La reforma papal 36
¿Qué habrían hecho los obispos de antaño, de haber tenido que sufrir todo esto? [… ] Cada día un banquete. Cada día una parada. En la mesa, toda clase de manjares, no para los pobres, sino para huéspedes sensuales, mientras a los pobres, a quienes en realidad pertenecen, no se les deja entrar, y desfallecen de hambre.
San Pedro Damiano
Al terminar la sección anterior, un pequeño grupo de peregrinos marchaba hacia Roma. A su cabeza iba el obispo Bruno de Tula, a quien el Emperador había ofrecido el papado. Pero Bruno se había negado a aceptarlo de manos del Emperador, y había insistido en ir a Roma como peregrino. Si en esa ciudad el pueblo y el clero lo elegían obispo, aceptaría de ellos la tiara papal. Esta actitud por parte de Bruno reflejaba una de las preocupaciOnes principales de quienes buscaban la reforma de la iglesia. Para estas personas, uno de los peores males que sufría la iglesia era la simonía, es decir, la compra y venta de cargos eclesiásticos. El ser nombrado por las autoridades civiles, aun cuando no hubiera transacción monetaria alguna, les parecía a Bruno y a sus acompañantes acercarse demasiado a la simonía. Un papado reformador debía surgir puro desde sus propias raíces. Como le había dicho el monje Hildebrando a Bruno, aceptar el papado de manos del Emperador sería ir a Roma “no como apóstol, sino como apóstata”.
Otro miembro de la comitiva de Bruno era el monje Humberto, quien en su monasterio en Lotaringia se había dedicado al estudio, y a escribir en pro de la reforma eclesiástica. Su principal preocupación era la simonía, y su obra Contra los simoníacos fue uno de los más duros ataques contra esa práctica. Humberto era un hombre de espíritu fogoso, quien llegó a afirmar que las ordenaciones hechas por un obispo simoníaco carecían de valor. Esta era una posición extrema, pues quería decir que muchísimos de los fieles, aun sin ellos saberlo, estaban recibiendo sacramentos inválidos. Más tarde, Humberto fue hecho cardenal por León IX, y fue él quien, como vimos en la sección anterior, depositó sobre el altar de Santa Sofía la sentencia de excomunión contra el patriarca Miguel Cerulario, que marca el cisma entre las iglesias de Oriente y Occidente.
Quizá el más notable miembro de aquella comitiva era el joven monje Hildebrando, quien era buen conocedor de la ciudad de Roma, de sus altos ideales y sus bajas intrigas. Nacido alrededor del año 1020 en medio de una humilde familia de carpinteros de Toscana, de niño había entrado al monasterio de Santa María del Aventino, en Roma. Allí se había dedicado al estudio y la devoción, y llegó a la conclusión de que era necesario reformar la vida eclesiástica. Fue allí donde conoció a Juan Gracián, quien llegó a ser papa bajo el nombre de Gregorio VI.
Como dijimos antes, Gregorio VI trató de reformar la iglesia. Con ese propósito en mente, llamó a Hildebrando junto a sí. Pero la reforma de Gregorio VI resultó fallida, pues pronto hubo tres pretendidos papas, y Gregorio abdicó en pro de la paz y la unidad de la iglesia. A su exilio lo acompañó Hildebrando, y se dice que fue él quien le cerró los ojos al morir.
Dos años después Bruno de Tula, camino de Roma, llamó a Hildebrando junto a sí, para que le ayudara a emprender de nuevo la reforma que Gregorio VI había intentado. Aunque algunos historiadores han pretendido ver en Hildebrando el verdadero poder que se movía tras el trono pontificio a través de varios papados, la verdad es que los documentos existentes no dan base a tal interpretación de los hechos. Hildebrando parece haber sido más bien un hombre humilde cuyo sincero deseo era la reforma eclesiástica, y que prestó su apoyo a varios papas reformadores. Ese apoyo le fue haciendo un personaje cada vez más poderoso, hasta que por fin fue electo papa,y tomó el nombre de Gregorio VII.
