Detectar, evaluar y formar líderes para los ministerios de la iglesia | Por Joel Kurz

Detectar, evaluar y formar líderes para los ministerios de la iglesia
«¡Ayuda! ¡No veo a ningún líder!»

Conozco ese sentimiento. Los pastores a menudo luchan con encontrar líderes para los ministerios de la iglesia. Los necesitamos, pero no los vemos. E incluso si los viéramos, seríamos incapaces de formarlos lo suficientemente rápido como para satisfacer las crecientes demandas ministeriales.

Después de algunos años de pastorado, es fácil cansarse de esto. Como un mago prestidigitador que juega con nuestra mente: «Ahora los ves, ahora no»; nos preguntamos: «¿Adónde se fueron todos los líderes? ¿Qué ha pasado con todos los prospectos emocionantes de ayer?». Pensamos que se quedarían y ayudarían con el trabajo. A medida que enumeramos los nombres de los posibles líderes ministeriales que se esfumaron a lo largo de los años, nos sentimos tentados a sentirnos desanimados.

La falta de líderes sobrecarga al personal —especialmente a los pastores— y desanima a los líderes ministeriales que necesitan ayuda. Limita nuestra capacidad para alcanzar a los perdidos, cuidar de los que sufren y hacer discípulos.

Necesitamos encontrar y formar líderes. ¿Pero cómo?

NO ESTÁS SOLO, PERO DEBES ORAR
Empecemos por las malas noticias: los obreros son pocos. Este ha sido un problema durante al menos dos mil años. En Mateo 9, el corazón de Jesús se conmovió por las multitudes que andaban como ovejas sin pastor: «Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos» (Mt. 9:37). Que esto te sirva de aliento: No estás solo.

Cuando (pecaminosamente) comparamos nuestros ministerios con otros, podemos suponer que ellos tienen más líderes, mejores obreros y una ayuda inagotable. Propongo que esto es simplemente falso. Todos luchamos con encontrar y entrenar nuevos obreros. «Pocos obreros» es la realidad de todos. Estamos juntos en esto.

¿Entonces qué hacemos? Oramos. Es importante notar lo que Jesús no dijo. No dijo: «Los obreros son pocos, así que vayan a reclutar a otras iglesias, inicien una pasantía o lancen un programa anual de capacitación». No, el programa principal de Jesús para el desarrollo del liderazgo es la oración. Los obreros son pocos; «rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies» (Mt. 9:38).

Pastor, ¿estás orando por líderes ministeriales? Mientras tu corazón se conmueve por las ovejas y arde de deseo por la mies, ¿te postras ante el Dios de la mies en oración y le ruegas por obreros? ¿Oras por ojos para ver a quién puedes formar, incluso ahora, en tu propia congregación?

TIENES LO QUE NECESITAS, PERO DEBES FORMAR
Ya están entre nosotros. Al orar por obreros, reconozcamos que Dios ya ha dado a la iglesia lo que necesita. Los futuros obreros por los que oramos pueden estar entre nosotros. Somos un solo cuerpo, con muchos miembros. «[Tenemos] diferentes dones, según la gracia que nos es dada» (Ro. 12:6).

En Efesios 4, Dios da miembros a la iglesia con el propósito de equipar «a los santos para la obra del ministerio». En Tito 2, el pastor Tito recibe instrucciones de formar en la fe a los ancianos para que «enseñen a los jóvenes» (Tit. 2:4).

El ejemplo del Nuevo Testamento nos anima a mirar hacia adentro, estar agradecidos por quienes ya tenemos, y entrenarlos para hacer la obra del ministerio. Puede que el superhéroe líder ministerial de tus sueños no llegue. Sin embargo, tienes una congregación entera de tías, tíos, abuelos, estudiantes, jubilados y obreros comunes y corrientes, gente normal que Dios ha rehecho como bloques de construcción para su templo.

