El papado 28

El papado 28

Las instrucciones que te di [… ] han de ser seguidas con diligencia. Cuida de que los obispos no se metan en asuntos seculares, excepto en cuanto sea necesario para defender a los pobres.

Gregorio el Grande

a1Fue durante la “era de las tinieblas” cuando el papado comenzó a surgir con la pujanza que lo caracterizó en siglos posteriores. Pero antes de narrar esos acontecimientos conviene que nos detengamos a discutir el origen del papado.

Origen del papado

El término “papa”, que hoy se emplea en el Occidente para referirse exclusivamente al obispo de Roma, no siempre tuvo ese sentido. La palabra en sí no quiere decir sino “papá”, y es por tanto un término de cariño y respeto. En época antigua, se le aplicaba a cualquier obispo distinguido, sin importar para nada si era o no obispo de Roma. Así, por ejemplo, hay documentos antiguos que se refieren al “papa Cipriano” de Cartago, o al “papa Atanasio” de Alejandría. Además, mientras en el Occidente el término por fin se reservó exclusivamente para el obispo de Roma, en varias partes de la iglesia oriental continuó utilizándose con más liberalidad. En todo caso, la cuestión más importante no es el origen del término mismo, “papa”, sino el modo en que el papa de Roma llegó a gozar de la autoridad que tuvo durante la Edad Media, y que tiene todavía en la Iglesia Católica Romana.

Los orígenes del episcopado romano se pierden en la penumbra de la historia. La mayor parte de los historiadores, tanto católicos como protestantes, concuerda en que Pedro estuvo en Roma, y que probablemente murió en esa ciudad durante la persecución de Nerón. Pero no hay documento antiguo alguno que diga que Pedro transfirió su autoridad apostólica a sus sucesores.

Además, las listas antiguas que nombran a los primeros obispos de Roma no concuerdan. Mientras algunas dicen que Clemente sucedió directamente a Pedro, otras dicen que fue el tercer obispo después de la muerte del apóstol. Esto es tanto más notable por cuanto en los casos de otras iglesias sí tenemos listas relativamente fidedignas. Esto a su vez ha llevado a algunos historiadores a conjeturar que quizá al principio no había en Roma un episcopado “monárquico” (es decir, un solo obispo), sino más bien un episcopado colegiado en el que varios obispos o presbíteros conjuntamente dirigían la vida de la iglesia. Sea cual fuera el caso, el hecho es que durante todo el período que va de la persecución de Nerón en el año 64 hasta la Primera Epístola de Clemente en el 96 lo que sabemos del episcopado romano es poco o nada. Si desde los orígenes de la iglesia el papado hubiera sido tan importante como pretenden algunos, habría dejado más rastros durante toda esa segunda mitad del siglo primero.

Durante los primeros siglos de la historia de la iglesia, el centro numérico del cristianismo estuvo en el Oriente, y por tanto los obispos de ciudades tales como Antioquía y Alejandría tenían mucha más importancia que el obispo de Roma. Y aun en el Occidente de habla latina, la dirección teológica y espiritual del cristianismo no estuvo en Roma, sino en el Africa latina, que produjo a Tertuliano, Cipriano y San Agustín.

Esta situación comenzó a cambiar cuando el Imperio aceptó la fe cristiana. Puesto que Roma era, al menos nominalmente, la capital del Imperio, la iglesia y el obispo de esa ciudad pronto lograron gran relieve. En todo el Imperio, la iglesia comenzó a organizarse siguiendo los patrones trazados por el estado, y las ciudades que tenían jurisdicción política sobre una región pronto tuvieron también jurisdicción eclesiástica. A la postre la iglesia quedó dividida en cinco patriarcados, a saber, los de Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Roma. La existencia misma del patriarcado de Constantinopla, una ciudad que ni siquiera existía como tal en tiempos apostólicos, muestra que esta estructura respondía a realidades políticas más bien que a orígenes apostólicos. Y el carácter casi exclusivamente simbólico del patriarcado de Jerusalén, que podía reclamar para si aún más autoridad apostólica que la propia Roma, muestra el mismo hecho.

Cuando los bárbaros invadieron el Imperio, la iglesia de Occidente comenzó a seguir un curso muy distinto de la de Oriente. En el Oriente, el Imperio siguió existiendo, y los patriarcas continuaron supeditados a él. El caso de Juan Crisóstomo, que vimos en la sección anterior, se repitió frecuentemente en la iglesia oriental. En el Occidente, mientras tanto, el Imperio desapareció, y la iglesia vino a ser el guardián de lo que quedaba de la vieja civilización. Por tanto, el patriarca de Roma, el papa, llegó a tener gran prestigio y autoridad.

León el Grande

Esto puede verse en el caso de León I “el Grande”, de quien se ha dicho que fue verdaderamente el primer “papa” en el sentido corriente del término. En el próximo capítulo trataremos acerca de su intervención en las controversias cristológicas que dividieron al Oriente durante su tiempo. Al estudiar esas controversias, y la participación de León, dos cosas resultan claras. La primera es que su autoridad no es aceptada por las partes en conflicto por el sólo hecho de ser él obispo de Roma. Mientras los vientos políticos soplaron en dirección contraria, León pudo hacer poco para imponer su doctrina al resto de la iglesia (particularmente en el Oriente).

Y cuando por fin su doctrina fue aceptada, esto no fue porque proviniera del papa, sino porque coincidía con la del partido que a la postre logró la victoria. La segunda cosa que ha de notarse es que, aunque León no pudo hacer valer su autoridad de un modo automático, esa autoridad aumentó por el hecho de haber sido utilizada en pro de la ortodoxia y la moderación. Luego, las controversias cristológicas, a la vez que nos muestran que el papa no tenía jurisdicción universal, nos muestran también cómo su autoridad fue aumentando.

Pero mientras en el Oriente se dudaba de su autoridad, en Roma y sus cercanías esa autoridad se extendía aun fuera de los asuntos tradicionalmente religiosos. En el año 452 los hunos, al mando de Atila, invadieron a Italia y tomaron y saquearon la ciudad de Aquilea. Tras esa victoria, el camino hacia Roma les quedaba abierto, pues no había en toda Italia ejército alguno capaz de cortarles el paso hacia la vieja capital. El emperador de Occidente era un personaje débil y carente de recursos, y el Oriente había indicado que no ofrecería socorro alguno. En tales circunstancias, León partió de Roma y se dirigió al campamento de Atila, donde se entrevistó con el jefe bárbaro a quien todos tenían por “el azote de Dios”. No se sabe qué le dijo León a Atila. La leyenda cuenta que, al acercarse el Papa, aparecieron junto a él San Pedro y San Pablo, amenazando a Atila con una espada. En todo caso, el hecho es que, tras su entrevista con León, Atila abandonó su propósito de atacar a Roma, y marchó con sus ejércitos hacia el norte, donde murió poco después.

