Jerónimo 23
Quizá me culpes en secreto por atacar a alguien a espaldas suyas. Francamente confieso que me dejo llevar de la indignación. No puedo escuchar pacientemente tales sacrilegios.
Jerónimo
De todos los gigantes del siglo cuarto, ninguno es tan interesante como Jerónimo. Y es interesante, no por su santidad, como Antonio el ermitaño, no por su intuición religiosa, como Atanasio, no por su firmeza ante la injusticia, como Ambrosio, no por su devoción pastoral, como Crisóstomo, sino por su lucha gigantesca e interminable con el mundo y consigo mismo. Aunque se le conoce por “San Jerónimo”, no fue de los santos a quienes les es dado gozar en esta vida de la paz de Dios. Su santidad no fue humilde, apacible y dulce, sino orgullosa, borrascosa y amarga. Jerónimo deseó siempre ser más que humano, y por tanto no tenía paciencia para quienes le parecían indolentes, ni para quienes de algún modo se atrevían a criticarle. Entre las muchas personas que fueron objeto de sus ataques hirientes se contaban, no sólo los herejes, los ignorantes y los hipócritas, sino también Juan Crisóstomo, Ambrosio de Milán, Basilio de Cesarea y Agustín de Hipona. Quienes se atrevían a criticarle no eran sino “asnos de dos patas”. Pero a pesar de esta actitud —y en parte debido a ella— Jerónimo se ha ganado un lugar entre los gigantes del cristianismo en el siglo IV.
Jerónimo nació alrededor del año 348, en un remoto rincón del norte de Italia. Por su fecha de nacimiento, era menor que muchos de los gigantes que hemos estudiado en esta Segunda Sección. Pero Jerónimo nació viejo, y por tanto pronto se consideró mucho mayor que sus coetáneos. Y, lo que es todavía más sorprendente, muchos de ellos pronto llegaron a verlo como una imponente y vetusta institución.
Cuando tenía unos veinte años de edad recibió el bautismo, y pocos años más tarde decidió viajar hacia el oriente. Jerónimo se había dedicado al estudio de las letras, y en ese campo el occidente latino sentía gran admiración hacia el oriente griego. Además, tras una experiencia en la ciudad de Tréveris cuyo carácter preciso nos es desconocido, decidió dedicarse al estudio de las divinas letras, y en ese campo también el oriente era famoso. Su primer visita fue a Antioquía, donde se dedicó a aprender mejor el griego. Poco después le pidió a un judío converso que le enseñara el hebreo.
Pero todo esto no bastaba. Jerónimo sentía todavía un amor ardiente hacia las letras paganas y hacia la vida sensual. Tratando de vencer sus tentaciones se dedicó a la vida austera, y estudió la Biblia con más asiduidad. Se retiró por fin de Antioquía, a vivir como ermitaño en Calcis. Pero aun allí le seguían sus tentaciones. El mismo había llevado consigo su biblioteca, y en la cueva en que vivía se dedicaba al estudio, a copiar libros, y a componer tratados. Su espíritu se sacudió cuando, en medio de una enfermedad grave, soñó que estaba en el juicio final, y que el juez le preguntaba: “¿Quién eres?” “Soy cristiano”, contestaba Jerónimo. Y el juez le respondía. “Mientes. No eres cristiano, sino ciceroniano”. A partir de entonces Jerónimo se dedicó con redoblado ahínco al estudio de las Escrituras, aunque nunca dejó de citar ni de leer e imitar a los escritores paganos.
También el sexo le obsesionaba. Jerónimo quería librarse por entero de él. Pero aun en su retiro de Calcis le seguían los sueños y los recuerdos de las danzarinas de Roma. El único modo en que se podía deshacer de esas tentaciones era castigando su propio cuerpo, y por tanto se dedicó a llevar una vida austera hasta la exageración. Andaba sucio, y hasta llegó a decir y practicar que quien había sido lavado por Cristo no tenía necesidad de lavarse de nuevo. Y todavía esto no bastaba. Era necesario ocupar su mente con algo que desalojara los recuerdos de Roma. Fue entonces, que decidió a estudiar el hebreo. A su mente adiestrada en la literatura clásica, el hebreo, con sus letras raras y sus aspiraciones, le parecía bárbaro. Pero como cristiano, se decía que era la lengua en que estaban escritos los libros sagrados, y que por tanto era divina. Además, fue en este período que Jerónimo escribió la Vida de San Pablo el Ermitaño a que nos hemos referido anteriormente.
