El papado bajo la sombra de Francia 45

El papado bajo la sombra de Francia 45

Es de absoluta necesidad para la salvación que todas las criaturas humanas estén bajo el pontífice romano.

Bonifacio VIII

a1Durante la “era de los altos ideales”, según hemos visto, hubo constantes conflictos entre papas y emperadores. Ambos reclamaban para sí una autoridad universal y, aunque en teoría se distinguía entre el poder temporal y el espiritual, el choque era inevitable.

En el período que ahora narramos, siguió habiendo conflictos semejantes. La diferencia principal fue que ahora esas luchas involucraron no tanto a los emperadores, como a algunos de los monarcas cuyo poder creciente eclipsaba al del Imperio. Particularmente, las relaciones entre el papado y la monarquía francesa fueron uno de los principales factores en la historia de la iglesia en los siglos XIV y XV.

Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso

Al terminar la sección anterior, señalamos que el papa Celestino V, hombre de profunda convicción franciscana, renunció a su posición, y que en su lugar fue electo Bonifacio VIII. Benedetto Gaetani —que así se llamaba originalmente el nuevo papa— era un hombre de carácter opuesto al de Celestino. Mientras éste había resultado ser un fracaso debido a su sencillez extrema, que no le permitía tomar en cuenta los torcidos motivos que mueven el corazón humano, Gaetani tenía larga experiencia diplomática como legado pontificio, y había tenido tratos con reyes y magnates en diversos países de Europa. En esas misiones había desarrollado un conocimiento profundo de las intrigas que se urdían en las cortes europeas. Y, mientras su extrema humildad llevó a Celestino a renunciar a la tiara, el origen aristocrático de Bonifacio, y su alta opinión de las prerrogativas papales, hicieron de él uno de los papas más altivos que haya conocido la historia.

Su propia elección es ejemplo de su modo de proceder. El cónclave cardenalicio estaba reunido en Nápoles, a la sombra del rey Carlos, y le era imposible ponerse de acuerdo en cuanto a quin sería el nuevo papa. Las dos poderosas familias de los Colonna y los Orsini se disputaban el papado; y ninguna estaba dispuesta a elegir un miembro del bando contrario. Durante los diez días que duró el cónclave, Bonifacio se las fue arreglando para ser electo, y se cuenta que lo hizo persuadiendo a ambos bandos que le permitieran sugerir un candidato imparcial. Tras lograr de ambos la promesa de aceptar a su candidato, Bonifacio se nombró a sí mismo. Quedaba todavía la cuestión de si Carlos lo aceptaría como papa, pues ese rey había dado muestras de querer tener un instrumento dócil en la Santa Sede, y era de todos sabido que Benedetto Gaetani tenía un carácter altanero e independiente. Pero, como hábil diplomático, Bonifacio convenció a Carlos de que le convenía tener en Roma, no un títere, sino un papa poderoso que fuera su aliado. Además, parece que Bonifacio le ofreció a Carlos apoyar su lucha por apoderarse de Sicilia, que estaba en manos de la casa de Aragón.

La elección de Bonifacio no fue del agrado de todos. El ideal franciscano, con sus profundos elementos bíblicos, ejercía gran atracción sobre los corazones de la época. Entre las clases pobres, la elección de Celestino V había parecido ser la promesa de que por fin la iglesia dejaría de servir los intereses de los ricos y poderosos. Entre los monjes más entusiastas se llegó hasta a pensar que con aquella elección se había inaugurado la “era del Espíritu” profetizada por Joaquín de Fiore. Aunque todo parece indicar que la renuncia de Celestino fue totalmente voluntaria, surgida de su profunda humildad y sencillez franciscanas, pronto corrieron rumores de que Bonifacio lo había obligado a renunciar, para apoderarse así de la silla papal. Además, aunque su renuncia hubiese sido voluntaria, algunos de sus partidarios arguían que entre las prerrogativas papales no se contaba la de abdicar, hecho sin precedente en toda la historia de la iglesia, y que por tanto la renuncia de Celestino no era válida, y el monje franciscano, aun en contra de su voluntad, seguía siendo el papa legítimo. Este movimiento “celestinista” se mezcló pronto con el de los franciscanos extremos o “fraticelli”, y entrambos convencieron a muchos de que Bonifacio era un usurpador, y un hombre indigno de ocupar el trono de San Pedro. Cuando, poco tiempo después, Celestino murió, la oposición perdió el argumento de que había otro papa legítimo, pero no dejó de hacer circular noticias, probablemente falsas o al menos exageradas, en el sentido de que la muerte de Celestino se había debido al maltrato que había recibido por orden de Bonifacio.

A pesar de tales corrientes de oposición, los primeros años del pontificado de Bonifacio contribuyeron a afianzar su concepto de la autoridad del papa. El nuevo pontífice creía firmemente que el papa era superior a todos los soberanos de la tierra, y entre sus tareas estaba la de establecer la paz entre esos soberanos. Según él mismo le señaló más tarde al rey de Francia, si el emperador Teodosio se humilló ante Ambrosio, el arzobispo de Milán, cuánto más no ha de humillarse un rey cualquiera, que es menos que un emperador, ante un papa, que es mucho más que un arzobispo.