León ocupaba todavía el trono episcopal de Roma cuando, en el año 455, los vándalos tomaron la ciudad. En esa ocasión, el Papa no pudo salvar la ciudad de manos de sus enemigos. Pero al menos fue él quien negoció con Genserico, el jefe vándalo, y logró que se dieran órdenes contra el incendio y el asesinato. Aunque la destrucción causada por los vándalos fue grande, pudo haber sido mucho mayor de no haber intervenido León.

Lo que todo esto nos da a entender es que, en una época en que Italia y buena parte de la Europa occidental se hallaban sumidas en el caos, el papado vino a llenar el vacío, ofreciendo cierta medida de estabilidad. Esta fue la principal razón por la que los papas de la Edad Media llegaron a tener un poder que nunca tuvieron los patriarcas de Constantinopla, Antioquía o Alejandría.

Empero León no basaba su propia autoridad sólo en consideraciones de orden político. Para él, la autoridad del obispo de Roma sobre todo el resto de la Iglesia era parte del plan de Dios. En efecto, Jesucristo le había dado las llaves del Reino a San Pedro, y la Providencia divina había llevado al viejo pescador a la capital del Imperio. Pedro era la piedra sobre la cual Jesucristo había prometido edificar su iglesia, y por tanto quien pretendiera construir sobre otro cimiento no podría construir sino una casa sobre la arena. Fue a Pedro a quien el Señor le dijo repetidamente: “Apacienta mis ovejas”. Y todo esto que las Escrituras nos dicen acerca del jefe de los apóstoles es también cierto acerca de sus sucesores, los obispos de Roma. Por tanto, la autoridad del papa no se debe sencillamente a que Roma sea la antigua capital del Imperio, ni a que no haya ahora en todo el Occidente quien pueda dirigir los destinos de la sociedad, sino que es parte del plan de Dios, y ha de subsistir por siempre, pues las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Como vemos, en León encontramos ya los principales argumentos que a través de los siglos se aducirían en pro de la autoridad papal.

Los sucesores de León

El prestigio de León se debió en parte a su propia persona, y en parte a las circunstancias del momento. León era indudablemente un personaje excepcional, y se ha dicho con razón que en su época no había quien se le pudiera comparar en firmeza de carácter, profundidad de percepción teológica, y habilidad política. Pero todo esto pudo manifestarse gracias a la situación política en que le tocó vivir. En efecto, León fue papa durante un período de relativa anarquía en Italia, y buena parte de su grandeza estuvo en saber llenar el vacío creado por esa anarquía.

A la muerte de León, le sucedió Hilario, quien había sido uno de los principales colaboradores del difunto papa, e hizo todo lo posible por continuar su política, aunque con menor éxito. Durante el pontificado de Simplicio, quien sucedió a Hilario, las condiciones políticas comenzaron a cambiar. En el año 476 Odoacro depuso al último emperador de Occidente. En teoría, esto quería decir que ahora todo el Imperio se hallaba unido de nuevo bajo el emperador que residía en Constantinopla. Pero de hecho lo que sucedió fue que Odoacro y los demás jefes bárbaros, al tiempo que decían gobernar en nombre del emperador, se constituían en realidad en monarcas independientes. Luego, siempre que estos monarcas fueran fuertes, le harían sombra al papa, y tratarían de manejarlo según sus propios designios. En otros momentos los emperadores de Constantinopla tratarían de hacer valer su supuesta autoridad sobre Italia, y por consiguiente sobre el papa. Pero en otras ocasiones no habría poder político alguno capaz de sobreponerse al caos, y entonces los papas se verían en la obligación y la oportunidad de llenar ese vacío.

En época de Simplicio y de sus sucesores Félix III, Gelasio y Anastasio II, las relaciones entre los papas y los emperadores de Constantinopla fueron bastante tensas, pues los emperadores trataban de ganarse las simpatías de los monofisitas de Siria y Egipto, y los papas y todo el Occidente cristiano se oponían a esa política. Según veremos en el próximo capítulo, el monofisismo era una de las doctrinas resultantes de las controversias cristológicas que sacudieron al cristianismo de habla griega durante el siglo V. Aunque esa doctrina había sido condenada oficialmente por el Concilio de Calcedonia en el 451, contaba aún con numerosos adeptos en Siria y Egipto. Puesto que estas regiones comprendían algunas de las más ricas provincias del Imperio, los gobernantes de Constantinopla hicieron todo lo posible por granjearse la buena voluntad de los monofisitas, y esto a su vez creó tensiones entre los papas y los emperadores.

Por otra parte, en época de Félix III los godos, al mando de Teodorico, invadieron a Italia. Para el ano 493 Teodorico era dueño de casi toda la península. Puesto que los godos eran arrianos, siempre temían que sus súbditos italianos conspiraran en pro de Constantinopla, y por tanto Teodorico y sus sucesores vieron con buenos ojos las desavenencias entre los papas y los emperadores, y trataron de fomentarlas. Recuérdese además que fue Teodorico quien, al sospechar que su ministro Boecio conspiraba para reintroducir el poderío imperial, lo hizo encarcelar y matar.

Ya antes de la victoria final de Teodorico, el papa Félix III había roto relaciones con el patriarca de Constantinopla, Acacio. Esto es lo que los historiadores occidentales conocen como “el cisma de Acacio” (mientras los orientales culpan al papa por el cisma). Ahora, debido a los intereses de Teodorico y sus sucesores, el cisma se perpetuó.

En el año 498, cuando murió el papa Anastasio II, esta tensión entre godos y bizantinos dio por resultado la existencia de dos papas rivales. Mientras los godos y buena parte del pueblo romano apoyaban a Símaco (a quien los católicos en el día de hoy tienen por verdadero papa), el gobierno de Constantinopla sostenía a Lorenzo. En las calles de Roma hubo encuentros armados en los que murieron varios de los contendientes. Toda una serie de concilios se reunió para tratar de resolver la cuestión, hasta que por fin Símaco resultó vencedor.

Bajo el sucesor de Símaco, Hormisdas, la situación empezó a cambiar. El nuevo emperador, Justino, comenzó a interesarse cada vez más por el Mediterráneo occidental, y por tanto trató de acercarse al papa. Esta política fue seguida mucho más activamente por el sucesor de Justino, su sobrino Justiniano, bajo cuyo gobierno el viejo Imperio Romano disfrutó de un breve florecimiento. Tras una serie de negociaciones, y mientras Hormisdas era todavía papa, el cisma entre Roma y Constantinopla fue subsanado.

