LOS DOS TESTAMENTOS

LOS DOS TESTAMENTOS

Autor: F. F. Bruce

a1La palabra «testamento» en las designaciones «Antiguo Testamento» y «Nuevo Testamento», que se da a las dos divisiones de la Biblia, va desde el término testamentum en latín, al griego diatheke, que en la mayoría de las veces que aparece en la Biblia griega significa «pacto» en lugar de «testamento». En Jeremías 31:31, se predice un nuevo pacto, el cual reemplazará al que Dios hizo con Israel en el desierto (compare Éxodo 24:7 y siguientes). «Al llamar “nuevo” a ese pacto, ha declarado obsoleto al anterior» (Hebreos 8:13, NVI). Los escritores del Nuevo Testamento ven el cumplimiento de la profecía del nuevo pacto en el nuevo orden inaugurado por la obra de Cristo; sus propias palabras de institución (1 Corintios 11:25) dan la autoridad para esta interpretación. Los libros del Antiguo Testamento, entonces, se llaman así debido a su asociación cercana con la historia del «antiguo pacto»; los libros del Nuevo Testamento se llaman así debido a que son los documentos en que se funda el «nuevo pacto». Un enfoque a nuestro uso común del término «Antiguo Testamento» aparece en 2 Corintios 3:14 (NVI) que dice: «al leer el antiguo pacto», aunque probablemente Pablo se refiere a la ley, la base del antiguo pacto, más que a todo el volumen de las Escrituras hebreas. Los cristianos usaron en general los términos «Antiguo Testamento» y «Nuevo Testamento» para las dos colecciones de libros durante la última parte del siglo II; Tertuliano tradujo diatheke al latín usando la palabra instrumentum (un documento legal) y también testamentum; la última palabra fue la que sobrevivió, desafortunadamente, puesto que las dos partes de la Biblia no son «testamentos» en el uso común del término.

El Antiguo Testamento

En la Biblia hebrea, los libros están ordenados en tres divisiones: la Ley, los Profetas y los Escritos. La Ley consta del Pentateuco, los cinco «libros de Moisés». Los Profetas se dividen en dos subdivisiones: los «Primeros Profetas», que son Josué, Jueces, Samuel y Reyes; y los «Últimos Profetas», que incluyen Isaías, Jeremías, Ezequiel y «El libro de los Doce Profetas». Los Escritos contienen el resto de los libros: primero se encuentran los Salmos, Proverbios y Job; luego los cinco «rollos», que son el Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés y Ester; y finalmente Daniel, Esdras–Nehemías y Crónicas. Tradicionalmente se considera que el total es veinticuatro, pero estos veinticuatro corresponden exactamente a nuestro cómputo común de treinta y nueve, puesto que en el último cómputo los Profetas Menores se cuentan como doce libros, y Samuel, Reyes, Crónicas y Esdras–Nehemías como dos cada uno. En la antigüedad había otras formas de contar los mismos veinticuatro libros; en una (atestiguada por Josefo) el total fue rebajado a veintidós; en otra (que Jerónimo conocía) el total fue elevado a veintisiete.

No se le puede seguir la pista al origen del arreglo de los libros en la Biblia hebrea; se cree que la división en tres partes corresponde a las tres etapas en las que los libros recibieron reconocimiento canónico, pero no existe evidencia directa que lo pruebe.

En la Septuaginta, los libros están ordenados de acuerdo a la similitud del tema. El Pentateuco es seguido por los libros históricos, y estos son seguidos por los libros de poesía y sabiduría, y estos por los profetas. Es este orden, en sus características esenciales, el que ha sido perpetuado (por medio de la Vulgata) en la mayoría de las ediciones cristianas de la Biblia. En algunos aspectos este orden es más fiel a la secuencia cronológica del contenido narrativo que el orden de la Biblia hebrea; por ejemplo, Rut aparece inmediatamente después de Jueces (puesto que registra cosas que pasaron «en los días en que gobernaban los jueces»), y el trabajo del historiador aparece en el siguiente orden: Crónicas, Esdras y Nehemías.