Empero Jerónimo no estaba hecho para la vida del anacoreta. Probablemente antes de cumplir los tres años de ermitaño, regresó a la civilización. En Antioquía fue ordenado presbítero. Estuvo en Constantinopla antes y durante el Concilio Ecuménico del año 381. A la postre retornó a Roma, donde el obispo Dámaso, buen conocedor de la naturaleza humana, le hizo su secretario privado, y le dio toda clase de oportunidades para dedicarse al estudio y a escribir. Fue Dámaso quien primero le sugirió la obra que a la larga consumiría buena parte de su vida y sería su principal monumento: una nueva traducción de la Biblia al latín. Aunque Jerónimo dio algunos pasos en ese sentido en Roma, no fue sino después, en Belén, que se dedicó a esa tarea.
Por lo pronto, Jerónimo encontró su solaz entre un grupo de mujeres pudientes y devotas. En el palacio de la viuda Albina y de su hija — también viuda— Marcela, vivía un grupo de mujeres que se dedicaban a la vida austera, la meditación religiosa y el estudio de las Escrituras. Además de las dos mencionadas arriba, entre estas mujeres estaban Marcelina (la hermana de Ambrosio de Milán), Asela, la hija de Marcela, y Paula, que junto a su hija Eustoquio figuraría desde entonces en la vida de Jerónimo. El secretario del obispo visitaba esta casa repetidamente, pues entre estas mujeres encontró discípulas consagradas, que absorbían sus conocimientos con avidez. Pronto algunas empezaron a estudiar griego y hebreo, y Jerónimo sostenía con ellas discusiones acerca del texto bíblico que no le era posible sostener con sus contemporáneos varones.
Resulta interesante notar que Jerónimo, quien nunca supo sostener relaciones amistosas con sus colegas varones, pudo hacerlo con este grupo de mujeres. Y esto a pesar de que el sexo siempre le obsesionó, y sentía horror al pensar acerca de la fisiología femenina. Pero entre estas santas mujeres, que le escuchaban con avidez y que no podían pretender corregirle, Jerónimo se encontraba tranquilo y a gusto, y fueron por tanto ellas, y no el resto del mundo, quienes conocieron la devoción y dulzura que se escondían en el fondo de su alma.
Mientras todo esto sucedía, sin embargo, Jerónimo seguía haciendo enemigos entre los allegados al obispo Dámaso. De no haber sido por el apoyo de éste último, sus años de paz en Roma nunca habrían tenido lugar. Por tanto, cuando Dámaso murió, a fines del 384, la tormenta se desencadenó. Basilla, una de las hijas de Paula, murió, y algunos decían que su muerte se había debido a la vida excesivamente rigurosa que Jerónimo le había impuesto. Siricio, el sucesor de Dámaso, no apreciaba los estudios de Jerónimo, y por fin éste decidió partir de Roma hacia Tierra Santa —o, como él diría, “de Babilonia hacia Jerusalén”.
Paula y Eustoquio le siguieron por otro camino, y juntos fueron en peregrinación por Palestina. Después, Jerónimo siguió hacia el Egipto, donde visitó las escuelas de Alejandría y las cuevas del desierto. A mediados del año 386, sin embargo, estaba de regreso en Palestina, donde él y Paula decidieron dedicarse a la vida monástica. No se trataba empero del rigor extremo de los monjes del desierto, sino de una vida de austeridad moderada, dedicada principalmente al estudio. Puesto que Paula era rica, y Jerónimo tenía algunos medios, fundaron en Belén dos monasterios —uno para mujeres bajo la dirección de Paula, y otro para hombres bajo Jerónimo—. Este último se dedicó a estudiar más detalladamente el hebreo, para traducir la Biblia, y al mismo tiempo les enseñaba el latín a los niños de la localidad, y el griego y el hebreo a las monjas de Paula.