Al principio el rey godo Teodorico no se opuso a este acercamiento entre sus súbditos y las autoridades imperiales. Pero hacia el final de sus días comenzó a sospechar que los católicos conspiraban para derrocar el régimen de los godos y devolverle Italia al Imperio; fue entonces cuando hizo encarcelar y matar a Boecio. Poco después el papa Juan I fue enviado por Teodorico en una embajada a Constantinopla y, cuando el obispo no consiguió todo lo que el rey deseaba, este último lo condenó a la cárcel, donde murió. Según se cuenta, Teodorico se aprestaba a entregarles a los arrianos todas las iglesias de Ravena cuando la muerte lo sorprendió.

La muerte de Teodorico marcó el ocaso del reino godo en Italia. Teodorico murió en el año 526, y en el 535 el general constantinopolitano Belisario ya había conquistado la mayor parte de la península. Aunque era de esperarse que la nueva situación política redundaría en provecho del papado, esto no sucedió. Excepto en los últimos años de su gobierno, el arriano Teodorico les había permitido a sus súbditos ortodoxos seguir su propia conciencia en cuestiones de fe. Ahora, el emperador ortodoxo Justiniano, supuestamente aliado del papa, trató de imponer en el Occidente la costumbre oriental de colocar las riendas de la iglesia en manos del estado. El resultado fue toda una serie de papas que no fueron sino títeres del Emperador y de su esposa Teodora. Los pocos que osaron tratar de interrumpir esa serie, sufrieron todo el peso del disgusto imperial. En medio de las controversias teológicas de la época, algunos de estos papas escribieron páginas tristes en la historia del papado, según veremos en el próximo capítulo.

Empero el dominio bizantino sobre Italia no duró mucho. Como hemos dicho anteriormente, el último baluarte godo fue conquistado por las tropas imperiales en el 562, y sólo seis años más tarde los lombardos invadieron el país. Su poderío militar era tal que, de haber continuado unidos, pronto habrían capturado toda la península. Pero tras sus primeras victorias se dividieron, y sus conquistas a partir de entonces fueron esporádicas. En todo caso la presencia de los lombardos, y las guerras constantes que esa presencia acarreó, obligaron a los papas a ocuparse, no sólo de las cuestiones religiosas, sino también de la defensa de Roma y sus alrededores. A la muerte de Justiniano el Imperio Oriental comenzó de nuevo su decadencia, y pronto su autoridad en Italia fue casi nula. El exarcado de Ravena, que teóricamente pertenecía al Imperio, se vio obligado a defenderse frente a los lombardos por cuenta propia. Y lo mismo fue cierto en el caso de Roma, bajo la dirección del papa. Cuando Benedicto I falleció en el 579, las tropas lombardas asediaban la ciudad. Su sucesor Pelagio II la salvó ofreciéndoles a los lombardos fuertes sumas de dinero. Además, en vista de que Constantinopla no le enviaba ayuda, Pelagio inició negociaciones con los francos, para que éstos atacaran a los lombardos por el norte. Aunque tales contactos iniciales no llevaron a la acción militar, eran señal de lo que sucedería varias generaciones más tarde, cuando los francos se volverían los principales aliados del papado.

Gregorio el Grande

En esto estaban las cosas cuando se desató en Italia una terrible epidemia. Pelagio hizo todo lo posible por enfrentarse a este nuevo reto, pero a la postre él mismo sucumbió victima de la peste. Era el año 590, y quien fue elegido para sucederle resultaría ser uno de los más grandes papas de todos los tiempos.

Gregorio nació alrededor del año 540 en la ciudad de Roma, en medio de una familia que al parecer pertenecía a la vieja aristocracia del lugar. Era la época en que Justiniano reinaba en Constantinopla, y sus generales trataban de conquistar a los godos en Italia. Tras las primeras victorias, Justiniano había retirado a su general Belisario del campo de batalla, y la guerra se prolongaba por años y años. Gregorio era niño cuando Totila logró reorganizar las tropas godas, y detener por algún tiempo el avance de los ejércitos imperiales. En el 545, Totila sitió a Roma, que por fin se rindió en diciembre del 546. Cuando los godos entraron en la ciudad, el arcediano Pelagio (el mismo que después sería papa) salió al encuentro del rey vencedor y le suplicó que respetara la vida y el honor de los vencidos. Totila accedió, y por tanto la caída de Roma no fue la catástrofe que pudo haber sido.

Es muy probable que Gregorio haya estado en Roma durante estos acontecimientos. En todo caso, no cabe duda de que la actuación de Pelagio fue uno de los modelos que Gregorio siguió cuando le tocó ser papa.

Todo esto nos da a entender que la Roma en que Gregorio se crió distaba mucho de ser la noble ciudad de tiempos de Augusto César. Poco después de la victoria de Totila, Belisario y las tropas imperiales volvieron a tomar la ciudad, sólo para perderla de nuevo. En medio de repetidos sitios, la población de la antigua capital se redujo enormemente. Muchos de los viejos monumentos y edificios fueron destruidos, o bien en los combates mismos, o bien en intentos de utilizar sus piedras para reforzar las defensas de la ciudad. Los acueductos fueron cortados repetidamente por los diversos atacantes, y a la postre quedaron abandonados. Los sistemas de desecación de los viejos pantanos fueron descuidados, y las frecuentes inundaciones producían epidemias no menos frecuentes.

De la juventud de Gregorio en esta ciudad venida a menos, es poco lo que sabemos. Al parecer fue prefecto de la ciudad antes de decidir ser monje. Algún tiempo después el papa Benedicto lo hizo diácono, es decir, miembro del consejo consultivo y administrativo del papa. A la muerte de Benedicto, lo sucedió Pelagio II, quien nombró al monje Gregorio embajador suyo ante la corte de Constantinopla.

En la ciudad del Bósforo Gregorio pasó seis años representando ante el Emperador los intereses del Papa y de los romanos. Durante ese tiempo se vio repetidamente envuelto en las controversias teológicas que siempre bullían en la corte bizantina, pero a pesar de ello nunca aprendió el griego. Fue también allí que trabó amistad con Leandro de Sevilla, a quien ya nos hemos referido como el principal instrumento en la conversión del reino visigodo de España a la fe católica. Por fin, en el año 586, el papa Pelagio envió otro embajador, y Gregorio pudo regresar a la tranquilidad de su monasterio en Roma.