León IX
Por lo pronto, el próximo papa sería Bruno de Tula, quien se dirigía a Roma, no como el nuevo pontífice nombrado por el Emperador, sino como un peregrino descalzo que visitaba la ciudad papal en un acto de humilde devoción. A su paso por Italia, camino de Roma, las multitudes lo vitoreaban, y después se comenzó a hablar de los milagros que ocurrieron en aquella peregrinación.
Tras entrar en Roma descalzo, y ser aclamado por el pueblo y el clero, Bruno aceptó la tiara papal, y tomó el nombre de León IX.
Tan pronto como se vio en posesión legítima de la cátedra de San Pedro, León comenzó su obra reformadora. Para ello se rodeó de varios hombres que habían dado muestras de su dedicación a esa causa. Además de Humberto e Hildebrando, hizo venir a Pedro Damiano, monje austero que se había ganado el respeto de cuantos en Europa se lamentaban de la situación en que se encontraba la iglesia. A diferencia de Humberto, Pedro Damiano no se dejaba llevar por su celo reformador, sino que buscaba una reforma que diese muestras del espíritu de caridad que reina supremo en los Evangelios. Así, por ejemplo, compuso un tratado en el que, al mismo tiempo que condenaba la simonía, declaraba que los sacramentos que los fieles recibían de los simoníacos sí eran válidos. Más tarde, cuando León IX tomó las armas contra los normandos, Pedro Damiano condenó la actitud guerrera del pontífice.
Con la ayuda de Hildebrando, Humberto, Damiano y otros, León IX emprendió la reforma de la iglesia. Para todos estos hombres, esa reforma debía consistir particularmente en abolir la simonía y generalizar el celibato eclesiástico. Pero esos dos puntos principales acarreaban una serie de consecuencias importantes. En medio de la sociedad feudal, la iglesia era una de las pocas instituciones en las que existía todavía cierta movilidad social. Tanto Hildebrando como Pedro Damiano eran de origen humilde, y a la postre el primero sería papa, y el segundo santo y doctor de la iglesia. Pero esa movilidad social quedaba amenazada por la práctica de la simonía, que ponía los más altos cargos eclesiásticos al alcance, no de los más aptos o los más devotos, sino de los más ricos. Si a esto se unía el matrimonio eclesiástico, se corría el riesgo de que los grandes prelados trataran de proveer una herencia para sus hijos, y que por lo tanto el alto clero se volviese una casta feudal, como las otras que existían en aquella época. Luego, la oposición de los reformadores al matrimonio eclesiástico tenía, además de los móviles explícitos de afirmar los valores de la vida célibe, otros móviles más profundos, quizá no conocidos a cabalidad por sus propios propugnadores. En todo caso, no cabe duda de que las clases populares se sumaron pronto a los reformadores, sobre todo por cuanto la práctica de la simonía colocaba el poder eclesiástico en manos de los ricos.
Después de tomar una serie de medidas reformadoras en Italia, León se dispuso a extender la reforma a lugares más distantes. Con ese propósito viajó a Alemania, donde el emperador Enrique III y algunos de sus antecesores habían dado pasos contra la simonía, pero donde León sentía la necesidad de afirmar la autoridad papal. Allí excomulgó a Godofredo de Lorena, quien se había rebelado contra Enrique, y obligó al insurrecto a someterse. Luego intercedió a su favor ante el Emperador, quien le perdonó la vida. De este modo, León afirmaba una vez más la autoridad papal por encima de los señores feudales. En Francia la práctica de la simonía estaba generalizada, y por tanto el Papa decidió visitar ese país. El rey de Francia y muchos de los grandes prelados le indicaron de diversos modos que no deseaban una visita papal. Pero a pesar de ello León, casi haciéndose el sordo, fue a Francia, donde convocó un concilio que se reunió en Reims. Allí varios prelados culpables de simonía fueron depuestos, y se dio orden de que los sacerdotes y obispos casados dejasen a sus mujeres. Aunque esta última orden no fue obedecida por muchos, el prestigio del Papa aumentó considerablemente, y la práctica de la simonía disminuyó.
