Antes del alba, la noche oscura 34
A furore normannorum, libera nos Domine:
de la furia de los normandos, líbranos Señor.
Letanía latina del siglo X
Por un tiempo, Carlomagno pareció haber arrancado la Europa occidental de las tinieblas y el caos en que había estado sumida desde las invasiones de los germanos en los siglos IV y V. Pero el hecho es que las invasiones germánicas no habían terminado, y que aprovecharían la decadencia del imperio carolingio para reanudarse.
Los normandos o viquingos
Durante varios siglos, los territorios que hoy comprenden los países de Dinamarca, Suecia y Noruega habían estado ocupados por varios pueblos llamados “escandinavos”. Durante el siglo VIII, sin embargo, estos pueblos, hasta entonces relativamente sedentarios, desarrollaron el arte de la navegación hasta tal punto que pronto se hicieron dueños de los mares vecinos. Sus naves, de más de veinte metros de largo, e impulsadas tanto por una vela cuadrada como por más de una docena de remos, podían llevar tripulaciones de ochenta hombres. En ellas, los escandinavos pronto emprendieron incursiones al resto de Europa, donde se les llamó “normandos”, es decir, hombres del norte. Su ferocidad era tanto mayor por cuanto se basaba en su religión, que les aseguraba que los soldados muertos en batalla eran llevados por las hermosas “valquirias” al paraíso o “valjala”. Además, dada la desintegración del poderío carolingio, las ricas costas del norte de Francia quedaron relativamente indefensas, y los normandos descubrieron que podían impunemente desembarcar en una región, saquear sus iglesias, monasterios y palacios, capturar esclavos, y regresar a sus tierras con enorme botín. Puesto que frecuentemente atacaban los monasterios, se les tuvo por gente irreligiosa, y su nombre sembró el pánico en toda Europa.
Al principio los normandos limitaron sus ataques a las regiones más cercanas, en las Islas Británicas y en el norte de Francia. Pero pronto se volvieron más osados, ampliaron su campo de acción y se establecieron como conquistadores en diversos lugares. En Inglaterra, el rey de Wessex, Alfredo el Grande (871–899) fue el único que logró resistir su embate. Pero a principios del siglo XI el rey de Dinamarca, Canuto, era dueño de toda Inglaterra. En Francia, los normandos tomaron y saquearon ciudades tales como Burdeos, Nantes y París, hasta donde llegaron remontando el Sena en el año 845. En España, saquearon lugares cristianos tales como Santiago de Compostela, y musulmanes tales como Sevilla.
Después pasaron por el estrecho de Gibraltar, y empezaron a atacar las costas del Mediterráneo. A la postre se establecieron en el sur de Italia y en Sicilia, de donde expulsaron a los musulmanes y fundaron un reino normando.
Todas estas conquistas no podían sino sembrar el pánico y el caos en Europa occidental. La efímera unidad que se había logrado bajo Carlomagno y Ludovico Pio se había roto, y no quedaba autoridad alguna capaz de oponerse a los desmanes de los escandinavos. Al mismo tiempo, esos desmanes contribuían al caos, y hacían más difícil todavía la restauración de las glorias carolingias.
Por estas razones un famoso historiador se ha referido al siglo X como “un siglo oscuro, de hierro y de plomo”. Desde el punto de vista político, el Imperio logró cierto lustre hacia la segunda mitad del siglo, bajo Otón el Grande y sus sucesores inmediatos. Pero aun ese Imperio restaurado tuvo que ser un imperio de hierro y de plomo. Desde el punto de vista religioso, el papado descendió al nivel más bajo de su historia. En cuanto a los normandos, a la postre todos se hicieron cristianos. Algunos se establecieron en territorios antes cristianos, como la zona del norte de Francia que desde entonces se llamó “Normandía”, y aceptaron la fe de los pueblos conquistados. Otros sencillamente esperaron a que, por diversas razones, sus reyes se hicieran cristianos, y entonces siguieron su ejemplo (o su imperioso mandato, según el caso). En la primera mitad del siglo XI, bajo el rey Canuto, quien llegó a gobernar toda Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Noruega, casi todos los escandinavos eran ya cristianos, al menos de nombre.