Por esas razones, Bonifacio se sentía llamado a pacificar a Italia, constantemente sacudida por guerras internas. Su política italiana fracasó sólo en su intento de cumplir la promesa de colocar al rey de Nápoles sobre el trono de Sicilia. Por lo demás, los principales enemigos del nuevo papa en Italia fueron aplastados. Los Colonna, enemigos acrrimos de Bonifacio a partir de su elección, perdieron casi todas sus posesiones, y se vieron obligados a partir al exilio. Esto lo logró Bonifacio convocando a una cruzada que, con los recursos de los Orsini, tomó todos los castillos y plazas fuertes de los Colonna. A pesar del resentimiento que esto causó entre muchos, casi toda Italia parecía acatar las instrucciones del Papa.

También en el Imperio hizo valer Bonifacio su autoridad cuando el inepto emperador Adolfo de Nassau fue depuesto por un grupo de nobles, quienes eligieron en su lugar a Alberto de Austria. Poco después, cerca de Worms, los dos rivales se enfrentaron en el campo de batalla, y Adolfo de Nassau fue muerto. Bonifacio consideró todo esto un doble crimen de rebelión y regicidio, y se negó a ratificar la elección de Alberto, o a coronarlo emperador. Durante los primeros años del pontificado de Bonifacio, Alberto pudo hacer poco contra él, y se vio obligado a tratar de reconciliarse con un enemigo al parecer poderosísimo. Pero Bonifacio se mostraba inflexible en lo que decía ser la causa de la justicia.

Empero la principal preocupación política del nuevo papa fue la reconciliación entre Francia e Inglaterra. Sus esfuerzos en ese sentido se vieron al principio coronados con su más alto triunfo; mas a la postre fueron la causa de su caída.

Cuando Bonifacio fue electo en 1294 (mucho antes de la guerra de los Cien Años que hemos narrado en el capítulo anterior), Francia e Inglaterra estaban a punto de declararse la guerra. Mediante un subterfugio, el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, se había apoderado de la Guyena, propiedad hereditaria de Eduardo I de Inglaterra. En respuesta, este último, que en sus posesiones francesas era vasallo de Felipe, se declaró en rebeldía, y apoyó económicamente a Adolfo de Nassau y al conde de Flandes, enemigos de Felipe. Por su parte, el rey de Francia le prestó ayuda a la resistencia que los escoceses le oponían a Eduardo.

En tales circunstancias, Bonifacio envió sus legados a la corte de Inglaterra, con el fin de obligar a Eduardo a establecer negociaciones con Felipe. Cuando Eduardo puso reparos, el Papa sencillamente les ordenó a ambos soberanos que observaran un armisticio, primero de un año, y luego de tres. A Adolfo de Nassau, que todavía reinaba y era aliado de Eduardo, Bonifacio le envió órdenes semejantes. Pero tanto Eduardo como Felipe continuaron sus preparativos bélicos, sin prestarle gran atención al mandato papal. En vista del poco caso que los monarcas le hacían, Bonifacio decidió obstaculizar sus empresas. Tanto Eduardo como Felipe tenían necesidad de amplios fondos para cubrir los gastos de sus campañas militares, y para comprar el apoyo de sus aliados. En ambos reinos existía la ficción de que las propiedades eclesisticas estaban exentas de impuestos. Pero tanto en Inglaterra como en Francia la corona había descubierto modos de burlar esa norma, por lo general exigiendo contribuciones “voluntarias” del clero. Tales contribuciones se hacían mucho más necesarias ante la amenaza de guerra. Pero al mismo tiempo le resultaban odiosas al clero, que se veía despojado de uno de sus más preciados privilegios. Luego, en un intento de proteger las propiedades de la iglesia, ganarse la simpatía del clero, y obstaculizar la política bélica de Eduardo y Felipe, Bonifacio promulgó en 1296 la bula Clericis laicos, que citamos a continuación:

Los tiempos antiguos muestran que los laicos siempre han sido enemigos del clero; y la experiencia de los tiempos presentes lo confirma, pues los laicos, insatisfechos con sus limitaciones, pretenden alcanzar lo que les está prohibido y se dedican abiertamente a buscar ganancias que les son ilícitas.

No admiten prudentemente que les es negado todo dominio sobre el clero, así como sobre toda persona eclesiástica y sus propiedades, sino que les imponen cargas onerosas a los prelados, a las iglesias, y a las personas eclesiásticas . . .

Y, nos duele decirlo, ciertos prelados y personas eclesiásticas, […] temiendo más a la soberanía temporal que a la eclesiástica, […] admiten tales abusos. […] Por lo tanto, para detener esas prácticas inicuas […] declaramos que cualesquiera prelados o personas eclesiásticas […] paguen o prometan pagar […] y cualesquiera emperadores, reyes, príncipes […] o persona alguna, no importa su rango […] impongan, requieran o reciban tales pagos […] se encuentran automáticamente, por su propia acción, bajo sentencia de excomunión.

La respuesta de los reyes no se hizo esperar. Eduardo declaró que, puesto que el clero estaba exento de toda contribución al estado, quedaba fuera de toda protección de la ley, y los tribunales de justicia les estaban vedados. Acto seguido ordenó que a los clérigos les fueran arrebatados sus mejores caballos, y que no se admitieran sus protestas ante los tribunales. Naturalmente, esto no era más que una primera indicación de la difícil situación en que el clero se encontraba, y resultaba claro que, de no obtener los fondos necesarios, Eduardo tomaría medidas más extremas. Pronto casi todo el clero, con la notable excepción del Arzobispo de Canterbury, decidió otorgarle al Rey la cantidad requerida, acudiendo al subterfugio de no dársela directamente, sino colocarla en un fondo que quedaba a disposición de la corona “en caso de emergencia”, y estipulando que era el Rey quien tenía autoridad para determinar cuándo una situación cualquiera presentaba tal emergencia.

