El monaquismo benedictino 27

El monaquismo benedictino 27

Tú, quienquiera que seas, que corres hacia la patria celestial, practica con la ayuda de Cristo esta pequeña Regla, y entonces llegarás, Dios mediante, a las más elevadas cumbres de la doctrina y la virtud.

Benito de Nursia

a1En la sección anterior vimos que, cuando la iglesia se unió al imperio y quedó así convertida en la iglesia de los poderosos, hubo muchos que, sin abandonarla, se apartaron de ella para llevar vidas de particular renunciación, y que este fue el origen del monaquismo. Aunque en aquella sección vimos ya cómo el ideal monástico se propagó del Oriente de habla griega al Occidente latino (por ejemplo, en el caso de Martín de Tours), el hecho es que en aquella época el monaquismo era todavía un fenómeno principalmente oriental, cuyos centros más importantes estaban en Egipto, Siria y, algo más tarde, en Capadocia. Los monjes que había en el Occidente no hacían sino imitar lo que habían aprendido u oído de sus congéneres del Oriente. El monaquismo oriental, empero, no se adaptaba del todo a la Europa occidental. Aun aparte de las diferencias del clima, que impedían que los monjes occidentales llevasen la misma vida que llevaban los del Egipto, había diferencias marcadas en cuanto al modo de ver la vida cristiana y la función del monaquismo en ella. La primera de estas diferencias provenía del espíritu práctico que los romanos habían dejado como su legado a la iglesia occidental. El cristianismo latino no veía con buenos ojos los excesos a que los anacoretas del Oriente llevaban la vida ascética. El propósito de la vida ascética, como el de toda práctica atlética, no es destruir el cuerpo, sino hacerlo cada vez más capaz de enfrentarse a toda clase de pruebas. Por tanto, el ayuno hasta la emaciación, o la falta de sueño por el solo propósito de castigar el cuerpo, no eran bien vistos en Occidente.

Además, como parte de este espíritu práctico, buena parte del monaquismo occidental tenía el propósito, no sólo de lograr la propia salvación, sino también de llevar a cabo la obra de Dios. Muchos de los monjes de Occidente utilizaron la disciplina monástica como un modo de prepararse para la obra misionera. Tales fueron Columba y Agustín, y en el transcurso de esta historia veremos que hubo miles de monjes que siguieron la pauta trazada por ellos. Otros de entre los monjes occidentales trataron de oponerse a las injusticias y crímenes de su tiempo. Símbolo de ellos es Telémaco, el monje que a principios del siglo V se lanzó a la arena en el circo romano y detuvo un combate de gladiadores. La multitud enfurecida, y supuestamente cristiana, lo mató. Pero a partir de esa fecha, y en respuesta a la acción de Telémaco, los combates de gladiadores fueron prohibidos por el emperador Honorio. Otra diferencia entre el monaquismo griego y el latino es que este último nunca sintió la enorme atracción hacia la vida solitaria que dominó buena parte del monaquismo oriental. Aunque en el Occidente hubo algunos ermitaños solitarios, y aunque algunos de los más famosos monjes accidentales practicaron por un tiempo ese género de vida, a la larga el ideal del monaquismo occidental fue la vida en comunidad.

Por último, el monaquismo occidental rara vez vivió en la tensión constante con la iglesia jerárquica que caracterizó al monaquismo oriental, sobre todo en sus primeros tiempos. Hasta el día de hoy, en las iglesias orientales el monaquismo sigue su propio curso, prestándole poca atención a la vida de la iglesia en general, excepto cuando algún monje es requerido para ser hecho obispo. En el Occidente, por el contrario, la relación entre el monaquismo y la jerarquía eclesiástica siempre ha sido estrecha. Excepto en los momentos en que la corrupción extrema de la jerarquía ha llevado a los monjes a tratar de reformarla, el monaquismo ha sido el brazo derecho de la jerarquía eclesiástica. Y en más de una ocasión los monjes han reformado la jerarquía, o la jerarquía ha reformado un monaquismo decadente.

En cierto modo, el monaquismo occidental encontró su fundador en Benito de Nursia. Antes de él había habido muchos monjes en la iglesia occidental, pero sólo él logró darle al monaquismo latino su propio sabor, de tal modo que a partir de él el monaquismo no fue ya algo importado del Oriente griego, sino una planta autóctona.