Empero aquel papa reformador no dejó de cometer sus errores. De éstos probablemente el más grave fue tomar personalmente las armas contra los normandos. Estos se habían establecido en el sur de Italia y en Sicilia, y desde allí amenazaban las posesiones papales. De Alemania, León no pudo obtener más ayuda que quinientos caballeros, al frente de los cuales marchó contra los normandos, al tiempo que aumentaba sus ejércitos con tropas de mercenarios. Pedro Damiano le increpó, mostrándole el contraste entre lo que León se proponía y las enseñanzas evangélicas. Pero a pesar de ello León marchó contra los normandos, a quienes presentó batalla en Cività-al-mare. Allí las tropas papales fueron derrotadas, y el propio Papa fue hecho prisionero por los normandos, quienes lo retuvieron hasta pocos meses antes de su muerte.
El otro error de León consistió en enviar a Constantinopla una embajada compuesta por clérigos inflexibles del talante de Humberto, cuya actitud ante Miguel Cerulario y ante las costumbres de la iglesia oriental fue una de las principales causas del cisma.
Los sucesores de León
A la muerte de León, se corría el riesgo de que el papado se volviera de nuevo motivo de contienda entre las diversas familias y partidos italianos. El único poder capaz de evitar esto era el emperador Enrique III. Pero pedirle a Enrique que nombrase al nuevo papa seria colocar de nuevo al papado bajo la sombra de los intereses políticos. De ese modo, todo lo que León había logrado se perdería.
En tales circunstancias, Hildebrando comenzó una serie de gestiones cuyo resultado fue que el Emperador accedió a la elección del nuevo papa por los romanos, siempre que ese papa fuese alemán. Así se garantizaba que el papado no caería en manos de alguna de las familias italianas que se lo disputaban. Pero existía todavía el peligro de que, por ser alemán, el sucesor de León resultara ser un juguete del Emperador. Por esa razón, el partido reformador, que a la sazón tenía el poder en Roma, hizo recaer la elección sobre Gebhard de Eichstadt.
Gebhard era uno de los más hábiles consejeros de Enrique. Pero era también un hombre de convicciones religiosas, que no se doblegaría ante la autoridad imperial. En señal de ello, antes de aceptar la tiara le dijo al Emperador que sólo aceptaría si Enrique le prometía “devolverle a San Pedro lo que le pertenecía”. El sentido de esta frase no está del todo claro. Pero sin lugar a dudas se refiere en parte a las tierras que los normandos habían tomado, y en parte a la autoridad papal, que los emperadores y otros gobernantes siempre estaban tentados de arrebatar.
Con el nombre de Víctor II, Gebhard ascendió a la cátedra de San Pedro en el 1055, tras una larga serie de negociaciones que tomaron todo un año. Su política religiosa fue continuación de la de León IX, pues iba dirigida mayormente contra la simonía y el matrimonio de los clérigos. En Alemania, Godofredo de Lorena se alzó de nuevo contra el Emperador, quien solicitó la presencia de su antiguo consejero Gebhard. Poco después que el Papa se reunió con su antiguo soberano, éste murió, y dejó a su pequeño hijo Enrique IV al cuidado de Víctor. En consecuencia, éste último tuvo por algún tiempo en sus manos las riendas de la iglesia y del Imperio. Con tales poderes, su política reformadora avanzó rápidamente. Hildebrando fue enviado a Francia, donde impulsó la reforma de la iglesia, depuso a varios prelados culpables de simonía, y limitó el poder de los señores feudales sobre los obispos. En Italia, Víctor siguió una política parecida. Pero cuando sus excesivos poderes lo llevaron a cometer injusticias contra algunos de sus antiguos rivales, Pedro Damiano volvió a alzar su voz de protesta. El Papa no parece haberle prestado atención, y se preparaba a dirigirse a Alemania para hacer valer allí su autoridad cuando murió repentinamente.
Una de las últimas acciones de Víctor había sido hacer nombrar a Federico de Lorena abad de Montecasino. Este Federico era hermano de Godofredo de Lorena, el mismo que se había rebelado dos veces contra Enrique III, y a quienes los papas habían condenado. Por tanto, su nombramiento señalaba un cambio de política. En todo caso, a la muerte de Víctor fue Federico de Lorena quien lo sucedió, con el nombre de Esteban IX. Su papado fue breve. Pero en él el movimiento reformador cobró tal auge que se produjo la insurrección de los “patares”, gente del pueblo que asaltaba las casas de los clérigos y maltrataba a sus esposas y concubinas. Esteban intervino para evitar los excesos. Pero ese episodio nos muestra que eran las clases populares las que más insistían en el celibato eclesiástico y en condenar la simonía.