DOS PRINCIPIOS

  1. Empieza por las personas, no por los programas

Si puedo ofrecer humildemente algunos consejos: No empieces con un programa de prácticas. No empieces con un programa de liderazgo. No empieces con la contratación de personal externo. Si aún no estás haciendo el trabajo de formar a los santos, empieza por ahí.

También quiero decir esto como una palabra de aliento. No necesitas un programa milagroso. Has sido dotado con miembros regenerados a quienes Dios ha dado particularmente para su iglesia. Hay un tiempo y lugar para reclutar obreros de otras iglesias (si el Señor quiere, en asociación con esas iglesias). Puede que con el tiempo sea prudente iniciar una pasantía o construir una cantera. Pero primero, confía en que Dios ya ha equipado a la iglesia con futuros líderes ministeriales.

  1. Forma a aquellos que responderán a tu formación, y que luego formarán a otros

Antes de organizar un programa formal de prácticas, Mark Dever explicaba así su proceso de descubrimiento de nuevos aprendices:

«Tomándome muy en serio la preparación de mis sermones; orando por la evangelización y el discipulado; tratando de modelar eso al hacerme amigo de los no cristianos; compartiendo el evangelio con ellos; haciéndome amigo de los miembros de la iglesia y tratando de ayudarles a crecer en Cristo; observando quién responde a mi trabajo, quién capta el modelo y quién empieza a repetir lo que yo hago con otros; orando en particular por esos hermanos»1.

on the day before my wedding with my friends at “Mittag”
Personalmente, me vuelco en todos los que puedo, y luego veo quién responde. Desmitificamos así el desarrollo del liderazgo. Comienza con la formación a través del ejemplo, explica qué haces y por qué lo haces, y luego dedica tiempo y recursos adicionales a aquellos que:

Responden a tu trabajo.

Captan el modelo.

Empiezan a reduplicar lo que haces con los demás.

¿QUÉ HACEMOS?
¿Cómo debo formar a los líderes de mi ministerio? Volvamos a las instrucciones de Pablo para el pastor Tito:

  1. Fórmalos con tu ejemplo (Tit. 2:7)

No conozco un mejor «programa» que pasar tiempo con el que está siendo capacitado. Cuando participes en una tarea en particular, llévalos contigo. Muéstrales cómo doblas los boletines y se los pasas. Cuando trabajes en el presupuesto anual, no lo hagas solo. Cuando asistas a una comida de trabajo o a una sesión de consejería, si es oportuno, ve con un aprendiz. Deja que te vean en tus mejores y peores momentos. Cuando te vean en tu peor momento, modela arrepentimiento y humildad.

  1. Enséñeles a ser moderados (Tit. 2:2)

Esto significa tener autocontrol y una mente clara. El ministerio a menudo está lleno de drama y decisiones impopulares. Una mente sobria es importante. El extremismo es una amenaza. Considera utilizar estudios de casos de dilemas ministeriales con el aprendiz. Guíalo a través de los principios de la sabiduría bíblica.

  1. Enséñales a ser dignos de respeto (Tit. 2:8)

La santidad personal es de suma importancia. Cuando un líder ministerial fracasa, no siempre es por falta de habilidad. Fracasan debido a distracciones pecaminosas, tentaciones, la inhabilidad de refrescarse en la Palabra, o fallas morales. Además, algunos líderes serían más eficaces si simplemente crecieran en autoconciencia, accesibilidad, compasión, calidez y habilidades sociales. Muchos hombres piadosos sufren simplemente porque parecen distantes, duros o indiferentes. Es sabio corregir las formas en que el aprendiz pierde involuntariamente el respeto de los demás.

  1. Enséñales a dominarse a sí mismos (Tit. 2:6)

Pablo reformula esta amonestación para las mujeres mayores: «no calumniadoras, no esclavas del vino». La persona que es competente en su trabajo, pero falla en su dominio propio destruirá su ministerio. ¿Cuántas iglesias han sufrido porque un líder ha tenido un temperamento fuerte y una lengua suelta? El dominio propio no es algo que se puede enseñar en una clase o evaluar en un examen. Se coge, se enseña, y se corrige a través de la vida juntos.

