir en el corazón: “Te ofrezco esta hora de clase, Señor, como expresión de mi amor por ti.” Esto transformará completamente la tarea que hacemos.
Uno de los resultados de estar correctamente motivados es que nos vemos impulsados a poner más empeño en lo que hacemos. Cumplimos con nuestro deber, no porque nos estén controlando, sino porque el Señor es digno de lo mejor que le podemos ofrecer. Si mi clase es una ofrenda de amor al Señor, quiero que sea la mejor clase posible. Haré el compromiso de llegar a tiempo, y de estar bien preparado y de buen humor, porque quiero que mi trabajo sea una ofrenda de amor para él. Ser motivado por amor también crea en mí un espíritu de humildad. No puedo menos que comparar lo poco que le ofrezco con lo mucho que él hace por mí. Llego a entender cuál es la única razón legítima para mi trabajo. Es para él. Jesús dijo: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí” (Mateo 25:40,NVI). De esta manera, entonces, nuestro trabajo se transforma en algo hermoso y de eterno valor, aun cuando sea hecho en el aula más pequeña de la iglesia más insignificante, con los alumnos menos agradecidos y el superintendente o pastor más exigente. Todo lo que hacemos es, al final, ¡para él!
¿Cuál es la relación que tenemos con el Señor?
El otro elemento fundamental enfocado en Mateo 7:23 tiene que ver con la relación que el individuo lleva con el Señor. Aquellos siervos lo habían llamado siempre “Señor” pero, para su sorpresa, escucharon atónitos sus palabras de rechazo: “Nunca los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!” Es necesario suponer que nunca existió una relación sincera ni profunda entre ellos y el Señor. No se habían relacionado con él en un correcto sentido espiritual. Sin lugar a duda, podemos decir que el Señor da mucha más importancia a nuestra intimidad con él que a nuestra actividad por él. Después de todo, si la actividad no surge de la relación, lo estamos haciendo en nuestras propias fuerzas. Como discípulos de Cristo, nuestra “razón de ser” es llegar a conocerlo íntimamente. Es la única relación que puede satisfacer todos los anhelos del alma para sentirse uno amado y aceptado de veras. Es en esa relación de intimidad donde encontramos nuestra verdadera identidad y donde sentimos la seguridad de saber que somos de gran valor como personas. Es allí donde descubrimos la transformación que obra su perdón en nosotros y donde vamos entendiendo el alcance de su gracia. Por esa relación somos capacitados para amar, perdonar y aceptar a otros como son. Sin esta relación, todo lo que hacemos será nada más que “madera, heno y paja” (1 Corintios 3:12).
¿Cómo hace el maestro para profundizar más su relación con el Señor? Lamentablemente, establecer requisitos sobre esto sería tan difícil como tratar de reglamentar la expresión afectiva de una pareja de novios o de casados. No hay fórmulas ni recetas para lograr intimidad con el Señor. Sin embargo, una cosa puedo decir: nuestra relación con el Señor se profundiza de la misma manera que las relaciones humanas: dedicando tiempo para estar juntos, dialogando siempre y compartiendo las circunstancias, sean buenas y malas. La esencia de una relación entre dos personas es el diálogo, y sin ello la relación nunca ha de florecer.
Nuestro diálogo con el Señor se hace mediante la oración y el estudio de su Palabra. Todos hemos escuchado esto muchísimas veces. Sabemos que debemos estudiar sistemáticamente la Palabra y orar en forma específica y regular por diferentes motivos. Esto requiere una disciplina en cuanto a método y horario, es decir, un plan de acción en cuanto al estudio de la Palabra y una hora establecida para dedicarnos a ello. Generalmente llamamos a esta disciplina “el tiempo devocional”. Pero con frecuencia caemos en uno de dos extremos: o dejamos de hacerlo por las urgentes demandas de la vida; o caemos en el peligro de cumplir tan rígidamente con esta disciplina que llega a ser una obligación árida y sin vida. Cuando fallamos en su cumplimiento, nos sentimos culpables. Y cuando lo hacemos “a regañadientes” nos roba el gozo de nutrir nuestra relación de amor con el Señor y, desanimados, nos sentimos alejados de su presencia. Este sentimiento triste se puede comparar al de la joven que escucha decir a su novio que le pesa la obligación de estar periódicamente con ella.
Esta situación tan humana y real puede ser cambiada. Empieza con admitir la frustración y desánimo que han producido los muchos fracasos en tratar de ser constante en la lectura de la Palabra y en la oración. Pero se restituye cuando reconozco que el diálogo que trae deleite es aquel al cual se entra con ganas. Aunque el Señor no participa audiblemente en ese diálogo, en mi espíritu siento su presencia, que es como un diálogo silencioso. Él me habla por su Palabra; yo le hablo por la oración. Al practicar este diálogo de amor, fomento una relación de intimidad con el Señor.