A los pocos meses de ser hecho papa, Esteban murió, y las viejas familias nobles se posesionaron una vez más del papado haciendo elegir a Benedicto X. Mas el partido reformador no estaba dispuesto a dejarse arrebatar el papado tan fácilmente. Los cardenales y otros prelados romanos que habían sido nombrados por los papas reformadores estaban descontentos. Hildebrando, que por otras causas se encontraba a la sazón en la corte de la emperatriz regente Inés, la convenció de la necesidad de deponer a Benedicto. Con su apoyo, y con el de otras casas poderosas, Hildebrando y Pedro Damiano reunieron a los cardenales en Roma, y todos juntos declararon depuesto a Benedicto, y eligieron a Gerhard de Borgoña, quien tomó el nombre de Nicolás II.
En vista de lo sucedido, era necesario establecer un método para la elección del papa que no quedase sujeto a las vicisitudes del momento. Con ese propósito, Nicolás II reunió el Segundo Concilio Laterano, en el año 1059. Fue allí donde por primera vez se decretó que los futuros papas debían ser elegidos por los cardenales.
El cardenalato es una institución de orígenes oscuros. Al principio, se les daba el título de “obispos cardenales” de Roma a los obispos de siete iglesias vecinas, que junto al papa presidían el culto en la basílica lateranense. En el siglo VIII aparecen por primera vez los títulos de “presbitero cardenal” y “diácono cardenal”. En todo caso, en época de Nicolás II el cardenalato era ya una vieja institución, y quienes lo ejercían eran en su mayoría personas dedicadas a la reforma. Por esa razón, el Concilio decidió que en lo sucesivo la elección de cada nuevo papa quedase en manos de los obispos cardenales, quienes debían buscar la aprobación de los demás cardenales y, después, del pueblo romano. En cuanto a los antiguos derechos que los emperadores habían ejercido, de ser consultados antes de la consagración del nuevo papa, el Concilio se expresó ambiguamente, dando a entender que ni aun el emperador tenía derecho a vetar la elección hecha por los cardenales y el pueblo. Además, se ordenó que los futuros papas fuesen elegidos de entre el clero romano y que sólo cuando no se encontrase en ese clero una persona capacitada se acudiría a otras personas. Aunque en teoría el Concilio contaba todavía con el pueblo para la elección pontificia, en realidad limitó mucho su poder, pues determinó que en caso de tumultos o motines públicos los cardenales podían trasladarse a otra ciudad, y elegir allí al papa. El decreto del Segundo Concilio Laterano estableció el método de elección que, con algunos cambios, se sigue hasta nuestros días.
Al mismo tiempo que daba pasos para regular su sucesión, Nicolás II estableció una nueva política de alianza con los normandos del sur de Italia. Hasta entonces, estos invasores habían sido enemigos del papado, que más de una vez había tenido que acudir a las fuerzas imperiales para solicitar su apoyo. A partir de Nicolás, el papado pudo seguir una política mucho más independiente del Imperio, pues contaba con el apoyo de los normandos, cuyos jefes recibieron el titulo de duques, y más tarde de reyes.
A la muerte de Nicolás las antiguas familias romanas trataron de adueñarse una vez más del papado. Con el apoyo de la emperatriz regente Inés, eligieron su propio papa, a quien dieron el nombre de Honorio II. Pero los cardenales, inspirados y dirigidos por Hildebrando, declararon que esa elección, por ser contraria a lo dispuesto por el Concilio Laterano, era nula, y eligieron a Alejandro II. Este último pudo sostenerse frente a la oposición del Imperio gracias al apoyo de los normandos, hasta que cayó la emperatriz Inés y el próximo regente le retiró su apoyo a Honorio, quien tres años después de ser electo regresó a su antiguo obispado de Parma.