  1. Instrúyelos para que sean sanos en la fe, el amor y la perseverancia (Tit. 2:2)

Pablo vuelve a redactar esto para las mujeres: «maestras del bien». ¿Cómo? En primer lugar, en tu propia enseñanza, muestra integridad y seriedad (2:7). Personalmente, mi objetivo es enseñar a los aprendices a leer la Biblia. Solo si leen la Biblia correctamente, podrán enseñarla correctamente.

También deben leer y discutir buenos libros sobre doctrina y teología bíblica. Lean la Biblia juntos y enseña el estudio inductivo de la Biblia a lo largo del camino. Discute los sermones con el aprendiz y recibe sus comentarios. Mientras escribo esto, he hecho una pausa para pedirle a Alton, uno de los miembros de nuestra iglesia, su opinión acerca del texto de mi sermón para este domingo. Procura incorporar la formación a sus pautas habituales de ministerio y a sus conversaciones cotidianas.

Sí, los obreros son pocos. No estás solo. Pero la buena noticia es que ya tienes lo necesario para empezar a formar. No es ninguna ciencia. No necesitas un nuevo programa ni una costosa residencia. Simplemente transmite a otros lo que has recibido (2 Ti. 2:2). Confía en que Dios levantará servidores para su iglesia y enviará obreros a la mies. ¡Y qué cosecha tenemos ante nosotros!

¿A quién pertenece mi cuerpo?

Martes 20 Junio
Tus manos me hicieron y me formaron… como a barro me diste forma; ¿y en polvo me has de volver?
Job 10:8-9
Jesucristo… transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.
Filipenses 3:21
¿A quién pertenece mi cuerpo?
A esta pregunta, el portavoz de una asociación por el derecho a morir dignamente respondió: «A mí y solo a mí. Ni a una iglesia, ni a un partido político, ni a la medicina. Soy un ciudadano libre desde que nací y, aún más, desde que alcancé la mayoría de edad. Tengo la intención de permanecer así hasta mi último día y que nada me sea impuesto ni por los médicos, ni por mi familia, ni por mis herederos».

Esta afirmación es comprensible: nadie tiene derecho sobre la vida de otro ni sobre su cuerpo. Pero tiene un defecto: ¡ignora a Dios! Si Dios no existiera, sería lógico, e incluso saludable, querer seguir siendo dueño de su destino…

Pero el creyente sabe que fue creado por Dios, que él lo conocía incluso antes de su concepción. Y Dios también es el que decide el día de su muerte: “El Señor mata, y él da vida; él hace descender al Seol, y hace subir” (1 Samuel 2:6).

Entonces, para mí que creo en Jesús, que conozco el amor de Dios, los demás no deben decidir sobre mi vida y mi muerte, pero yo tampoco debo hacerlo. Dejo ese cuidado y esa responsabilidad a un Dios mucho más sabio que yo y que me ama. Tengo la seguridad de que este frágil cuerpo en el que habito será un día como el de mi Salvador en la gloria. Mientras tanto, recuerdo que ya no me pertenezco a mí mismo, sino a Cristo, quien pagó un alto precio (su muerte en una cruz) para comprarme; y me esfuerzo para glorificarlo con mi conducta (1 Corintios 6:19-20).

2 Reyes 20 – 1 Timoteo 2 – Salmo 73:1-9 – Proverbios 17:21-22

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LA AMARGURA, EL PECADO MAS CONTAGIOSO | Jaime Mirón

LA AMARGURA, EL PECADO MAS CONTAGIOSO

Por Jaime Mirón

Hace tiempo prediqué en una iglesia donde el pastor deseaba que yo hablase con Alberto, uno de los diáconos de su congregación. Tres años antes la esposa de Alberto había hecho abandono del hogar y se había ido con otro hombre a la ciudad capital, dejando a su marido y a sus dos hijos.