La vida de San Benito

Benito nació en la pequeña aldea italiana de Nursia, alrededor del año 480. A fin de colocar su vida dentro del marco de los acontecimientos que hemos narrado en el capítulo anterior, recordemos que Odoacro depuso al último emperador de Occidente en el 476, y que para el año 493, cuando Benito comenzaba su adolescencia, toda Italia estaba en manos de los ostrogodos. La familia de Benito pertenecía a la vieja aristocracia romana, y es de suponerse que en su juventud presenció las tensiones entre católicos y arrianos que caracterizaron esa época en Italia.

Cuando tenía unos veinte años de edad, Benito se retiró a vivir solo en una cueva, donde se dedicó a un régimen de vida en extremo ascético. Allí llevó una lucha continua contra las tentaciones. Durante esta época, nos cuenta su biógrafo Gregorio el Grande, el futuro creador del monaquismo benedictino se sintió sobrecogido por una gran tentación carnal. Una hermosa mujer a quien había visto anteriormente se le presentó ante la imaginación con tal claridad que Benito no podía contener su pasión, y llegó a pensar en abandonar la vida monástica. Entonces, nos dice Gregorio:

[…] recibió una repentina iluminación de lo alto, y recobró el sentido, y al ver una maleza de zarzas y ortigas se desnudó y se lanzó desnudo entre las espinas de las zarzas y el fuego de las ortigas. Después de estar allí dando vueltas mucho tiempo, salió todo llagado. […] A partir de entonces […] nunca volvió a ser tentado de igual modo.

Empero tales excesos no eran característicos del joven monje, para quien la vida monástica no consistía en destruir el cuerpo, sino en hacerlo apto instrumento para el servicio de Dios.

Pronto la fama de Benito fue tal que un grupo numeroso de monjes se reunió alrededor suyo. Benito los organizó en grupos de doce monjes cada uno. Este fue su primer intento de organizar la vida monástica, aunque tuvo que ser interrumpido cuando algunas mujeres disolutas invadieron la región. Benito se retiró entonces con sus monjes a Montecasino, un lugar tan apartado que todavía quedaba allí un bosque sagrado, y los habitantes del lugar seguían ofreciendo sacrificios en un antiguo templo pagano. Lo primero que Benito hizo fue poner fin a todo esto talando el bosque y derribando el altar y el ídolo del templo.

Entonces organizó allí una comunidad monástica para varones, cerca de otra que fundó para mujeres su hermana gemela Escolástica. Allí su fama fue tal que venían a visitarlo gentes de todas partes del país. Entre estos visitantes se encontraba el rey ostrogodo Totila, a quien Benito reprendió diciéndole: “Haces mucho daño, y más has hecho. Ha llegado el momento de detener tu iniquidad. […] Reinarás por nueve años, y al décimo morirás”. Y, según señala el biógrafo de Benito, Gregorio el Grande, Totila murió, como lo había predicho el monje, durante el décimo año de su reinado.

Pero la fama de San Benito no se debe a sus profecías, ni a su práctica ascética, sino a la Regla que en el año 529 le dio a la comunidad de Montecasino, y que pronto se volvió la base de todo el monaquismo occidental.

La Regla de San Benito

El enorme impacto de esta Regla no se debió a su extensión, pues cuenta sólo con setenta y tres breves capítulos, que pueden leerse fácilmente en una o dos horas. Ese impacto se debió más bien a que, de forma concisa y clara, la Regla ordena la vida monástica de acuerdo al temperamento y las necesidades de la iglesia occidental.

Comparada con los excesos de algunos monjes del Egipto, la Regla es un modelo de moderación en todo lo que se refiere a la práctica ascética. En el prologo, Benito les dice a sus lectores que “se trata de constituir una escuela para el servicio del Señor. En ella no esperamos instituir nada grave ni áspero”. En consecuencia, a través de toda la Regla rige un espíritu práctico y a veces hasta transigente. Así, por ejemplo, mientras muchos de los monjes del desierto se alimentaban sólo de agua, pan y sal, Benito establece que sus monjes han de comer dos veces al día, y que en cada comida habrá dos platos cocidos y a veces otro de legumbres o frutas frescas. Además, cada monje recibirá un cuarto de litro de vino al día. Todo esto, naturalmente, se hará sólo cuando no haya escasez, pues de haberla los monjes deberán contentarse con lo que haya, sin quejas ni murmuraciones. De igual modo, mientras los monjes del desierto trataban de dormir lo menos posible, y de que su sueño fuese incómodo, Benito prescribe que cada monje tendrá, además de su lecho, una manta y una almohada. Al distribuir las horas del día separa entre seis y ocho para el sueño.