El pontificado de Alejandro II fue relativamente largo (1061–1073), y colocó la reforma papal sobre bases firmes. En diversas partes de Europa se tomaron medidas contra la simonía. Muchos prelados que habían comprado sus cargos fueron depuestos. Muchos otros se vieron obligados a jurar que no eran simoníacos. El celibato eclesiástico se volvió una causa cada vez más popular. Para aquellos reformadores, y para el pueblo que los seguía, no había diferencia alguna entre el matrimonio de los clérigos y el concubinato. Las esposas de los sacerdotes eran llamadas “rameras”, y tratadas como tales. El movimiento de los “patares” cobró nuevas fuerzas.
Un ejemplo del modo en que el fervor popular abrazó la causa de la reforma lo tenemos en el caso de Pedro, el obispo de Florencia. En esa ciudad, la costumbre de tener sacerdotes casados era todavía bastante general, y el pueblo y los monjes se hicieron el propósito de abolirla. Pero el obispo Pedro, que era un hombre moderado, trató de calmar los ánimos, y en respuesta los monjes lo acusaron de simoníaco. El jefe de los monjes era Juan Gualberto de Valumbrosa, cuya austeridad era famosa en toda la comarca, y a quien muchos tenían por santo. Juan Gualberto marchó por las calles de Florencia, acusando a Pedro de simoníaco. Desde Roma, Pedro Damiano, preocupado por el excesivo celo de estos reformadores, declaró que Pedro era inocente. Pero Hildebrando tomó el partido de Juan Gualberto. En Florencia, el pueblo se negaba a aceptar los sacramentos de Pedro y de los sacerdotes casados. Pedro insistía en su inocencia.
Por fin, a alguien se le ocurrió acudir a la prueba del fuego. En las afueras de la ciudad, cerca de un monasterio adicto a Juan Gualberto, se preparó el escenario para la gran prueba. Más de cinco mil personas se reunieron. Antes de las ordalías, el monje que iba a pasar por ellas celebró la comunión, y el pueblo, conmovido, lloró. Después, en medio de dramáticas ceremonias, el monje marchó a través de las llamas. Al verlo salir al otro lado, el pueblo rompió a gritar, y declaró que se trataba de un milagro, y que por tanto quedaba probado que Pedro era simoníaco. El malhadado obispo se vio obligado a abandonar la ciudad, mientras continuaban los desmanes contra los clérigos casados y sus esposas.
Gregorio VII
A la muerte de Alejandro, se planteaba de nuevo el asunto de la sucesión. El decreto del Concilio Laterano establecía un procedimiento para la elección del nuevo papa. Pero las viejas familias romanas habían dado pruebas de que ese decreto no les infundía gran respeto. También era posible que el Imperio tratase de imponer un prelado alemán, con la esperanza de que el papado volviera a ser instrumento de los intereses imperiales. Por otra parte, el pueblo romano, imbuido de las ideas de reforma que se habían predicado en toda la ciudad desde tiempos de León IX, no estaba dispuesto a permitir que el papado se tornara otra vez juguete de los intereses políticos de uno u otro bando. Por esa razón, en medio de los funerales de Alejandro, el pueblo rompió a gritar: “¡Hildebrando obispo! ¡Hildebrando obispo!”. Acto seguido, los cardenales se reunieron y eligieron papa a quien por tantos años había dado muestras de celo reformador y de habilidad política y administrativa.
Hildebrando era un hombre de altos ideales, forjados en medio de las tinieblas de la primera mitad del siglo. Su sueño era una iglesia universal, unida bajo la autoridad suprema del papa. Para que ese sueño llegase a ser realidad, era necesario tanto reformar la iglesia en los lugares donde el papa tenía autoridad, al menos nominal, como extender esa autoridad a la iglesia oriental, y a las regiones que estaban bajo el dominio de los musulmanes. Su ideal era la realización de la ciudad de Dios en la tierra, de tal modo que toda la sociedad humana quedase unida como un solo rebaño bajo un solo pastor. En pos de ese ideal, Hildebrando había laborado largos años, siempre entre bastidores, para dejar que otros ocuparan el centro del escenario. Pero ahora el pueblo reclamaba su elección. No había otro candidato capaz de salvar el papado de quienes querían hacer presa de él. El pueblo lo aclamó, los cardenales lo eligieron, e Hildebrando lloró. Ya no le seria posible continuar trabajando en la penumbra, y apoyar la labor reformadora de otros papas. Ahora era él quien debía tomar el estandarte y dirigir la reforma por la que tanto había añorado.