La respuesta de Felipe fue más directa y extrema. Un edicto real prohibió toda exportación de moneda, metales preciosos, caballos, armas o cualquier otro objeto de valor, sin la autorización expresa del Rey. Otro prohibió que se utilizaran los bancos e instrumentos de crédito para exportar riqueza alguna. La intención clara de estos dos edictos era privar al Papa de todo ingreso procedente de Francia. Pero el Rey se aseguró de dictar medidas al parecer generales, que colocaban en sus propias manos la decisión con respecto a toda exportación, y que por tanto podían ser aplicadas o no, según la conveniencia del momento. En esto se dejaba llevar por dos de sus principales consejeros, que se contaban entre los más distinguidos juristas de la época, Pedro Flotte y Guillermo de Nogaret. El resultado fue una larga y complicada correspondencia entre ambas partes, en la que tanto el Rey como el Papa, al tiempo que se amenazaban mutuamente en términos generales, se expresaban ambiguamente en lo concreto. Ambos sabían que tenían enemigos poderosos, y no querían llegar a una ruptura abierta y definitiva. Entretanto, la guerra proseguía, ninguno de los dos bandos lograba ventajas decisivas, y tanto Eduardo como Felipe se encontraban carentes de recursos para continuar la acción. Fue esto lo que a la postre les llevó a aceptar la mediación de Bonifacio, cuyo armisticio ambos habían violado. Aun entonces, Felipe insistió en que aceptaba la mediación de la persona privada Benedetto Gaetani, y no del Papa. Pero a pesar de ello Bonifacio logró un gran triunfo cuando ambos reyes, obligados por las circunstancias, accedieron a las condiciones de paz dictadas por él, y los oficiales del Papa quedaron en posesión provisional de los territorios que todavía estaban en disputa.

Mientras todo esto sucedía, Bonifacio tenía también la satisfacción de ver a Escocia declararse feudo suyo. Ante la invasión de los ingleses, los escoceses no tuvieron otro recurso que apelar a sus propias armas y a la protección del papado. Como base para solicitar esa protección, declararon que desde tiempos antiquísimos Escocia había sido feudataria de la Santa Sede. Bonifacio respondió ordenándole a Eduardo que desistiera en su empeño de apoderarse de Escocia, pues ese país le pertenecía al papado. Aunque Eduardo no le prestó gran atención al mandato pontificio, Bonifacio vio en la actitud de los escoceses una prueba más de la alta dignidad del papado.

Se acercaba entonces el año 1300, y Bonifacio proclamó un gran jubileo eclesiástico, prometiéndoles indulgencia plenaria a quienes visitaran el sepulcro de San Pedro. Roma se vio inundada de peregrinos que acudían a rendirle homenaje, no sólo a San Pedro, sino también a su sucesor, que parecía ser la figura cimera de Europa.

Pero el entusiasmo del jubileo no duró largo tiempo, y pronto comenzó el ocaso del gran papa. Sus relaciones con Felipe el Hermoso se volvieron cada vez más tirantes. El rey de Francia tomó posesión de varias tierras eclesiásticas, le prestó refugio en su corte a Sciarra Colonna, el más temible miembro de esa familia enemiga del Papa, y le ofreció la mano de su propia hermana al emperador Alberto de Austria, a quien Bonifacio había declarado usurpador y regicida. Pedro Flotte, enviado como embajador francés a Roma, le pareció ofensivo al Papa. Y la misma opinión tuvo Felipe del legado papal, a quien después hizo arrestar mediante una maniobra legal. Las cartas y bulas de ambos potentados se volvieron cada vez más agrias, hasta que, a principios de 1302, una bula papal fue quemada en presencia del Rey. Ese mismo año, Felipe convocó a los Estados Generales —el parlamento francés— en los que por primera vez tuvo representación, además de los dos “estados” tradicionales de la nobleza y el clero, el “tercer estado” de la burguesía. Estos Estados Generales enviaron varias comunicaciones a Roma en defensa del Rey. La respuesta de Bonifacio fue la famosa bula Unam sanctam, que hemos citado brevemente al final de la sección anterior, en la que se exponía la autoridad papal de un modo sin precedente.

Bonifacio puso por obra su alta opinión de la autoridad pontificia al ordenarles a todos los prelados franceses que acudieran a Roma a principios de noviembre, para allí tratar el caso de Felipe. Este ripostó prohibiendo que cualquier obispo o abad abandonase el reino, so pena de confiscación de todos sus bienes. Además, se apresuró a hacer las paces con Eduardo. El Papa, por su parte, se olvidó de que, según él, Alberto de Austria era un rebelde regicida, y estableció alianza con él, al tiempo que les ordenaba a todos los príncipes alemanes que aceptaran el señorío de Alberto. En una nueva sesión de los Estados Generales franceses, Nogaret acusó a Bonifacio de ser falso papa, hereje, sodomita y criminal, y la asamblea le pidió a Felipe que, como guardián de la fe, convocara a un concilio universal para juzgar al papa usurpador. Para cubrir su retaguardia, y asegurarse del apoyo del clero, Felipe promulgó las “Ordenanzas de reforma”, en las que refrendaba los antiguos privilegios del clero francés.