En el monasterio de San Andrés, Gregorio pronto fue hecho abad, al mismo tiempo que servía al papa Pelagio como ayudante y secretario. En esos tiempos, la situación de Roma era difícil, pues dos años antes del regreso de Gregorio los lombardos por fin se habían unido bajo un solo rey, con el propósito de completar la conquista de Italia. Aunque desde Constantinopla el emperador enviaba algunos recursos para la defensa de Roma y de otras ciudades que todavía no habían sido conquistadas, y aunque desde el otro lado de los Alpes los francos invadían frecuentemente los territorios lombardos, la situación militar era precaria.

Para complicar las cosas, se desató una gran epidemia que diezmó la población de la ciudad. Poco antes hubo una inundación que destruyó varios de los principales graneros de la iglesia, donde se guardaba el trigo de que dependía buena parte de los habitantes. Puesto que la peste producía alucinaciones, comenzaron a circular rumores acerca de toda clase de portentos. Un gran dragón apareció en el Tíber. Del cielo llovían flechas de fuego. La muerte aparecía sobre los que iban a morir. El pánico se sumó al hambre y la peste. Para colmo de males, el papa Pelagio, quien con la ayuda de Gregorio y otros se había esforzado por mantener la ciudad relativamente limpia, enterrar a los muertos y alimentar a los hambrientos, enfermó de la plaga y murió.

En tales circunstancias, no eran muchos los que ambicionaban el puesto vacante. El propio Gregorio no tenía otro deseo que regresar a la tranquilidad de su monasterio. Pero el clero y el pueblo lo eligieron con entusiasmo y, al menos por el momento, Gregorio no podía sino continuar la interrumpida obra de Pelagio. Una de sus primeras medidas, sin embargo, fue escribirle al emperador pidiéndole que no confirmara su nombramiento (pues en esa época se acostumbraba que los emperadores en Constantinopla dieran su aprobación al papa electo antes que éste pudiera ser consagrado). Pero el prefecto de la ciudad, que sabía que no podía cumplir con sus obligaciones sin el auxilio de un papa como Gregorio, interceptó la carta.

Otra de las medidas de Gregorio fue convocar a todo el pueblo a una gran procesión de penitencia, pidiéndole a Dios que les perdonara sus pecados y que cesara la plaga. Tras escuchar del nuevo papa un sermón, que todavía se conserva, todo el pueblo salió en angustiada procesión, y se cuenta que la plaga cesó.

Aunque Gregorio no había deseado ser papa, una vez que se vio en posesión de ese cargo se dedicó a cumplir sus obligaciones a cabalidad. En la propia ciudad de Roma, organizó la distribución de alimentos a los necesitados de tal modo que había quien se ocupaba de llevar comida hasta los más escondidos rincones de la ciudad. Al mismo tiempo, el nuevo papa supervisó los envíos de grano que se hacían desde Sicilia, a fin de asegurarse de que no faltasen provisiones. Por otra parte, era necesario asegurarse de que la ciudad misma era habitable y defendible, y a estas tareas, que normalmente debían corresponder a las autoridades civiles, Gregorio se dedicó con ahínco. En la medida de lo posible, se reconstruyeron los acueductos y las fortificaciones, y se restauró la moral de la guarnición, que casi se había perdido por falta de paga.

Para defender la ciudad frente a los lombardos, Gregorio solicitó ayuda de Constantinopla. Pero, puesto que tal ayuda no llegaba, en dos ocasiones se vio obligado a negociar directamente con el enemigo, como si el poder civil le correspondiera. Por fin logró de la reina Teodolinda que su hijo fuese educado en la fe católica, y no en la arriana de los lombardos. En todo esto, en vista de la ausencia de una política por parte del Imperio, Gregorio se vio obligado a actuar por cuenta propia, y por ello se ha dicho que fue él el fundador del poder temporal del papado.

Este poder se extendía directamente a una serie de territorios que de un modo u otro habían llegado a ser propiedad del papado, y que recibían el nombre común de “el patrimonio de San Pedro”. Además de las iglesias y varios palacios en la ciudad de Roma, había tierras que pertenecían a este patrimonio en los alrededores de la vieja capital, en otras partes de Italia, en Sicilia, Córcega y Cerdeña, en la Galia, y hasta en Africa. Como propietario de todas estas tierras, el papado gozaba de enormes riquezas. Gregorio puso esos recursos al servicio de la grandes tarea de alimentar al pueblo romano. Aunque el gobierno de la ciudad de Roma no le pertenecía, Gregorio se vio obligado a ejercerlo. Este precedente, junto a la decadencia del poder imperial en Italia, hizo que a la larga los sucesores de Gregorio quedaran como dueños y gobernantes de la ciudad de Roma y sus alrededores. Más adelante, hacia fines del siglo VIII, alguien falsificó un documento, la llamada Donación de Constantino, en el que se pretendía que el gran Emperador había donado esos territorios a los sucesores de Pedro.

En Roma, además de ocuparse de las necesidades físicas del pueblo, Gregorio se ocupó de la vida de la iglesia. Para él la predicación era de gran importancia, y por tanto dedicó buena parte de sus esfuerzos a predicar en las diversas iglesias de la ciudad, y a asegurarse que la enseñanza y la predicación recibieran particular atención por parte de todo el clero. Los lujos a que algunos se habían acostumbrado fueron prohibidos, así como los pagos excesivos que algunos clérigos recibían por sus servicios. Además, Gregorio adoptó medidas en pro del celibato eclesiástico, que paulatinamente se había ido generalizando en Italia, pero que muchos no cumplían. Empero como obispo de Roma Gregorio se consideraba a sí mismo también patriarca de Occidente. Sin reclamar para el papado la autoridad universal que antes había defendido León, Gregorio hizo mucho más que su antecesor por aplicar esa autoridad en diversas regiones. En España, apoyó las medidas que su amigo Leandro de Sevilla y el rey Recaredo tomaban en pro de la conversión del país del arrianismo al catolicismo. De hecho, fue él quien de tal modo interpretó la rebelión de Hermenegildo, a que nos hemos referido antes, que pronto se le tuvo por mártir de la fe ortodoxa, y a la postre apareció el culto a “San Hermenegildo”. En Africa el principal problema no eran los arrianos, sino los donatistas, cuyo cisma perduraba aún. En época de Gregorio, y gracias a las conquistas de Justiniano y de su general Belisario, todo el norte de Africa formaba parte del Imperio Romano. El Egipto estaba bajo la jurisdicción del patriarca de Alejandría. Pero Gregorio, como patriarca de Occidente, creía tener cierta jurisdicción sobre el antiguo reino de los vándalos, que siempre había sido parte del Imperio de Occidente. Por tanto, trató de intervenir en esa región para destruir el donatismo que todavía persistía. Los obispos africanos, sin embargo, no tenían gran interés en proseguir la política intransigente que Gregorio les sugería, y se contentaron con seguir conviviendo con los donatistas, como habían aprendido a hacerlo durante los días difíciles del régimen vándalo.