Al ascender al papado, Hildebrando tomó el nombre de Gregorio VII, e inmediatamente dio los primeros pasos hacia la realización de sus altos ideales. De Constantinopla le llegaban peticiones rogándole acudiera al auxilio de la iglesia de Oriente, asediada por los turcos seleúcidas. Gregorio vio en ello una oportunidad de estrechar los vínculos con los cristianos orientales, y quizá extender la autoridad romana al Oriente. En su correspondencia de la época puede verse que soñaba con una gran empresa militar, al estilo de las cruzadas que tendrían lugar poco después, con el propósito de derrotar a los turcos y ganarse la gratitud de Constantinopla. Pero nadie en Europa occidental respondió a su llamado, aun cuando el Papa, como un recurso extremo, se ofreció a encabezar las tropas personalmente. Por lo pronto, Gregorio tuvo que abandonar el proyecto.
En España se daban condiciones parecidas. Como veremos más adelante, era la época de la reconquista de las tierras que por casi cuatro siglos habían estado en poder de los moros. En Francia, había nobles que dirigían una mirada codiciosa hacia las tierras ibéricas, y que querían participar de la reconquista a fin de hacerse dueños de ellas. Con el propósito de darle fuerza legal a su empresa, algunos de esos nobles argüían que España le pertenecía a San Pedro, y que era por tanto en nombre del papado, y como vasallos suyos, que emprendían la reconquista. Gregorio alentó tales pretensiones. Pero su resultado fue nulo, pues por diversas razones la empresa francesa en España no se llevó a cabo.
Frustrado en sus proyectos tanto en el Oriente como en España, Hildebrando dedicó todos sus esfuerzos a la reforma de la iglesia. Para él, como para los papas que lo habían precedido, esa reforma debía comenzar por el clero, y sus dos objetivos iniciales eran abolir la simonía e instaurar el celibato eclesiástico. En la cuaresma de 1074, un concilio reunido en Roma volvió a condenar la compra y venta de cargos eclesiásticos y el matrimonio de los clérigos. Esto no era nuevo, pues desde tiempos de León IX los decretos en contra de la simonía y del matrimonio se habían sucedido casi ininterrumpidamente. Pero Gregorio tomó dos medidas que sí eran novedosas, con las que esperaba lograr que sus decretos fueran obedecidos. La primera fue prohibirle al pueblo asistir a los sacramentos administrados por simoníacos. La segunda consistió en nombrar legados papales que fueran por los diversos territorios de Europa, convocando sínodos y procurando por diversos medios que los decretos papales se cumplieran a cabalidad.
Al prohibirle al pueblo que recibiera los sacramentos administrados por simoníacos, Gregorio esperaba hacer del pueblo su aliado en la causa de reforma, de modo que los altos prelados y los sacerdotes que no se humillaban ante las órdenes papales fueran humillados al menos por la ausencia del pueblo. Empero este decreto era difícil de cumplir, pues en las regiones donde se practicaba más abiertamente la simonía no era fácil encontrar sacerdotes que no estuvieran mancillados por ella de uno u otro modo. Luego, el pueblo se veía en la difícil alternativa entre no recibir los sacramentos en obediencia al Papa, o recibirlos y así apoyar a los simoníacos. Además, pronto hubo quien comenzó a acusar a Gregorio de herejía, y a decir que el Papa había declarado que los sacramentos administrados por personas indignas no eran válidos, y que tal opinión, sostenida siglos antes por los donatistas, había sido condenada por la iglesia. De hecho, lo que Gregorio había dicho no era que los sacramentos administrados por sacerdotes indignos no fuesen válidos, sino sólo que, a fin de promover la reforma eclesiástica, los fieles debían abstenerse de ellos. Pero en todo caso la acusación de herejía contribuyó a limitar el impacto de los decretos reformadores.