Al Papa le quedaba aún la última arma que sus predecesores habían utilizado contra los monarcas recalcitrantes, la excomunión. Reunido con sus consejeros en su ciudad natal de Anagni, redactó la bula de excomunión, que debía ser promulgada el 8 de septiembre. Pero Sciarra Colonna y Guillermo de Nogaret, advertidos de que la confrontación llegaba a su punto culminante, se presentaron en Italia, con autorización de Felipe para obtener crédito ilimitado de los banqueros italianos. Con ese dinero, y el apoyo de los muchos enemigos que Bonifacio había hecho durante su carrera, organizaron una pequeña banda armada.

El 7 de septiembre de 1303, un día antes de la proyectada excomunión de Felipe, Sciarra Colonna y Guillermo de Nogaret invadieron a Anagni, y pronto eran dueños de la persona del Papa, mientras el pueblo saqueaba su casa y las de sus parientes.

El propósito de los franceses era obligar a Bonifacio a abdicar. Pero el anciano papa se mostró firme, respondiendo sencillamente que no abdicaría y que, si querían matarlo, “Aquí está mi cuello; aquí mi cabeza”. Nogaret lo abofeteó, y después lo humillaron obligándole a montar de espaldas en un caballo fogoso, y paseándolo por la ciudad.

Sólo dos cardenales, Pedro de España y Nicolás Boccasini, permanecieron firmes a través del tumulto. A la postre Boccasini logró conmover al pueblo, que se sublevó, libertó al Papa y echó a los franceses y sus partidarios.

Pero el mal estaba hecho. A su regreso a Roma, Bonifacio no pudo inspirar más que una sombra del respeto de que antes gozó. Alrededor de un mes más tarde murió. Aún después de su muerte sus enemigos lo persiguieron, haciendo correr rumores de que se había suicidado, cuando todo parece indicar que murió serenamente, rodeado de sus seguidores más fieles.

El momento era difícil para el papado, y los cardenales pronto eligieron papa a Boccasini, el mismo que había logrado devolverle la libertad a Bonifacio. Este papa, que tomó el nombre de Benito XI, era hombre de origen humilde y costumbres intachables, miembro de la Orden de Predicadores de Santo Domingo. Dado el poderío de Felipe el Hermoso, lo más sabio parecía ser seguir una política de reconciliación, y esto fue lo que intentó el nuevo papa. Les restauró a los Colonna las tierras que Bonifacio VIII les había quitado, comenzó a tratar de hacer las paces con Felipe el Hermoso, y perdonó a todos los enemigos de Bonifacio, excepto Nogaret y Sciarra Colonna. Empero sus gestiones no tuvieron buen éxito. Los partidarios de Bonifacio se quejaban de las que parecían ser concesiones excesivas a quienes habían perpetrado graves crímenes contra el papado. Y los del bando contrario no se consideraban satisfechos con las medidas conciliatorias del Pontífice. Impulsado por Nogaret y otros, Felipe el Hermoso insistía en que se convocara un concilio para juzgar al difunto papa. Benito se resistía a tomar tal medida, que sería un rudo golpe a la autoridad y el prestigio papales. El sucesor de Bonifacio se encontraba por tanto en serias dificultades, acosado por miembros de ambos partidos cuando murió. Pronto corrió el rumor de que había sido envenenado con unos higos que alguien le envió, y cada bando acusaba a sus contrincantes de haber cometido la nefanda acción. Empero el hecho de que Benito XI haya muerto envenenado nunca se comprobó.

El papado en Aviñón

A la muerte de Benito los cardenales no encontraban el modo de ponerse de acuerdo acerca de quién sería su sucesor. Por una parte los partidarios de la buena memoria de Bonifacio, bajo la dirección del cardenal Mateo Rosso Orsini, insistían en que fuera electo alguien que siguiera la política del ultrajado pontífice. Frente a ellos otro bando, encabezado por Napoleón Orsini, sobrino del anterior, se prestaba a los manejos del rey de Francia, y buscaba el modo de hacer elegir un papa dócil. Tras largos meses de disputas, los cardenales lograron ponerse de acuerdo gracias a una artimaña de Napoleón Orsini y los suyos. Uno de los candidatos que el partido del otro Orsini había sugerido, al principio de las negociaciones, era Bertrand de Got, el arzobispo de Burdeos. Este había sido nombrado por Bonifacio, y además Burdeos pertenecía en esa época a la corona inglesa. Por esas razones, Orsini el tío creía que Bertrand se opondría a los designios del rey de Francia. Pero en lo que duró el cónclave, el sobrino envió agentes a Burdeos, y se aseguró de la adhesión del candidato propuesto originalmente por su tío. Entonces, mientras los defensores de la memoria de Bonifacio creían que sus contrincantes, vencidos por la resistencia, accedían a la elección de uno de sus candidatos, lo que en realidad estaba sucediendo era que ese candidato había cambiado de postura secretamente.