Una práctica saludable es utilizar varios medios (las grabaciones de música cristiana, libros con la letra de los himnos y coros, las guías devocionales, etcétera.), para ayudarnos a encontrar una adecuada expresión de nuestro amor hacia él. En la lectura de la Biblia debemos buscar intensamente todo lo que el Señor nos pueda decir sobre su amor por nosotros, sobre su persona, y sobre su obra eterna a nuestro favor. Debemos formar el hábito de hablar con él sobre nuestra realidad: las debilidades y tentaciones, las reacciones negativas hacia otros, el orgullo, los fracasos morales y espirituales, los conflictos persistentes en el ámbito de familia, la falta de recursos económicos y el sufrimiento físico y emocional. Es en esta actitud de vulnerabilidad y transparencia donde el Espíritu de Dios nos señala nuestros pecados y donde, quebrantados y arrepentidos, encontramos el perdón. Precisamente, parte de la comunión íntima es poder llevarle al Señor los pedazos rotos de nuestras vidas y saber esperar su restauración y sanidad.
Cuando entramos en esta comunión íntima con el Señor, el Espíritu Santo comienza a despertar en nosotros hambre y sed por su Palabra y por su persona. De pronto estamos viendo nuestras circunstancias y obligaciones con otra perspectiva, una perspectiva donde descansamos en la bondad de Dios y buscamos entender cómo podemos glorificarle en el lugar donde nos ha puesto. Con esa actitud encontramos fuerzas para aceptar lo que él ha permitido en nuestras vidas y donde aprendemos a orar “sea hecha tu voluntad, no la mía”. Empezamos a ver que su amor empieza a fluir a través de nosotros hacia los demás. En esta relación de más intimidad con el Señor nuestro corazón empieza a sentir su compasión por las personas que estamos tratando de ayudar. Sumándolo todo, podemos decir que al buscar esa relación de amor con el Señor, el maestro logra la preparación previa e indispensable para enseñar la Palabra de Dios. Entonces empezamos a darnos cuenta lo que significa la frase: “…no es en vano el trabajo que hacen en unión con el Señor” (1 Corintios 15:58, VP).
Al profundizar esta relación, nos damos cuenta de otra importante verdad: lo que hacemos para el Señor nunca debe ser hecho en nuestras propias fuerzas. Si así lo hacemos, pronto hemos de desanimarnos y cansarnos. Su plan para que la Palabra tome vida es que los maestros ejemplifiquen lo que enseñan. Es decir, el maestro debe mostrar las virtudes del amor, la misericordia y el perdón, entre otras, a través de su vida. Lo que Dios desea es “hablar sus palabras” a los alumnos usando la vida del maestro. Él quiere tocar con amor vidas carentes de afecto y lo quiere hacer a través de nuestras acciones, actitudes y palabras, dando realidad en carne a su amor en nosotros. Él quiere hacer posible que otros vean la realidad de las palabras del apóstol Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2:20, VP).
Por lo tanto, es sobre la base de una correcta motivación y una íntima relación con el Señor que asumimos la tarea privilegiada de enseñar la Palabra de Dios. Todo lo que hacemos como maestros es parte de un proceso. La tarea de preparar la lección es parte de ese proceso y una manera concreta de mostrar mi obediencia al Señor mientras, a la vez, aprendo nuevas verdades que afectan mi vida. Dar la clase sirve como una forma de acercarme más a los alumnos. Mi trabajo para Dios vuelve a él en los resultados que mi enseñanza tendrá en la vida de los alumnos. Es un círculo que nunca termina: recibo inspiración y guía del Señor, que luego vuelco en mi clase, para que mis alumnos aprendan a amar y a obedecer al Señor quien, a la vez, ha de inspirar y guiar sus vidas. Nunca termina este proceso ni tampoco termina jamás mi preparación espiritual.
La hermosa oración de Pablo en Efesios 3:16–21 debe ser una realidad en la vida de cada uno que nos llamamos maestros de la Palabra de Dios: “Le pido al Padre que, por medio del Espíritu y con el poder que procede de sus gloriosas riquezas, los fortalezca a ustedes en lo íntimo de su ser, para que por fe Cristo habite en sus corazones. Y pido que, arraigados y cimentados en amor, puedan comprender, junto con todos los santos, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo; en fin, que conozcan ese amor que sobrepasa nuestro conocimiento, para que sean llenos de la plenitud de Dios. Al que puede hacer muchísimo más que todo lo que podamos imaginarnos o pedir, por el poder que obra eficazmente en nosotros, ¡a él sea la gloria en la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos! Amén.”
De Constance, B. S. (2004). La formación espiritual del niño (3a edición, pp. 45–51). Buenos Aires, Argentina: Publicaciones Alianza.