La división en tres partes de la Biblia hebrea se refleja en las palabras de Lucas 24:44 («en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos»); es más común en el Nuevo Testamento la referencia a «la ley y los profetas» (vea Mateo 7:12), o «Moisés y los profetas» (vea Lucas 16:29).

La revelación divina que registra el Antiguo Testamento fue comunicada en dos formas principales: por obras poderosas y por palabras proféticas. Estas dos formas de revelación están unidas en forma indisoluble. Las obras de misericordia y de juicio, con las cuales el Dios de Israel se hizo conocer a su pueblo elegido, no habrían podido llevar su mensaje apropiado si los profetas no se las hubieran interpretado—los «portavoces» de Dios que recibieron y comunicaron su Palabra. Por ejemplo, los hechos del Éxodo no habrían tenido un significado perdurable para los israelitas si Moisés no les hubiera dicho que en esos hechos el Dios de sus padres estaba actuando para liberarlos, de acuerdo a sus antiguas promesas, para que ellos pudieran ser su pueblo y él su Dios. Por otra parte, las palabras de Moisés no hubieran tenido fruto aparte de su vindicación en los acontecimientos del Éxodo. Podemos comparar el papel significativo y muy parecido de Samuel en la época de la amenaza de los filisteos, de los grandes profetas del siglo VIII a.C. cuando Asiria estaba arrasando con todo lo que tenía por delante, de Jeremías y Ezequiel cuando el reino de Judá llegó a su fin, y así sucesivamente.

Esta interacción de obras poderosas y palabras proféticas en el Antiguo Testamento explica por qué la historia y la profecía están tan entremezcladas a través de sus páginas; sin duda fue el descubrimiento de esto lo que guió a los judíos a incluir los libros históricos importantes entre los Profetas. Pero no sólo los escritos del Antiguo Testamento registran la progresiva revelación doble de Dios; al mismo tiempo registran la respuesta de los hombres a la revelación de Dios—una respuesta a veces obediente, y con demasiada frecuencia desobediente. En este registro del Antiguo Testamento de la respuesta de aquellos a quienes les llegó la Palabra de Dios, el Nuevo Testamento encuentra instrucción práctica para los creyentes. El apóstol Pablo escribe lo siguiente de la rebelión de los israelitas en el desierto, y de los desastres que siguieron: «Todo esto les sucedió para servir de ejemplo, y quedó escrito para advertencia nuestra, pues a nosotros nos ha llegado el fin de los tiempos» (1 Corintios 10:11, NVI).

En cuanto a su posición en la Biblia cristiana, el Antiguo Testamento es preparatorio en carácter: lo que «Dios … habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas», esperó su cumplimiento en lo que «nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hebreos 1:1–2, NVI). Sin embargo, el Antiguo Testamento era la Biblia que los apóstoles y otros predicadores del evangelio en los primeros días del cristianismo llevaban consigo cuando proclamaban a Jesús como el Mesías, Señor y Salvador divinamente enviado; encontraron en el Antiguo Testamento el testimonio claro de Cristo (Juan 5:39), y una clara exposición del camino de salvación a través de la fe en él (Romanos 3:21; 2 Timoteo 3:15). Para usar el Antiguo Testamento tenían la autoridad y el ejemplo de Cristo mismo, y desde entonces la iglesia ha hecho bien cuando ha seguido el precedente sentado por él y sus apóstoles y reconocido al Antiguo Testamento como Escritura cristiana. «Lo que fue indispensable para el Redentor debe ser siempre indispensable para los redimidos» (G. A. Smith).

El Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento complementa al Antiguo Testamento en relación al cumplimiento de promesas. Si el Antiguo Testamento registra que «Dios … habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas», el Nuevo Testamento registra esa palabra final que Dios habló en su Hijo, en quien toda la revelación inicial se resumió, confirmó y trascendió. Las obras poderosas de revelación del Antiguo Testamento culminaron en la obra redentora de Cristo; las palabras de los profetas del Antiguo Testamento reciben su cumplimiento en él. Pero él no es sólo la revelación suprema al hombre; es también la respuesta perfecta del hombre a Dios—el sumo sacerdote así como el apóstol de nuestra profesión (Hebreos 3:1). Si el Antiguo Testamento registra el testimonio de aquellos que vieron el día de Cristo antes de que llegara, el Nuevo Testamento registra el testimonio de aquellos que lo vieron y lo escucharon en los días en que vivía en la carne, y que llegaron a conocer y a proclamar el significado de su venida más cabalmente, por el poder de su Espíritu, después de su resurrección de los muertos.