Un papa electo en tales circunstancias no podía ser un modelo de firmeza y rectitud. De hecho, el pontificado de Clemente V —que así se llamó Bertrand de Got después de tomar la tiara papal— fue funesto para la iglesia romana. Durante todo su reinado, este papa no visitó a Roma ni siquiera una vez. Al parecer, esto no se debió a una decisión tomada por él, sino sencillamente a su carácter indeciso. Puesto que al rey de Francia le interesaba tener al Papa cerca de él, sus agentes hacían todo lo posible por postergar la partida del pontífice hacia Italia. Mes tras mes, y año tras año, Clemente se paseó por Francia y sus cercanías, sin acceder a las peticiones que le hacían los romanos, rogándole que viniera a su ciudad. Uno de los lugares donde pasó buena parte de su pontificado fue Aviñón, ciudad junto a la frontera francesa que era propiedad papal, y donde sus sucesores fijaron después su residencia por largos años.

La política de Clemente se puso de manifiesto en el primer nombramiento de cardenales, pues nueve de los diez nombrados eran franceses. Durante todo su pontificado, creó veinticuatro cardenales, y veintitrés de ellos eran franceses. Además, varios eran sus sobrinos o allegados, y con ello Clemente le dio gran auge al nepotismo, que sería una de las grandes lacras de la iglesia hasta el siglo XVI.

Empero fue sobre todo en lo referente a la memoria de Bonifacio y a la supresión de los templarios que Clemente se mostró instrumento dócil a los designios franceses. La cuestión de la memoria de Bonifacio era un arma poderosa en manos de los franceses, quienes sabían que el nuevo papa no podía permitir que se convocara un concilio para juzgar a su difunto predecesor. Por tanto, amenazándolo siempre con la posible convocatoria de tal concilio, los franceses obtuvieron de Clemente todo lo que deseaban en cuanto a la anulación de las decisiones de Bonifacio. Las bulas Clericis laicos y Unam sanctam fueron abrogadas, o al menos reinterpretadas de tal modo que ya no decían lo que Bonifacio había deseado. Los Colonna fueron restaurados a todas sus dignidades. Nogaret fue perdonado, a condición de que en algún futuro impreciso fuese en peregrinación a Tierra Santa. Por fin, en una bula del 1311, Clemente declaraba que en lo que se refería a sus acciones contra Bonifacio, Felipe había actuado con un “celo encomiable”. Todas estas concesiones le fueron arrancadas al papa que había sido hecho arzobispo por el propio Bonifacio. Y le fueron arrancadas de tal modo que siempre parecía que los franceses, aunque tenían derecho a pedir más, estaban dispuestos a ceder en algunas de sus exigencias más extremas, y que por tanto el Papa debía estar agradecido.

El caso de los templarios fue todavía más bochornoso. Al terminar las cruzadas, la vieja orden había perdido la razón de su existencia. Pero, en teoría al menos, los papas seguían predicando el ideal de la cruzada para reconquistar la Tierra Santa. Luego, aunque en un sentido es cierto que la orden estaba destinada a desaparecer, no es menos cierto que el momento y el modo de su desaparición se debieron a la avaricia de Felipe el Hermoso y a la debilidad de Clemente. A través de los siglos, los templarios habían acumulado grandes riquezas y extensiones de terreno. Para una monarquía pujante como la francesa, los bienes y el poder de los templarios eran un obstáculo a su política centralizadora. En otras partes de Europa, otros monarcas daban muestras de sentimientos parecidos. Poco a poco, en parte gracias al apoyo de la burguesía, los reyes iban debilitando el poder que hasta entonces habían tenido los grandes señores feudales. Pero el caso de los templarios era distinto, pues, por ser una orden monástica, no se les podía someter directamente al poder temporal. Por ello se acudió al subterfugio de acusarlos de herejía e inmoralidad, y forzar al débil Clemente V a suprimir la orden y disponer de sus bienes en provecho de la monarquía.

Repentinamente, y contra todo derecho de ley, los templarios que se hallaban en Francia fueron arrestados. Mediante el uso de torturas, se les obligó a confesar los más nefandos crímenes. Aunque muchos se negaron a traicionar a sus compañeros y soportaron valientemente los más crueles tormentos, a la postre se reunieron suficientes declaraciones para justificar la acción ilegal que el Rey había tomado. Según confesaron algunos, la orden de los templarios era en realidad una confraternidad opuesta a la fe cristiana. A los neófitos se les obligaba a practicar la idolatría, a escupir la cruz y a maldecir a Cristo. Además, otros declararon bajo tortura que en la orden se practicaba la sodomía, y se incitaba a ella por diversos medios. Entre los que se rindieron ante el suplicio se contaba Jacques de Molay, el gran maestro de la orden, quien además envió una carta a sus compañeros, pidiéndoles que confesaran cuanto supieran. Algunos piensan que la razón por la que de Molay hizo esto era que estaba seguro de que las acusaciones eran tan absurdas que no se les daría crédito, y que el escándalo sería tal que el Rey se vería obligado a poner en libertad a los cautivos. Otros creen que lo hizo sencillamente porque flaqueó ante la tortura.

Cuando el Papa recibió noticias de lo acaecido, y el expediente de las confesiones de los torturados, era de esperarse que acudiera en defensa de los miembros de una orden que estaba bajo su protección, y cuyos derechos el Rey había violado. Pero lo que sucedió fue muy distinto. Clemente dio orden de que en todos los países se encarcelara a los templarios, y de ese modo impidió cualquier medida que el resto de la orden pudiera tomar contra Felipe. Cuando se enteró de que muchas de las supuestas confesiones habían sido obtenidas por la fuerza, trató de evitar tales abusos declarando que, dada la importancia del caso, seria él mismo quien serviría de juez, y que por tanto las autoridades locales no tenían jurisdicción para continuar las torturas. Pero esto fue todo lo que el débil papa hizo en defensa de quienes le habían jurado obediencia y confiaban en su protección. Mientras esperaban el día del juicio, los templarios continuaron encarcelados.