Pero sobre todo Jerónimo se dedicó a la obra que seria su principal monumento literario: la traducción de la Biblia al latín. Naturalmente, ya en esa época había otras traducciones de las Escrituras. Pero todas habían sido hechas partiendo de la Septuaginta, es decir, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al griego. Por tanto, era necesaria una nueva traducción, hecha directamente del hebreo.
Jerónimo se dedicó a producirla, aunque su obra se vio constantemente interrumpida por su enorme correspondencia, sus constantes controversias, y las calamidades que sacudían al mundo.
Aunque a la postre la versión de Jerónimo —que se conoce como la Vulgata— se impuso en toda la iglesia de habla latina, al principio no fue tan bien recibida como Jerónimo hubiera deseado. Naturalmente, la nueva traducción de la Biblia —como toda nueva traducción— cambiaba algunos de los pasajes favoritos de algunas personas, y muchos se preguntaban qué derecho tenía Jerónimo de cambiar las Escrituras.
Además, muchos habían aceptado la leyenda según la cual la Septuaginta había sido escrita por setenta traductores que, aunque trabajaban separadamente, coincidieron hasta en los más mínimos detalles de su traducción. De este modo se justificaba la versión griega, y se afirmaba que era tan inspirada como el original hebreo. Por tanto, cuando Jerónimo publicó una nueva versión que difería de la Septuaginta, no faltaron quienes le acusaron de faltarles el respeto a las Escrituras. Tales criticas no provenían sólo de gentes ignorantes, sino hasta de algunos de los sabios más distinguidos de la época. Desde el norte de Africa, Agustín le escribió: Te ruego que no dediques tus esfuerzos a traducir al latín los sagrados libros, a menos que sigas el método que seguiste antes en tu versión del libro de Job, es decir, añadiendo notas que muestren claramente en qué puntos difiere esta versión tuya de la Septuaginta, cuya autoridad no conoce igual. […]
Además, no me imagino cómo ahora, después de tanto tiempo, pueda descubrirse en los manuscritos hebreos cosa alguna que no hayan visto antes tantos traductores, y tan buenos conocedores de la lengua hebrea.
Jerónimo al principio no le contestó, y cuando por fin lo hizo, sencillamente le dio a entender a Agustín que no debía buscar la propia gloria atacando a quien era mayor que él. De manera sutil, al tiempo que parecía alabarle, Jerónimo le daba a entender a Agustín que el combate sería desigual, y que por tanto el obispo haría bien dejando de criticar al viejo erudito.
Aunque la mayor parte de las controversias de Jerónimo terminaron en querellas nunca subsanadas, en el caso de Agustín la situación fue distinta, pues años más tarde Jerónimo se vio en la necesidad de refutar la herejía de los pelagianos —acerca de la cual trataremos en el próximo capítulo— y para ello se vio obligado a acudir a las obras de Agustín. Su próxima carta al sabio obispo muestra una admiración que Jerónimo reservaba para muy pocas personas.
Todo esto puede dar a entender que Jerónimo era una persona insensible, preocupada sólo por su propio prestigio. Al contrario, su espíritu era en extremo sensible, y precisamente por esa razón tenía que presentar ante el mundo una fachada rígida e imperturbable. Quizá nadie sabía esto tan bien como Paula y su hija Eustoquio. Pero Paula murió en el 404, y Eustoquio en el 419, y Jerónimo quedó solo y desolado. Su dolor era tanto mayor por cuanto sabía que no era sólo él quien se acercaba al fin, sino toda una era. Unos pocos años antes, el 24 de agosto del 410, Roma había sido tomada y saqueada por los godos bajo el mando de Alarico. Ante la noticia, todo el mundo se estremeció. Cuando Jerónimo lo supo, en su retiro en Belén, le escribió a Eustoquio:
¿Quién podría creer que Roma, construida mediante la conquista del mundo, ha caído? ¿Que la madre de muchas naciones se ha vuelto a su tumba? […] Mis ojos se obscurecen a causa de mi edad […] y con la luz que tengo por las noches no puedo leer los libros en hebreo, que hasta de día me son difíciles de leer a causa de lo pequeñas que son las letras.
Casi diez años vivió Jerónimo después de la caída de Roma. Fueron años de soledad, controversias y dolor. Por fin, unos pocos meses después de la muerte de Eustoquio, el viejo erudito entregó el espíritu.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 215–220). Miami, FL: Editorial Unilit.