Los magiares o húngaros
Al mismo tiempo que los normandos invadían la cristiandad occidental desde el norte, otro pueblo lo hacía desde el este. Se trataba de los magiares, a quienes el mundo latino dio el nombre de “húngaros” porque parecían comportarse como los hunos de antaño. Tras establecerse en lo que hoy es Hungría, los húngaros invadieron a Alemania repetidamente, y en más de una ocasión atravesaron el Rin. La lejana Borgoña tembló bajo los cascos de sus caballos, y hasta el extremo sur de Italia sus huestes marcharon, victoriosas y destructoras. Todo lo arrasaban a su paso, y ciudades enteras fueron incendiadas. Por fin, en el 936, Enrique I el Halconero los derrotó decisivamente, y desde entonces los ataques de los húngaros, aunque repetidos, fueron menos temibles. Poco a poco, los húngaros asimilaron la cultura de sus vecinos alemanes y de los eslavos que les estaban sometidos. A Hungría llegaron misioneros tanto de Alemania como del Imperio Bizantino. A fines del siglo X, el rey Gueisa recibió el bautismo, así como su corte y su heredero, Vayk. En el año 997, Vayk, quien para entonces había tomado el nombre de Esteban, heredó la corona, e inmediatamente les ordenó a sus súbditos que se hicieran cristianos. Por la fuerza, el país se convirtió. Tras la muerte de Esteban en el 1038, el pueblo lo tuvo por santo, y por tanto se le conoce como San Esteban de Hungría.
La decadencia del papado
El ocaso del papado no fue tan rápido como el de los carolingios. Al contrario, al faltar la unidad imperial, y por un breve tiempo, los papas fueron la única fuente de autoridad universal en la Europa occidental. Por esa razón Nicolás I, quien reinó del 858 al 867, fue el papa más notable desde tiempos de Gregorio el Grande. El poder de Nicolás se vio aumentado por una colección de documentos supuestamente antiguos, las Falsas Decretales, que les daban a los papas enormes facultades. Los historiadores modernos han comprobado que las mentidas decretales fueron escritas, no por el papa, sino por ciertos miembros de la baja jerarquía alemana, que querían aumentar el poder del papado como un freno contra sus superiores directos. Pero en todo caso el hecho es que Nicolás creía, junto a toda Europa, que las Decretales eran genuinas, y a base de ellas actuó con una energía sin precedente. Buena parte de su actuación fue en pro de la paz, que a su parecer los poderosos rompían por razones triviales, mientras era el pueblo quien sufría los desmanes de la guerra. Además trató de intervenir en el caso del rey Lotario II, que había abandonado a su esposa para casarse con la que había sido su concubina desde su juventud.
El sucesor de Nicolás, Adriano II, siguió la misma política. Los cronistas cuentan que cuando Lotario III y su corte se presentaron en Montecasino a la comunión en que el Papa oficiaba, éste lo conminó: Si te declaras inocente del crimen de adulterio, por el que te excomulgó el papa Nicolás, y prometes nunca más tener relaciones ilícitas con la ramera Waldrada, acércate aquí con fe, y toma este sacramento para remisión de tus pecados. Pero si estás pensando volver a revolcarte en el pecado del adulterio, no lo recibas, para que no provoques el juicio terrible de Dios.
El Rey y todos los presentes temblaron, sobre todo por cuanto el Papa amonestó a los demás con palabras semejantes. Pero al fin de cuentas todos tomaron la comunión.
Poco después fue toda Europa la que tembló, al saber que una terrible plaga se había desatado en la corte del Rey, y que él y todos los que con él comulgaron aquel día habían muerto.
El próximo papa, Juan VIII, tuvo un reino mucho menos glorioso. Los sarracenos amenazaban a Italia, y el Papa apeló a Carlos el Gordo, a quien hizo rey de Italia. Pero después de recibir los honores debidos el nuevo rey marchó a Francia, donde le preocupaban las invasiones de los normandos, y el Papa tuvo que pedir auxilio a la corte bizantina. Este fue uno de los papas que tuvo que ver con el caso de Focio, que discutimos en el capítulo anterior, y la necesidad en que se encontraba lo obligó a hacer concesiones a los bizantinos que de otro modo no habría hecho. Por fin murió asesinado en su propio palacio, donde el ayudante que lo envenenó, al ver que demoraba en morir, le asestó un golpe de mallete en el cráneo.