Al año siguiente el Rey y el Papa debían reunirse en Poitiers. Al llegar a esa ciudad, Clemente encontró que se le acusaba de ser el instigador de las supuestas prácticas de los templarios. En las sesiones públicas, y a instancias de Nogaret, se le insultó y amenazó. Además, para acallar su conciencia, le fueron presentados algunos de los templarios más dóciles, quienes repitieron en su presencia las confesiones que el miedo o el dolor les habían arrancado anteriormente. Por fin, el Papa accedió a dejar el asunto en manos de un concilio que se reuniría en la ciudad francesa de Viena.

El primero de octubre de 131 1, casi cuatro años después del encarcelamiento de los templarios, se reunió el concilio. Las esperanzas de Felipe, en el sentido de que la asamblea, dominada por los franceses, se prestara rápidamente a la condenación de la orden, resultaron infundadas. La comisión que el concilio nombró para ocuparse del asunto de los templarios insistía en la necesidad de escuchar la defensa de los acusados. El Rey trono y amenazó; pero los prelados, avergonzados quizá por la debilidad de su jefe, permanecieron firmes. Por fin, mientras la asamblea se entretenía en asuntos de menor importancia, el Rey y el Papa llegaron a un acuerdo. La orden de los templarios sería suprimida, no mediante un juicio, sino por decisión administrativa del Papa. Al concilio no le quedó otra alternativa que acceder. Después, tras otra serie de negociaciones, se decidió cumplir los deseos del rey de Francia, y traspasar los bienes de los templarios a los hospitalarios. Pero esa transferencia fue mínima, pues el traspaso de las propiedades se demoró varios años, y en todo caso el Rey le hizo llegar al Papa una cuenta por gastos del juicio de los templarios, a cobrarse de los bienes de la orden suprimida antes de traspasárselos a los hospitalarios, y la supuesta cuenta ascendía a la casi totalidad de esos bienes. En cuanto a los acusados, muchos fueron condenados a cadena perpetua. Cuando Jacques de Molay y uno de sus principales subalternos fueron llevados a la catedral de Nuestra Señora de París para confesar públicamente sus crímenes, se retractaron. Ese mismo día fueron quemados vivos.

Clemente V murió en 1314. Su pontificado fue índice de las condiciones en que el papado existiría por varias décadas. No es cierto que todos los papas de este período quisieran hacer de la iglesia un instrumento de la política francesa. Pero sí es cierto que, a veces muy a pesar suyo, se vieron obligados a apoyar esa política.

No podemos narrar aquí los detalles de los pontificados que sucedieron a Clemente. Baste señalar algunos de los acontecimientos más importantes, y por último destacar las principales características del papado en aquellos tiempos aciagos.

Juan XXII fue electo más de dos años después de la muerte de Clemente, pues los cardenales no lograban ponerse de acuerdo. Puesto que el nuevo papa contaba setenta y dos años al ser electo, es de suponerse que el cónclave decidió nombrarlo con la esperanza de que durante su breve pontificado aparecería otro candidato. Pero el anciano papa fue inesperadarnente longevo y activo. Su preocupación principal durante su largo pontificado (1316–1334) fue tratar de restaurar la autoridad papal en Italia. Su política en ese sentido consistió en intervenir en una serie de guerras que desangraron la región, y en las que los intereses papales se confundieron cada vez más con los de Francia. A fin de sostener esa política, que fue un fracaso rotundo, Juan XXII se vio obligado a incrementar los ingresos del papado. Fue a él que se debió buena parte de un complejo sistema de impuestos eclesiásticos cuyo propósito era hacer fluir hacia las arcas pontificias los recursos necesarios para los designios políticos y los sueños arquitectónicos del papado. Como era de esperarse, en muchos casos este sistema de impuestos eclesiásticos redundó en perjuicio de la vida religiosa.

Benito XII (1334–1342), al mismo tiempo que les prometía a los romanos regresar en breve a la sede de San Pedro, comenzaba la construcción de un gran palacio en Aviñón, que a partir de entonces sería la residencia papal. Además, dando a entender con ello que Roma no era ya la residencia habitual de los papas, hizo traer de ella los archivos papales. Aunque dio por excusa para no regresar a la ciudad eterna los disturbios que reinaban en toda Italia, lo cierto es que muchos de esos disturbios se debían a la política del Papa mismo, y que su ausencia contribuía a ellos. Durante su pontificado quedó claro que el papado estaba en manos de la corona francesa, pues era la época de la guerra de los Cien Años, y tanto los recursos económicos como la red de información de los pontífices fueron puestos a disposición de los franceses. Todo esto alejó cada vez más al papado de Inglaterra y de su principal aliado, el Imperio.

El próximo papa, Clemente VI (1342–1352), continuó apoyando el esfuerzo bélico francés. Aunque a veces sirvió de mediador entre los contendientes, lo hizo siempre en beneficio y a conveniencia de Francia. Además, fue él quien llevó a su punto culminante dos de las peores características del papado aviñonés: el nepotismo y el derroche excesivo de su corte, que no se distinguía de la de cualquier otro gran señor. Cuando la peste bubónica estalló durante su pontificado, no faltaron quienes vieron en ella un castigo del cielo por el nivel a que había descendido la vida eclesiástica.