Me explicó el pastor que los esposos eran buenos cristianos y que “no había motivo” para que ella abandonara a su familia. Aproximadamente seis semanas después, la mujer entró en razón y volvió a casa arrepentida. En forma inmediata, pidió perdón a Alberto, a los hijos y hasta se presentó ante la congregación para mostrar públicamente su arrepentimiento y su disposición a sujetarse a la disciplina de la iglesia. Alberto me explicó en palabras terminantes que aunque había permitido que su esposa regresara al hogar, no la había perdonado y no la perdonaría. Peor todavía, declaró que estaba dispuesto a esperar el tiempo necesario (hasta que los hijos de 6 y 9 años crecieran y se hicieran mayores) para entonces vengarse de ella. Aunque había transcurrido poco tiempo desde el incidente con su esposa, ya se veían huellas de amargura en el rostro de Alberto.

La amargura no se ve solamente en casos tan extremos. Conozco centenares de otros ejemplos de personas que sufrieron ofensas por cosas que parecieran triviales. Menciono sólo tres:

(1) Una mujer se ofendió porque el pastor no estaba de acuerdo con su definición de “alabanza», y desde aquel momento empezó a maquinar para sacarlo de la iglesia;

(2) un hombre vivió amargada desde que lo pasaron por alto para un ascenso en su empleo.

(3) El intercambio de cartas con una profesora de Centroamérica ilustra cuán sutil puede ser la amargura en la vida del creyente.

El problema de presentación era que esta mujer se sentía sola y triste porque su hija, yerno y nietos se habían mudado a los Estados Unidos de América. En su segunda carta no utilizó la palabra “sola” sino “abandonada», y en lugar de “triste” surgió el término “enojada». En las siguientes misivas se hizo evidente que estaba sumergida en autocompasión y amargura. No sólo se sentía herida porque su hija vivía en otro país, sino además resentida porque (según ella) los otros familiares que vivían cerca no la tomaban en cuenta “después de todo lo que ella hizo por ellos».

En lo personal, empecé a estudiar el tema de la amargura poco después de un grave problema que tuvimos en la iglesia a que asistimos desde hace varios años. La dificultad radicaba en una seria diferencia de filosofía de ministerio entre los diáconos y los ancianos. Pero lo que causó la desunión no fue el problema en sí –que se habría podido resolver buscando a Dios en oración, en su Palabra y con un franco diálogo entre las partes – sino las personas ofendidas, los chismes, y la amargura resultante. En medio de esa crisis en nuestra iglesia, tuve que viajar a otro país para enseñar sobre el tema “Cómo aconsejar empleando principios bíblicos». Era domingo por la mañana y esperaba que me pasaran a buscar para llevarme a la iglesia.

Puesto que el culto comenzaba tarde contaba con un par de horas para descansar, y prendí la televisión para escuchar la transmisión del sermón del pastor de la iglesia más grande de la ciudad. No podía creer lo que oía: ese pastor estaba predicando sobre el tema que yo había enseñado el día anterior, el perdón. Como si un rayo penetrara en mi corazón, el Espíritu Santo me mostró que yo también era culpable de estar dejando crecer una raíz de amargura en mi vida por lo que ocurría en nuestra congregación. En forma inmediata me arrodillé para confesar el pecado, recibir el perdón de Dios y perdonar a los que me habían hecho daño. ¡Qué alivio trajo a mi alma! Era como si alguien sacara un peso enorme de mis hombros.

La amargura es el pecado más fácil de justificar y el más difícil de diagnosticar porque es razonable disculparlo ante los hombres y ante el mismo Dios. A la vez, es uno de los pecados más comunes, peligrosos y perjudiciales y –como veremos– el más contagioso.

Es mi esperanza y oración que la persona amargada no solamente se dé cuenta de que en verdad eso es pecado, sino que además encuentre la libertad que sólo el perdón y la maravillosa gracia de Dios le pueden ofrecer.

Mirón, J. (1994). La amargura, el pecado más contagioso (pp. 3-5). Editorial Unilit.