Por su parte, Gregorio trató de que las autoridades imperiales aplicaran contra los donatistas las leyes de Constantino y sus sucesores inmediatos, que supuestamente seguían todavía vigentes, pero no se aplicaban. Mas los representantes de Constantinopla se mostraron también más tolerantes que el papa, y por tanto la política de este último en el norte de Africa fue, en términos generales, un fracaso. A Inglaterra, Gregorio envió a Agustín y sus compañeros de misión, y después mandó otros contingentes para continuar y aumentar su obra. En los territorios francos, Gregorio aumentó el prestigio de la sede romana mediante una serie de hábiles maniobras. Los diversos reyes francos estaban en constante lucha entre sí. Cada cual trataba de aumentar sus dominios a expensas de sus vecinos, y todos en pos de la hegemonía de la región. En tales circunstancias, las buenas relaciones con el prestigioso obispo de Roma podían contribuir al triunfo de uno u otro bando. Gregorio aprovechó entonces los deseos de varios de estos gobernantes para establecer relaciones con ellos, sobre todo al otorgar honores especiales a tal o cual obispo de tal o cual reino. Al mismo tiempo trató de utilizar estos contactos para pedirles a los gobernantes que reformasen las prácticas eclesiásticas en sus dominios, donde era costumbre comprar y vender cargos en la iglesia, y donde era frecuente el caso de algún laico ambicioso que de pronto era nombrado obispo. En estos intentos de reforma, Gregorio fracasó rotundamente, pues los jefes francos querían retener su poder sobre la iglesia, y lo que el Papa pedía quebrantaría ese poder. Pero, al mismo tiempo que no logró las reformas deseadas, Gregorio sí logró aumentar el prestigio y autoridad del papado en los territorios francos, pues a partir de entonces quedaron establecidos numerosos precedentes que parecían indicar que el papa tenía jurisdicción sobre los asuntos eclesiásticos en Francia.

En resumen, mediante la simple política de intervenir en diversas situaciones, y hacerlo casi siempre con tacto y habilidad diplomática, Gregorio extendió la esfera de influencia del papado. Para esta tarea, contó con la ayuda del monaquismo benedictino, que comenzaba a diseminarse por Europa occidental. Puesto que ese monaquismo y el papado fueron las dos características principales del cristianismo medieval, puede decirse que en tiempos de Gregorio se sentaron las bases que a la larga le permitirían a la iglesia occidental salir de la “era de las tinieblas”. Empero, como veremos más adelante, la obra de Gregorio tomó siglos en llegar a su completo desarrollo, y en el entretanto los períodos de corrupción y oscurantismo fueron más frecuentes que los breves momentos de luz y reforma.

No haríamos justicia a todas las razones por las que Gregorio recibió el título de “el Grande” si nos olvidásemos de su obra literaria y teológica. Desde antes de ser papa, se había dedicado al estudio de las Escrituras y de los antiguos autores cristianos. Siendo papa, aunque le dedicó menos tiempo a ese estudio, produjo numerosos sermones y cartas, muchos de los cuales se conservan todavía. A través de esos escritos, hizo sentir su impacto sobre todo el pensamiento medieval.

Gregorio no era un pensador de altos vuelos, ni un comentarista original de las Escrituras. Al contrario, para él lo que pareciera ser “original” o “novedoso” debía evitarse por todos los medios posibles, pues la tarea del maestro cristiano no es decir algo nuevo, sino repetir lo que la iglesia ha enseñado desde su mismo nacimiento, y por tanto sólo los herejes son autores o pensadores originales. Por su parte, Gregorio se conforma con no ser sino el portavoz de la antigüedad cristiana, su intérprete para los tiempos presentes. Le basta con ser discípulo de Agustín, y maestro de las enseñanzas de éste.

Pero los siglos no pasan en vano. Un enorme abismo se abría entre el venerado obispo de Hipona y su intérprete de fines del siglo sexto. A pesar de toda su sabiduría, Gregorio vivió en un tiempo de ignorancia, y en cierta medida tenía que ser partícipe de esa ignorancia. Además, por el solo hecho de tomar a Agustín como maestro infalible, Gregorio tuerce el espíritu mismo de su maestro venerado, cuyo genio estuvo, en parte al menos, en su mente inquieta y sus conjeturas aventuradas.

Lo que para Agustín no fue sino suposición, en Gregorio se vuelve certeza. Así, por ejemplo, Agustín se había aventurado a decir que quizá haya un lugar donde quienes mueren en pecado han de pasar por un proceso de purificación, antes de pasar a la gloria. Basándose en esa conjetura por parte de su maestro, Gregorio declara que indudablemente hay tal lugar, y procede entonces a desarrollar la doctrina del purgatorio.

Fue sobre todo en lo que se refiere a la doctrina de la salvación que Gregorio mitigó y hasta transformó las enseñanzas de Agustín. Las doctrinas agustinianas de la gracia irresistible y de la predestinación quedaron relegadas en las obras de Gregorio, quien dedicó su atención a la cuestión de cómo hemos de ofrecerle a Dios satisfacción por los pecados cometidos. Esa satisfacción se ofrece mediante la penitencia, que consiste en la contrición, la confesión y la pena o castigo. A estas tres fases se añade la absolución sacerdotal, que confirma el perdón que ya Dios le ha otorgado al penitente. Quienes mueren en la fe y comunión de la iglesia, pero sin haber hecho penitencia suficiente por todos sus pecados, van al purgatorio, donde pasan algún tiempo antes de ir al cielo.

Uno de los modos en que los vivos pueden ayudar a los muertos a salir del purgatorio es ofrecer misas en su nombre. Para Gregorio, la misa es un sacrificio en el que Cristo es inmolado de nuevo (y cuenta la leyenda que en cierta ocasión, cuando nuestro Papa celebraba la misa, se le apareció el Crucificado). Esta idea de la misa como sacrificio, que quizá podría deducirse de algunos textos de San Agustín, aunque forzándolos, es parte fundamental de la devoción y la teología de Gregorio.