Durante los últimos 1.600 años, la gran mayoría de los cristianos ha aceptado que el Nuevo Testamento está compuesto de veintisiete libros. Estos veintisiete libros caen naturalmente en cuatro divisiones: (1) los cuatro Evangelios, (2) los Hechos de los Apóstoles, (3) veintiún cartas escritas por los apóstoles y «hombres apostólicos» y (4) el Apocalipsis. Este orden no sólo es lógico, sino que bastante cronológico en lo referente al tema de los documentos; sin embargo, no corresponde al orden en el que fueron escritos.

Los primeros documentos que se escribieron del Nuevo Testamento fueron las primeras Epístolas de Pablo. Estas (posiblemente junto con la Epístola de Santiago) fueron escritas entre 48 y 60 d.C., aún antes de que se escribiera el primero de los Evangelios. Los cuatro Evangelios pertenecen a las décadas 60 a 100, y también se debe asignar a estas décadas todos (o casi todos) los otros escritos del Nuevo Testamento. Mientras que la escritura de los libros del Antiguo Testamento comprendió un período de mil años o más, los libros del Nuevo Testamento se escribieron en un período de un siglo.

Los escritos del Nuevo Testamento no se agruparon en la forma en que los conocemos inmediatamente después de ser escritos. Al principio, los Evangelios individuales tenían una existencia local e independiente en los grupos para los cuales fueron escritos originalmente. Sin embargo, a comienzos del siglo II, se juntaron y comenzaron a circular como un registro que constaba de cuatro partes. Cuando sucedió esto, el libro de Hechos fue separado de Lucas, con el que había formado un escrito de dos volúmenes, y comenzó una carrera separada e importante por sí solo.

Al principio, las cartas de Pablo fueron preservadas por las comunidades y los individuos a quienes habían sido enviadas. Pero para fines del siglo I existen evidencias que sugieren que la correspondencia de Pablo que sobrevivió comenzó a ser recolectada en una colección paulina, la cual circuló con rapidez entre las iglesias—primero una colección más pequeña de diez cartas, y muy pronto después una más grande de trece cartas, ampliada por la inclusión de las tres Epístolas Pastorales. Dentro de la colección paulina, las cartas parecen haber sido colocadas no en orden cronológico, sino en orden descendiente de acuerdo a su longitud. Se puede reconocer este principio en el orden que se encuentra en la mayoría de las ediciones del Nuevo Testamento hoy: las cartas a las iglesias están antes de las cartas a los individuos, y dentro de estas dos subdivisiones están colocadas de manera que las más largas van primero y las más cortas después. (La única excepción a este plan es que Gálatas está antes de Efesios, aunque Efesios es un poco más larga que Gálatas.)

Con la colección de los Evangelios y la colección paulina, y con Hechos, que sirve como un eslabón entre las dos, tenemos el comienzo del canon del Nuevo Testamento como lo conocemos. A la iglesia primitiva, que heredó la Biblia hebrea (o la versión griega de la Septuaginta) como sus Escrituras sagradas, no le tomó mucho tiempo colocar las nuevas escrituras evangélicas y apostólicas junto a la ley y los profetas, y usarlos para la propagación y defensa del evangelio y para la adoración cristiana. Por eso es que Justino Mártir, alrededor de la mitad del siglo II, describe la forma en que los cristianos en sus reuniones dominicales leían «las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas» (Apología 1.67). Fue natural, entonces, que cuando el cristianismo se esparció entre las personas que hablaban otras lenguas y no hablaban griego, el Nuevo Testamento fuera traducido del griego a esas lenguas para beneficio de los nuevos conversos. Había versiones latinas y siríacas del Nuevo Testamento para 200 d.C., y una versión cóptica en el siglo siguiente.

Comfort, P. W., & Serrano, R. A. (2008). El Origen de la Biblia (p. 5). Carol Stream, IL: Tyndale House Publishers, Inc.


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