Inocencio VI fue un papa relativamente bueno, sobre todo si se le compara con su predecesor inmediato. Siempre soñó con regresar a Roma, y con ese propósito envió a Italia, como legado suyo, al cardenal Gil Alvarez de Albornoz. Este último hizo mucho por restaurar el poder y el prestigio papales en Italia. Pero tanto el Papa como su legado murieron antes de poder llevar al papado de regreso a la ciudad eterna.

Urbano V (1362–1370) era un hombre de profundas convicciones y rígida disciplina monástica. Su principal tarea fue simplificar la vida de la curia. Varios de los cortesanos papales de gustos más ostentosos fueron despedidos. El propio Papa dio el ejemplo, negándose a deshacerse de su hábito monástico y ceñir las vistosas ropas que sus predecesores habían llevado. También fomentó el estudio y trató de reformar la vida eclesiástica. Por fin, en 1365, gracias a la sabia y tenaz obra que había realizado el cardenal Albornoz, Urbano V pudo trasladarse a Roma, que lo recibió con gran júbilo. Pero el santo papa no tenía la sabiduría necesaria para enfrentarse a las complejidades políticas de la época. Por razones desconocidas, y ciertamente erradas, deshizo la política de Albornoz y se lanzó por nuevos derroteros. El resultado fue tal, que en 1370 decidió abandonar a Roma y regresar a Aviñón.

Gregorio XI (1370–1378) había sido hecho cardenal por su tío Clemente VI cuando contaba solo diecisiete años de edad. Aunque se percataba de la necesidad de regresar a Roma, el intento fallido de Urbano V lo amedrentaba. Fue entonces que se hizo sentir la intervención de Santa Catalina de Siena.

Santa Catalina de Siena

En el 1347, y en medio de una numerosa familia en el barrio de los curtidores en Siena, nació la que después recibiría el nombre de “Santa Catalina de Siena”. Desde muy joven, mostró singular inclinación hacia la vida religiosa, y a los diecisiete años de edad se unió a las “hermanas de la penitencia de Santo Domingo”. Esta era una organización muy flexible cuyos miembros continuaban viviendo en sus propias casas, y allí se dedicaban a la contemplación. Para que la joven Catalina pudiera llevar ese género de vida, su padre le asignó una pequeña alcoba, donde pasó varios anos de vida contemplativa.

Esa contemplación iba más allá de los ejercicios mentales y los pensamientos píos. Las visiones y las experiencias de éxtasis se hicieron cada vez más frecuentes en la vida de la joven mística.

Por fin, en el 1366, cuando contaba diecinueve años de edad, tuvo la visión cumbre de este primer período de su vida. En esa visión Jesucristo se le apareció, y contrajo con ella nupcias místicas.

Tras esta experiencia de “las bodas místicas con Jesús”, cambió el tenor de la vida religiosa de Catalina. Hasta entonces se había ocupado casi exclusivamente de su propia vida espiritual. Pero ahora, siguiendo el ejemplo de su esposo místico, inicio un ministerio en pro de la humanidad. Parte de ese ministerio consistió en el servicio a los pobres y enfermos. Muchos decían haber sido sanados por su intercesión, y casi todos afirmaban que su sola presencia llevaba consigo una profunda paz espiritual. La otra parte notable de su ministerio fue la enseñanza. Alrededor de Catalina se formó un círculo de mujeres y hombres que escuchaban ávidamente sus enseñanzas acerca de la vida espiritual. Muchos de estos discípulos eran sacerdotes, monjes y nobles que le aventajaban tanto en edad como en posición social. Al mismo tiempo, de algunos de estos discípulos— particularmente los dominicos— aprendió Catalina buena parte de la teología de la iglesia, y así evitó el peligro de tantos otros místicos, de desconocer el pensamiento religioso del resto de la iglesia, y ser por tanto acusados de herejes.

Su fama era ya grande cuando en 1370 tuvo otra experiencia que inició la tercera y última etapa de su vida religiosa. Durante cuatro horas, su cuerpo estuvo tan tranquilo que la tuvieron por muerta. Al despertar, declaró que, en efecto, había estado con el Señor, y que le había rogado permanecer con él. Pero Jesús le contestó: “Muchas almas necesitan que tú regreses para ser salvas. […] A partir de ahora, y por el bien de las almas, has de salir de tu ciudad. Yo estaré siempre contigo, y te guiaré, y te traeré de vuelta.”

Desde aquel momento, Catalina se dedicó a la ardua tarea de llevar el papado de regreso a Roma. Para ello era necesario tanto restaurar la paz en Italia, como convencer al Papa de que debía regresar. Con ese propósito viajó de ciudad en ciudad. Donde llegaba, las multitudes se agolpaban para verla. Se decía que a su paso acontecían milagros. Al Papa, le escribió repetidamente indicndole que la voluntad que el Señor le había revelado era que el papado debía regresar a su sede romana. Esas cartas muestran a la vez un profundo amor y respeto, y una firmeza inquebrantable. Al tiempo que se duele por el estado de la iglesia, llama al Papa “nuestro dulce padre”. Y en sus más respetuosas misivas se queja, sin por ello dejarse llevar por el odio o la amargura, de “ver a Dios así ultrajado”. Nos es imposible saber hasta qué punto todo esto influyó sobre Gregorio XI. Pero el hecho es que por fin, el 17 de enero de 1377, sólo tres años antes de la muerte de Catalina a los treinta y tres de edad, Gregorio XI entró en Roma, en medio de júbilo general. Había terminado el período del papado en Aviñón, al que se ha llamado, con cierta justificación, “la cautividad babilónica de la iglesia”.