Se cuenta que, cuando Gregorio era todavía abad de San Andrés, se enteró de que uno de sus monjes, que estaba a punto de morir, tenía escondidas unas monedas de oro. La sentencia del abad fue dura: el monje prevaricador moriría sin escuchar una palabra de perdón o de consuelo, y sería enterrado en un montón de estiércol, junto a su oro. Después de cumplida esta sentencia, y para la salvación del alma de Justo (que así se llamaba el monje), Gregorio ordenó que durante los próximos treinta días se dijera en su memoria la misa del monasterio. Al final de este período, el abad declaró que, según una visión recibida por el monje Copioso, hermano carnal del difunto, el alma de Justo había salido del purgatorio y se encontraba ahora en la gloria.

Todo esto no fue invención de Gregorio. Era más bien parte del ambiente y las creencias de la época. Pero, mientras los antiguos maestros de la iglesia se habían esforzado por evitar que la doctrina cristiana se contaminara con supersticiones populares, Gregorio sencillamente aceptó todas las creencias, supersticiones y leyendas de su época como si fueran la verdad evangélica. Sus obras están llenas de narraciones de milagros, apariciones de difuntos, ángeles y demonios, etc. Cuando, con el correr del tiempo, se le dio a la producción literaria de Gregorio la misma autoridad infalible que él le había dado a San Agustín, buena parte de las creencias populares del siglo sexto quedó de hecho incorporada a la doctrina cristiana.

Los sucesores de Gregorio

Los papas que siguieron a Gregorio se mostraron incapaces de continuar su obra. Su sucesor inmediato, Sabiniano, creyó prudente vender a buen precio el trigo que Gregorio había repartido gratuitamente. Cuando los pobres se quejaron diciendo que sólo los ricos podrían comer, y ellos morirían de hambre, Sabiniano comenzó una campana de difamación contra la memoria de Gregorio, diciendo que había utilizado el patrimonio de la iglesia para ganar popularidad. Como reacción, se desató una campaña pública contra el papa reinante.

Pedro el Diácono, fiel admirador de Gregorio, declaró que, en vida del difunto papa, había visto al Espíritu Santo, en forma de paloma, susurrándole al oído. (A partir de entonces buena parte de la iconografía cristiana ha representado a Gregorio con una paloma sobre el hombro). Cuando Sabiniano murió, antes de los dos años de pontificado, se dijo que Gregorio se le había aparecido tres veces sin que el papa avaro le hiciera caso, y que a la cuarta aparición el espíritu de Gregorio se enfureció de tal modo que mató a Sabiniano de un golpe en la cabeza.

El próximo papa, Bonifacio III, logró que el emperador Focas le concediera el título de “obispo universal”, que Gregorio había rechazado. Posteriormente, otros papas han citado este precedente para indicar que aun la iglesia bizantina llegó a reconocer la primacía de Roma. Pero el hecho es que el emperador Focas, quien le dio este título a Bonifacio, era un usurpador, y que la única razón por la que honró de ese modo al Papa era que estaba enojado con el patriarca de Constantinopla, que por algún tiempo se había llamado “obispo universal”. En todo caso, el papado de Bonifacio III no duró un año, y a la muerte del emperador Focas el patriarca de Constantinopla volvió a tomar el codiciado título.

Del 607 al 625, hubo una sucesión de tres papas que lograron restaurar algo del lustre que el papado había perdido: Bonifacio IV, Deodato y Bonifacio V. Estos pontífices volvieron a la vida austera que Gregorio había llevado, y en medio de las vicisitudes de la época pudieron lograr algunas reformas en la disciplina eclesiástica, y organizar la iglesia inglesa según los patrones romanos.

Durante el próximo papado, sin embargo, comenzaron a verse las funestas consecuencias de la relación estrecha que existía entre Roma y Constantinopla. Como hemos visto en la sección anterior, desde tiempos de Juan Crisóstomo los emperadores de Constantinopla se habían acostumbrado a tener la última palabra en cuestiones eclesiásticas. La situación en el Occidente, donde a menudo no había un poder civil efectivo, era muy distinta. Pero en el siglo VII, puesto que no había emperador en el Occidente, e Italia estaba dentro de la esfera de influencia de Constantinopla, los emperadores orientales trataron de imponer su voluntad sobre los papas de igual modo que lo habían hecho con los patriarcas de Constantinopla. El papa Honorio, sucesor de Bonifacio V, tuvo que enfrentarse a la cuestión del monotelismo, doctrina que discutiremos en el próximo capítulo, y que era apoyada por el emperador Heraclio. Presionado por el Emperador, el Papa se declaró monotelita. Cuando, tras largas controversias, la cuestión se resolvió en el Concilio de Constantinopla en el año 680, el papa Honorio, que había muerto cuarenta y dos años antes, fue declarado hereje.

En el entretanto, los sucesores de Honorio se habían mostrado más firmes frente a la doctrina monotelita y a las pretensiones imperiales. Pero tuvieron que pagar esa firmeza a buen precio. Durante el papado de Severino, en el 640, el exarca de Ravena, quien era el principal representante imperial en Italia, tomó a Roma y se posesionó de los tesoros de la iglesia. Una parte del botín fue enviada a Constantinopla, y los clérigos que protestaron fueron exiliados.

Poco después el papa Martín sufrió consecuencias semejantes. Reinaba a la sazón en Constantinopla Constante II, quien trató de terminar el asunto y sencillamente prohibió todo debate acerca de él. Pero al Papa esto le parecía todavía una usurpación de poder por parte del Emperador, y convocó un concilio que se reunió en el Laterano y condenó el monotelismo, en abierta desobediencia al mandato imperial. El resultado fue que las tropas del exarca de Ravena secuestraron al Papa, que fue llevado a Constantinopla, y de allí al exilio, donde murió. El monje Máximo, quien lo había apoyado decididamente, fue enviado al exilio, después de serles cortadas la lengua y la mano derecha, para que no pudiera dar a conocer sus supuestas herejías. Tras tales muestras del poder imperial, los sucesores de Martín obedecieron el mandato de Constante, y guardaron silencio acerca del monotelismo. Cuando por fin se reunió el Concilio de Constantinopla en el 680, esto tuvo lugar porque las circunstancias políticas habían cambiado, y el nuevo emperador estaba deseoso de llegar a un acuerdo más aceptable para la iglesia occidental. Siguió entonces un período de paz entre Roma y Constantinopla, durante el cual la primera se sometió a la segunda, al parecer sin protesta alguna.