Aun en medio de su moderación, hay dos elementos en los cuales Benito se muestra firme. Estos son la permanencia y la obediencia. La permanencia quiere decir que los monjes no deben andar vagando de un monasterio a otro. Al contrario, según la Regla cada monje ha de permanecer el resto de su vida en el mismo monasterio en que ha hecho su profesión, a menos que por alguna razón el abad lo envíe a otro lugar. Esto, que puede parecer una tiranía, lo ordenó Benito para poner remedio a una situación en la que había quienes se dedicaban a ir de monasterio en monasterio, disfrutando de su hospitalidad por algún tiempo hasta que comenzaba a exigírseles que llevasen junto a los demás monjes las cargas del lugar, o hasta que empezaban a tener conflictos con el abad o con otros monjes.

Entonces, en lugar de aceptar su responsabilidad, o de resolver esos conflictos, se iban a otro monasterio, donde pronto surgían los mismos problemas. La permanencia fue una de las características de la Regla que más hicieron sentir su impacto, pues le dio estabilidad a la vida monástica.

La obediencia es otro de los pilares de la Regla de San Benito. Al abad todos le deben obediencia “sin demora”. Esto quiere decir, no sólo que se le ha de obedecer, sino también que se ha de hacer todo lo posible por que esa obediencia sea de buen grado. Las quejas y murmuraciones están absolutamente prohibidas. Si en algún caso el abad u otro superior le ordena a un monje algo al parecer imposible, éste le expondrá con todo respeto las razones por las que no puede cumplir con lo ordenado. Pero si aún después de tal explicación el abad insiste, el monje tratará de hacer de buena gana lo que se le manda.

El abad, empero, no ha de ser un tirano, pues el mismo título de “abad” quiere decir “padre”. Como padre o pastor de las almas que se le han encomendado, el abad tendrá que rendir cuentas de ellas en el juicio final. Por ello su disciplina no ha de ser excesivamente severa, pues su propósito no es mostrar su poder, sino traer a los pecadores de nuevo al camino recto. Para gobernar el monasterio, el abad contará con “decanos”, y éstos serán los primeros en amonestar secretamente a los monjes que de algún modo incurran en falta. Si tras dos amonestaciones no se enmiendan, se les reprenderá delante de todos. Los que aún después de tales amonestaciones perseveren en sus faltas, serán excomulgados. Esto quiere decir, no sólo que se les excluirá de la comunión, sino también que serán expulsados de la mesa común y de todo contacto con los hermanos. Si aún después de esto alguien persiste en sus faltas, ha de ser azotado. El próximo paso ha de ser dado con gran dolor, como el cirujano que amputa un órgano, pues consiste en la expulsión del monasterio. Pero aun esa expulsión no le cierra todas las puertas al monje recalcitrante, pues todavía, si se arrepiente, puede ser recibido de nuevo en el monasterio. Y si vuelve a caer y hay que expulsarlo de nuevo, y se arrepiente, se le recibirá otra vez, hasta tres veces. Después de esto, ya no tendrá más oportunidad, y el monasterio le será vedado.

Como vemos, la Regla de San Benito no fue escrita para santos venerables como los héroes del desierto, sino para seres humanos y falibles. Quizá en esto esté el secreto de su éxito.

Otra característica de la Regla es su insistencia en el trabajo físico, que ha de ser compartido por todos. Salvo en casos muy especiales de dotes excepcionales para una clase de trabajo, o de enfermedad, todos han de turnarse en las distintas ocupaciones. Así, por ejemplo, habrá cocineros semaneros, quienes prepararán los alimentos durante una semana. Tal ocupación no ha de ser vista con desprecio o desagrado, sino todo lo contrario, y por ello Benito prescribe que cada semana el cambio del grupo de cocineros se haga en el oratorio, y hasta establece un breve rito para ello. Además, todos se turnarán en trabajar en los campos y en todas las demás tareas necesarias para el sostenimiento del monasterio.