A partir de entonces los papas se suceden unos a otros con rapidez vertiginosa. Su historia se vuelve tan complicada y tan llena de intrigas que aquí no podemos sino mencionar algunos acontecimientos que son típicos de aquellos tiempos. El papado se volvió manzana de discordia entre distintos partidos romanos y transalpinos. No faltaron los papas que fueron estrangulados, o que murieron de hambre en los calabozos en que los habían puesto sus sucesores. A veces hubo más de un papa, y hasta tres. Veamos algunos ejemplos.
En el año 897 Esteban VI presidió sobre el llamado “concilio cadavérico”. Su antecesor Formoso, el mismo que antes había sido misionero entre los búlgaros, y que después había sido papa, fue desenterrado. Lo vistieron con la indumentaria papal y lo pasearon por las calles. Después lo juzgaron, lo declararon culpable de varios crímenes, le cortaron los dedos con que había bendecido al pueblo, y echaron el resto de su cuerpo al Tíber.
En el 904 Sergio III hizo encarcelar y degollar a sus dos rivales, León V y Cristóbal I. Este mismo papa llegó al poder mediante el apoyo de una de las familias más poderosas y ambiciosas de Italia. A la cabeza de esta familia se encontraban el patricio Teofilacto y su esposa Teodora. El propio Sergio III era amante de la hija de Teofilacto y Teodora, Marozia.
Poco después de la muerte de Sergio, Marozia y su esposo Guido, marqués de Tuscia, se adueñaron del palacio de Letrán e hicieron prisionero al papa Juan X, a quien después mataron cubriéndole el rostro con una almohada. Tras los breves papados de León VI y Esteban VII, Marozia colocó en la sede pontificia a Juan XI, el hijo que había tenido, años antes, de Sergio III.
Treinta años después de la muerte de Juan XI, un nieto de Marozia ocupaba el papado, bajo el nombre de Juan XII. Juan XIII era hijo de Teodora la joven, hermana de Marozia. Su sucesor, Benedicto VI, fue derrocado y estrangulado por Crescencio, hermano de Juan XIII. Juan XIV murió de hambre o envenenado en el calabozo en que lo puso Bonifacio VII, quien a su vez fue envenenado.
Durante un breve período el emperador Otón III intervino e hizo nombrar a dos papas, primero a su sobrino de veintitrés años, quien tomó el nombre de Gregorio V, y después al célebre erudito Gerberto de Aurillac, quien bajo el nombre de Silvestre II hizo todo cuanto estuvo a su alcance por reformar la iglesia, pero con poco éxito.
Empero a la muerte de Otón la familia de Crescencio se adueñó de nuevo del papado, hasta que los condes de Tusculum impusieron su voluntad e hicieron nombrar, sucesivamente, a Benedicto VIII, Juan XIX y Benedicto IX. Este último tenía quince años al ceñirse la tiara papal. Doce años después abdicó a cambio de que su padrino, quien lo sucedió con el nombre de Gregorio VI, le concediera ciertas rentas eclesiásticas procedentes de Inglaterra.
Gregorio VI trató de reformar la iglesia, pero pronto se encontró en una situación difícil, pues Benedicto IX, después de abdicar, volvió a reclamar el papado. Además, la familia de Crescencio, no contenta con haber perdido su antiguo poder, tenía su propio papa, quien se daba el nombre de Silvestre III.
En medio de aquel caos, Enrique III de Alemania decidió intervenir. Tras entrevistarse con Gregorio VI, reunió un sínodo en Sutri, en el año 1046. Este sínodo, siguiendo las directrices reales, declaró depuestos a los tres papas que se disputaban el título y nombró a Clemente II. Además promulgó una serie de decretos contra la corrupción eclesiástica, particularmente la compra y venta de cargos.
Clemente II murió tras un breve pontificado, y entonces Enrique III, a quien Clemente había coronado como emperador, decidió ofrecerle el trono papal al obispo de Tula, Bruno, conocido por su celo reformador. Empero Bruno se negó a aceptar el pontificado mientras el pueblo de Roma no lo eligiera.
Con ese propósito, Bruno partió hacia Roma. En su pequeña comitiva iban dos monjes, Hildebrando y Humberto. Tras siglos de tinieblas, la cristiandad occidental clamaba por una nueva luz, y aquellos tres hombres se preparaban a ofrecerla.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 339–344). Miami, FL: Editorial Unilit.