El conflicto entre el Imperio oriental y la iglesia de Occidente surgió de nuevo en ocasión del concilio que el emperador Justiniano II hizo convocar a fines del siglo VII, y que se conoce como el Concilio “in Trullo”, por haberse reunido en uno de los salones del palacio imperial que recibía ese nombre. Entre otras cosas, se trató en él acerca del matrimonio de los clérigos. En esa época se había establecido la costumbre, tanto en el Oriente como en el Occidente, de prohibirles a los clérigos casarse después de su ordenación. Pero, mientras en el Oriente se les permitía a los hombres casados continuar su vida matrimonial después de su ordenación, en el Occidente se prohibía todo acto sexual en tales casos. El concilio in Trullo rechazó la práctica occidental, al declarar que no hay base escrituraria sobre la cual prohibirles a los clérigos casados que continúen teniendo relaciones sexuales con sus esposas. El papa Sergio se negó a aceptar las decisiones del concilio, e insistió en que todos los clérigos debían permanecer célibes. Justiniano II intentó tratarlo de igual modo que su antecesor había tratado a Martín; pero el pueblo romano se rebeló, y los oficiales imperiales habrían salido mal parados de no haber sido por la intercesión del Papa, que le pidió moderación al pueblo.

Justiniano II se preparaba a responder a este insulto cuando fue depuesto. Cuando por fin recobró el trono, comenzó una venganza sistemática contra todos los que se le habían opuesto en el período anterior. Puesto que el papa Sergio había muerto, el Emperador no podía vengarse de él, pero sí podía insistir en que el nuevo papa, Constantino, aceptara los decretos del concilio in Trullo. Con este propósito en mente, citó al Papa a Constantinopla. Dando pruebas de un valor inusitado, Constantino aceptó la invitación del Emperador.

No se sabe en qué consistieron las conversaciones entre el Emperador y el Papa. El hecho es que, aunque este último tuvo que humillarse ante el primero, pudo regresar a Roma con el favor imperial, y no se vio obligado a aceptar los decretos del discutido concilio. Poco después el Emperador fue muerto y decapitado. Cuando su cabeza fue enviada a Roma, el pueblo la profanó por las calles.

El sucesor del papa Constantino, Gregorio II, chocó también con la corte de Constantinopla. La razón de esta nueva malquerencia fue la cuestión de las imágenes, de que trataremos en el próximo capítulo, pues fue principalmente una controversia dentro de la iglesia oriental. Una vez más el papa recibía órdenes del emperador, dictándole el curso a seguir en asuntos al parecer puramente religiosos. En este caso, el emperador ordenaba que no se veneraran en las iglesias las imágenes de los santos. Las razones por las que la corte bizantina se oponía a las imágenes serán discutidas más adelante. En todo caso, lo que aquí nos importa es que de nuevo hubo una ruptura entre Roma y Constantinopla, pues el Papa y sus seguidores se negaron a obedecer el mandato imperial. Tanto Gregorio II como su sucesor, Gregorio III, convocaron concilios que se reunieron en Roma y condenaron a los “iconoclastas” (como se les llamaba a los que se oponían a las imágenes).

El Emperador, enfurecido, envió una gran escuadra contra Roma. Pero se desató una gran tormenta, y buena parte de la flota imperial naufragó. Poco antes los musulmanes (de cuyas conquistas trataremos en capítulo aparte) habían tomado varias de las provincias más ricas del Imperio, y se habían posesionado también de toda la costa sur del Mediterráneo. Todos estos desastres señalaron el fin de la influencia de Constantinopla sobre el Mediterráneo occidental. En lo que se refiere al papado, este cambio de circunstancias puede verse en el hecho de que, hasta Gregorio III, la elección de un nuevo papa no se consideraba válida mientras no fuese ratificada por el emperador o por su representante en Ravena. Después de Gregorio, no se buscó ya esa ratificación. Esta nueva situación necesitó un cambio radical en la política internacional de los papas. Tras la destrucción de la flota bizantina, al mismo tiempo que el Papa se sintió aliviado por la desaparición de esa amenaza, también se vio agobiado por el creciente poder de los lombardos, que por varias generaciones habían estado tratando de hacerse dueños absolutos de toda Italia. Las tropas imperiales habían sido el principal obstáculo frente a las ambiciones de los lombardos. Ahora que faltaban esas tropas, ¿qué podía hacer el Papa para impedir que sus antiguos enemigos se posesionaran de Roma? La respuesta estaba clara. Más allá de los Alpes los francos se habían convertido en una gran potencia. Poco antes su jefe, Carlos Martel, había detenido el avance de los musulmanes al derrotarlos en la batalla de Tours o Poitiers. ¿Por qué no pedirle entonces, a quien había salvado a Europa del Islam, que salvara ahora a Roma de los lombardos? Tal fue la petición que Carlos Martel recibió del Papa, junto a la promesa de nombrarlo “cónsul de los romanos”. Aunque es imposible saber a ciencia cierta si Gregorio se percataba de la magnitud del paso que estaba dando, el hecho es que en aquella carta del Papa al mayordomo de palacio de los francos se estaban estableciendo varios precedentes. El Papa se dirigía a Carlos Martel ofreciéndole honores que tradicionalmente sólo el emperador o el senado romano podían otorgar, y lo hacía sin consultar a Constantinopla. Gregorio actuaba más bien como estadista autónomo que como súbdito del Imperio o como jefe espiritual. Por otra parte, con estas gestiones de Gregorio ante Carlos Martel se daban los primeros pasos hacia el surgimiento de la Europa occidental, unida (en teoría al menos) bajo un papa y un emperador.

En esto estaban las cosas cuando murieron Gregorio y Carlos Martel. Luitprando, el rey de los lombardos, se había abstenido de atacar los territorios romanos, quizá porque sabía de las negociaciones que estaban teniendo lugar con los francos, y no quería provocar la enemistad de tan poderosos vecinos. Pero a la muerte de Carlos Martel su poder quedó dividido entre sus dos hijos, y Luitprando comenzó a avanzar de nuevo contra Roma y Ravena.

El nuevo papa, Zacarías, no tenía otro recurso que el prestigio de su oficio. Al igual que León ante el avance de Atila, Zacarías se dispuso ahora a enfrentarse a Luitprando cara a cara. La entrevista tuvo lugar en la iglesia de San Valentín, en Terni, y Luitprando le devolvió al Papa todos los territorios recientemente conquistados, además de varias plazas que los lombardos habían poseído por tres décadas. Zacarías regresó a Roma en medio de las aclamaciones del pueblo, que lo siguió en una procesión de acción de gracias hasta la basílica de San Pedro. Cuando Luitprando atacó a Ravena, Zacarías se entrevistó de nuevo con él, y otra vez logró una paz ventajosa.