El éxito de los legados papales no fue mucho mayor. En Francia, el rey Felipe I tenía varias razones de enemistad con el Papa, y por tanto los legados no fueron recibidos cordialmente. Con el apoyo del Rey, el clero se negó a aceptar los decretos romanos. Mientras el alto clero se oponía sobre todo a los edictos referentes a la simonía, muchos en el bajo clero se resistían a las nuevas leyes con respecto al matrimonio. En efecto, había buen número de clérigos casados, personas relativamente dignas de los cargos que ocupaban, que no estaban dispuestos a abandonar a sus esposas y familias sencillamente porque el ideal monástico se había adueñado del papado. Por tanto, estos clérigos se vieron forzados a unirse a los simoníacos en su oposición a la reforma que los papas prepugnaban. Gregorio y sus compañeros, surgidos todos de la vida y los ideales monásticos, estaban convencidos de que el monaquismo era el patrón que todos los clérigos debían imitar, y en ese convencimiento, al mismo tiempo que dañaron su propia causa creándoles aliados a los simoníacos, produjeron sufrimientos indecibles entre el clero casado y sus familias.
En Alemania, Enrique IV se mostró algo más cordial para con los legados papales. Pero esto no lo hizo porque estuviera de acuerdo con su misión, sino sencillamente porque esperaba que el Papa lo coronase emperador, y no quería granjearse su enemistad. Con el beneplácito real, los legados trataron de imponer los decretos romanos. En cuanto a la simonía, tuvieron cierto éxito. Pero la oposición a los edictos referentes al matrimonio eclesiástico fue grande, y tales edictos sólo se cumplieron en parte.
En Inglaterra y Normandía, Gregorio gozaba de cierta autoridad, pues años antes, cuando todavía era consejero de Alejandro II, había prestado su apoyo a Guillermo de Normandía, “el Conquistador”, quien tras la batalla de Hastings se había hecho dueño de Inglaterra. Ahora los legados papales aprovecharon esa deuda de gratitud para hacer valer los mandatos reformadores. Puesto que tanto Guillermo como su esposa Matilde apoyaban la reforma, los legados fueron bien recibidos, y se condenó la simonía. Pero Guillermo insistió en su derecho de nombrar los obispos en sus territorios. Y entre el bajo clero la oposición al celibato eclesiástico fue grande.
Todos estos acontecimientos convencieron a Gregorio de que era necesario continuar el proceso de centralización eclesiástica que sus predecesores habían comenzado. Hasta entonces, los obispos metropolitanos habían tenido gran independencia, y la autoridad papal había sido más nominal que real. En vista de la oposición general a los decretos de reforma, Hildebrando llegó a la conclusión de que era necesario promover la autoridad papal, a fin de que sus mandatos tuvieran que ser obedecidos. En consecuencia, bajo su pontificado las pretensiones de la sede romana llegaron a un nivel sin precedente. Aunque Gregorio nunca llegó a promulgar todas sus opiniones con respecto al papado, éstas se encuentran en un documento del año 1075. En él, Gregorio afirma no sólo que la iglesia romana ha sido fundada por el Señor, y que su obispo es el único que ha de recibir el título de “universal”, sino también que el papa tiene autoridad para juzgar y deponer a obispos; que el Imperio le pertenece, de tal modo que es él quien tiene derecho a otorgar las insignias imperiales, así como a deponer al emperador; que la iglesia de Roma nunca ha errado ni puede errar; que el papa puede declarar nulos los juramentos de fidelidad hechos por vasallos a sus señores; y que todo papa legítimo, por el sólo hecho de ocupar la cátedra de San Pedro, y en virtud de los méritos de ese apóstol, es santo. Sin embargo, todo esto no pasaba de ser teoría mientras los reyes, emperadores y demás señores laicos tuviesen autoridad para nombrar a los obispos y abades. Si los dirigentes eclesiásticos recibían sus cargos de los laicos, sería a ellos que les deberían fidelidad y obediencia, y no al papa.
Esto parecía haber quedado comprobado por el modo en que fueron recibidos los legados papales en su misión de reformar la iglesia de los diversos reinos. Por esa razón, en el año 1075, y después en el 1078 y el 1080, Gregorio prohibió a todos los clérigos y monjes recibir obispados, iglesias o abadías de manos laicas, so pena de excomunión. En el 1080, se añadía que también serían excomulgados los señores laicos que invistieran a alguien en tales cargos.
Con estos decretos quedaba montada la escena para los grandes conflictos entre el Pontificado y el Imperio.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 357–366). Miami, FL: Editorial Unilit.