Catalina, como hemos dicho, murió tres años después de ver realizado su anhelo. Poco menos de un siglo más tarde fue declarada santa por la iglesia romana. Y en 1970 Paulo VI le dio el título de “doctor de la iglesia”. Ella y Santa Teresa de Jesús son las únicas mujeres a quienes el papado ha dado ese honroso título, hasta entonces reservado para unos pocos teólogos varones.

La vida eclesiástica

Las consecuencias del papado en Aviñón fueron funestas para el cristianismo de habla latina—es decir, toda la cristiandad occidental. Las constantes guerras en Italia, y el lujo de sus propias cortes, requerían que los papas de Aviñón tuviesen amplios recursos económicos. Puesto que las diversas facciones en Italia se adueñaron de los territorios que antes habían sido “el patrimonio de San Pedro”, el único recurso que les quedaba a los papas era obtener fondos procedentes de los demás países de Europa occidental. Pero los fieles en esas regiones no estaban dispuestos a contribuir voluntariamente todo lo que el papado requería, y por tanto los pontífices de Aviñón, y Juan XXII en particular, elaboraron todo un sistema de impuestos eclesiásticos.

Tales impuestos redundaban en perjuicio de la vida religiosa. Así, por ejemplo, cuando un prelado era nombrado para ocupar una nueva sede, los ingresos que ese cargo producía durante un año, que se llamaban “anata”, le correspondían al Papa. Por ello, el papado tenía interés en que los prelados fuesen trasladados frecuentemente. Si una diócesis rica quedaba vacante, el Papa podía demorarse en llenar el cargo, reservando para sí el ingreso producido por la sede en cuestión. A estas prácticas, que al menos tenían la apariencia de legalidad, se sumaba la de la simonía —nombre que se le daba porque se decía que Simón Mago había sido el primero en querer practicarla—que consistía en comprar y vender cargos eclesiásticos.

Lo que el Papa hacía con los prelados, lo repetían éstos con sus subalternos. Si habían comprado su diócesis, tenían que resarcirse de los gastos vendiendo cargos inferiores, y exigiendo que las contribuciones del pueblo, que tenían fuerza de ley, fuesen cada vez mayores. Luego, buena parte de la vida eclesiástica se convirtió en un sistema de explotación de los escasos recursos del pueblo, cargado de gravámenes cada vez más onerosos.

A la simonía y la explotación se sumaban males paralelos, como el nepotismo, el absentismo y el pluralismo. Puesto que los cargos eclesiásticos eran ricas prebendas, los papas de Aviñón se dieron de lleno al nepotismo, que consiste en nombrar personas para ocupar cargos, no a base de su habilidad, sino de su parentesco con quien hace el nombramiento. Y lo que hacían los papas lo imitaban los obispos y arzobispos. El absentismo, es decir, el ocupar un cargo y residir en otro lugar, se hizo cada vez más común entre gentes a quienes no inspiraba un sentido de vocación. Y muchos gozaban a la vez de varios cargos eclesiásticos, sin cumplir las obligaciones de ninguno —pluralismo.

La estrecha alianza entre el papado y los intereses franceses, unida al creciente sentimiento nacionalista, contribuyeron a enemistar a buena parte de Europa con los papas. Puesto que era la época de la Guerra de los Cien Años, Inglaterra y los emperadores alemanes se separaron cada vez más del papado, que parecía servir los intereses de sus enemigos Francia y Escocia.

En consecuencia, cada vez cobró mayor auge la teoría de que el estado tenía una autoridad independiente de la del papa. En Alemania, por ejemplo, el emperador Luis de Baviera trató de fortalecer su posición frente a Juan XXII apoyando a Marsilio de Padua y a Guillermo de Occam, dos pensadores que se dedicaron a sostener esa teoría. Al igual que Dante unos pocos años antes, ambos sostenían que la autoridad secular venía directamente de Dios, y no a través del Papa. Además, Marsilio señalaba que, de igual modo que Cristo y los apóstoles fueron pobres y se sometieron a la autoridad secular, así también los prelados han de ser pobres, sin recibir más que lo que el estado decida darles, y que han de someterse al estado. Por su parte Occam declaraba que el papado no era necesario para la iglesia, que consistía en el conjunto de los fieles, y que por tanto podía regirse de otro modo.

Todo esto, así como el modo en que fue acogida la predicación de Catalina de Siena y de muchos otros como ella, nos da a entender que había un sentimiento profundo de insatisfacción con la iglesia y sus dirigentes. A través de todo el período que estudiamos veremos que, al tiempo que la estructura eclesiástica parece hundirse cada vez más, van surgiendo numerosos movimientos reformadores. Unos trataban de reformar la iglesia a partir del papado. Otros tenían intereses más locales. Algunos centraban su atención sobre la vida privada y la experiencia mística. Unos pretendían reformar tanto las costumbres como la teología de la época, mientras otros se contentaban con llamar a las gentes a una nueva dedicación. Fue una época en que las tristes realidades dieron lugar a muchos y muy nobles sueños. Pero fue también una poca en la que casi todos esos sueños quedaron frustrados.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 475–488). Miami, FL: Editorial Unilit.


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