A la muerte de Luitprando, sin embargo, lo sucedieron otros jefes lombardos menos dispuestos a doblegarse ante la autoridad o las súplicas del Papa, y fue entonces cuando Zacarías accedió a la deposición del rey Childerico III, “el estúpido”, y a la coronación de Pipino, el hijo de Carlos Martel (véase más arriba, la página 254). De este modo continuaba la política establecida por Gregorio III, de aliarse con los francos ante la amenaza de los lombardos.

Zacarías murió el mismo año de la coronación de Pipino (752), pero su sucesor, Esteban II, pronto tuvo ocasión de cobrar la deuda de gratitud que el nuevo rey franco había contraído con Roma. Amenazado como estaba por los lombardos, Esteban viajó hasta Francia, donde ungió de nuevo al Rey y a sus dos hijos, al tiempo que les suplicaba ayuda frente a los lombardos. En dos ocasiones Pipino invadió a Italia en defensa del Papa, y en la segunda le hizo donación, no sólo de Roma y sus alrededores, sino también de Ravena y otras ciudades que los lombardos habían conquistado, y que tradicionalmente habían sido gobernadas desde Constantinopla. Aunque el Emperador protestó, el Papa y el rey de los francos le prestaron oídos sordos. El Imperio Bizantino no era ya una potencia digna de tenerse en cuenta en el Mediterráneo occidental. Y el papa se había vuelto soberano temporal de buena parte de Italia. Esto era posible, en teoría al menos, porque el emperador reinante en Constantinopla se había declarado contrario a las imágenes, y por tanto no era necesario obedecerlo.

A la muerte de Esteban, lo sucedió su hermano Pablo, quien ocupó la sede pontificia por diez años, siempre bajo la protección de Pipino. Pero a su muerte un poderoso duque vecino se apoderó por la fuerza de la ciudad y nombró papa a su hermano Constantino. Este es uno de los primeros ejemplos de una situación que se repetirá a través de toda la Edad Media. Puesto que el papado se había vuelto una posesión territorial, y puesto que gozaba además de gran prestigio y autoridad en otras partes de Europa, eran muchos los que lo codiciaban, no por razones religiosas, sino puramente políticas. A falta de un sistema de elección rigurosamente establecido, no faltaron nobles vecinos, o familias poderosas en la propia Roma, que se adueñaron del papado y lo utilizaron para sus propios fines. En este caso, empero, Constantino no pudo sostenerse en el poder, pues algunos romanos apelaron a los lombardos, quienes intervinieron mediante las armas, depusieron al usurpador, y procedieron a una nueva elección. El papa electo fue Esteban III, quien emprendió una terrible venganza contra los que habían apoyado la usurpación, sacándoles los ojos, mutilándolos y encarcelándolos.

Poco después murió Pipino, el rey de los francos, y lo sucedieron sus dos hijos Carlos (Carlomagno) y Carlomán, quienes se dividieron el reino. A la muerte de Carlomán en el 771, Carlomagno se posesionó de los territorios de su hermano, y desheredó así a sus sobrinos. Esto no era del todo irregular, pues entre los francos la corona no era estrictamente hereditaria, sino electiva. Aunque la costumbre de heredar los territorios se había ido estableciendo a través de las generaciones, lo que debía hacerse a la muerte de Carlomán, en teoría al menos, era permitirles a los nobles de su reino que eligieran a su sucesor o sucesores. Esto fue lo que hizo Carlomagno, a sabiendas de que los nobles del reino de su difunto hermano preferirían tenerlo a él por rey antes que a los débiles e inexpertos hijos de Carlomán. Estos últimos se refugiaron en la corte de Desiderio, rey de los lombardos, quien tomó la defensa de su causa. El resultado de todo esto fue una alianza aún más estrecha entre el papa, a la sazón Adriano, y Carlomagno.

Desiderio decidió aprovechar una oportunidad en la que Carlomagno se encontraba envuelto en otras guerras fronterizas para atacar algunos de los estados pontificios. Pero Carlomagno atravesó inesperadamente los Alpes y les infligió tales derrotas a los lombardos que el poderío de éstos quedó seriamente quebrantado. En un acto solemne, Carlomagno confirmó la donación de territorios que su padre Pipino le había hecho al papa. Esto sucedió en el año 774. A partir de entonces, y por diversas razones, Carlomagno visitó la ciudad papal repetidamente.

Una de esas visitas tuvo lugar cuando el siglo VIII tocaba a su fin. El sucesor de Adriano, León III, había sido atacado físicamente por una de las familias poderosas de Roma, que deseaba el papado para uno de sus miembros. León atravesó los Alpes y pidió socorro a Carlomagno, quien de nuevo se presentó en Roma, escuchó los argumentos de ambas partes, y falló a favor del Papa. Al llegar el día de Navidaddel año 800, León presidió el culto solemne, en el que se encontraban presentes Carlomagno y toda su corte y principales oficiales, así como una enorme muchedumbre del pueblo romano.

Al terminar el culto, el Papa tomó una corona entre sus manos, marchó hasta donde estaba el Rey, lo coronó, y proclamó: “¡Dios le dé vida y victoria al grande y pacífico Emperador!” Al oír estas palabras, todos los presentes irrumpieron en vítores y aclamaciones, mientras el Papa ungía al nuevo emperador.

Era un hecho sin precedente. Hasta unas pocas generaciones antes, la elección de cada nuevo papa no era válida mientras no fuese confirmada por el emperador de Constantinopla. Ahora un papa se atrevía a coronar a un rey con el título de emperador.

Y lo hacía sin consulta previa con el Imperio Oriental. Es imposible saber a ciencia cierta cuáles eran los propósitos específicos de León al otorgarle a Carlomagno la dignidad imperial. Sin embargo, una cosa resultaba clara. Desde tiempos de Rómulo Augústulo no había habido emperador en el Occidente. En teoría, el emperador de Constantinopla lo era de todo el antiguo Imperio Romano. Pero de hecho el gobierno imperial sólo había sido efectivo en el Occidente en algunas regiones de Africa e Italia. Y aun allí su autoridad había sido burlada frecuentemente. En tiempos más recientes, los musulmanes habían conquistado los territorios imperiales en Africa, y por diversas razones la autoridad del emperador en Italia se había visto limitada al extremo sur de la península. Ahora, en virtud de la acción de León, habría un emperador de Occidente, y el papado se colocaba definitivamente fuera de la jurisdicción del Imperio de Oriente. La cristiandad occidental había nacido.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 273–288). Miami, FL: Editorial Unilit.


Deja un comentario