La distribución de las tareas, sin embargo, ha de tomar en cuenta la condición de los enfermos, los ancianos y los niños. Para los tales el rigor de la Regla ha de mitigarse. Su trabajo no ha de ser pesado. Y los más débiles recibirán carne, de la cual todo el resto de la comunidad ha de abstenerse.

En el monasterio no se les dará preferencia alguna a los monjes que procedan de familias ricas o poderosas. Aún más, si tales familias le envían algo a su pariente, lo que haya sido enviado no le será dado al monje, sino al abad, para que disponga de ello según le parezca mejor.

En los casos en que sea necesario establecer un orden de autoridad o de respeto, esto no se hará de acuerdo al orden del mundo exterior, sino según el nuevo orden del monasterio. El rico no tendrá más autoridad que el pobre, pues en el monasterio todos son pobres. Ni tampoco tendrá autoridad el anciano sobre el joven, pues en el monasterio la edad se contará, no a partir del nacimiento carnal, sino a partir del momento en que se entró a la vida monástica.

El voto de pobreza del monje benedictino tenía entonces un propósito distinto del que hacían los monjes del desierto. En el Egipto, muchos abrazaban la pobreza como un modo de renunciación individual. Para San Benito, la pobreza individual es un modo de establecer un nuevo orden colectivo. Mientras el monje ha de ser absolutamente pobre, sin poseer cosa alguna, el monasterio sí ha de tener todo lo necesario para la vida de la comunidad: vestidos, provisiones, instrumentos de labranza, tierras, habitaciones, etc. Luego, la pobreza del monje individual es un modo de unirlo aún más a la comunidad, al evitar que tenga de qué gloriarse frente a ella. Si el monasterio carece de algo, el monje ha de aceptar esa carestía. Pero lo ideal no es que el monasterio carezca, sino que haya todo lo necesario para un régimen de vida razonable. Por tanto el monje benedictino, en contraste con su congénere del desierto, sufrirá necesidad sólo en casos extremos.

Por otra parte, esto no quiere decir que San Benito proponga una vida muelle. Al contrario, cada monje se esforzará por necesitar lo menos posible. Cada monje ha de aportar a la vida comunitaria todo lo que le sea posible, según los límites de la fuerza y la salud de cada uno. Pero la repartición no se hará sobre la base de lo que cada uno aportó, sino según lo que cada uno necesite. Unos recibirán más que otros. Por ejemplo, los enfermos recibirán carne. Pero esto no quiere decir que se prefiera a unos sobre otros, sino que se han de tomar en cuenta las flaquezas de cada cual. “El que necesita menos, esté agradecido y no se lamente; y el que necesita más, humíllese por su debilidad, y no se gloríe en lo que ha recibido por misericordia.” Aunque nos hemos detenido a considerar el régimen administrativo del monasterio, para San Benito la principal ocupación de los monjes debía ser la oración. Cada día había horas dedicadas a la oración privada, pero la mayor parte de las devociones tenía lugar en el culto común en la capilla u oratorio. Este culto se celebraba diariamente ocho veces, siete de ellas durante el día y una en medio de la noche, siguiendo las palabras del salmista: “Siete veces al día te alabo” (Salmo 119:164) y “a medianoche me levanto para alabarte” (Salmo 119:62).

El día se empezaba a contar con la oración de medianoche, que en realidad tenía lugar de madrugada, antes de rayar el día, y se llamaba “Vigilias” (después recibió el nombre de Maitines). Durante el día se oraba en las horas llamadas Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. Los orígenes de estas horas de oración son diversos. Algunas de ellas se remontan a las costumbres de los judíos en la sinagoga, y hay indicios de que los primeros cristianos continuaron observándolas (por ejemplo, en Hechos 3:1 y 10:9). Otras son de origen monástico. En todo caso, la forma que San Benito les dio continuó usándose a través de toda la Edad Media y, con ciertas modificaciones, hasta nuestros días.

En esas horas de oración, la mayor parte del tiempo se dedicaba a recitar los Salmos y a leer otras porciones de las Escrituras. Según la Regla de San Benito, los Salmos debían recitarse todos cada semana. Las otras lecturas de la Biblia dependían de la hora de oración, el día de la semana y la época del año.

El resultado de todo esto era que casi todos los monjes se sabían de memoria todos los Salmos, así como muchas otras porciones de la Biblia. Por tanto, no es correcto decir que durante la Edad Media no se leía la Biblia. Al contrario, debido al impacto del monaquismo benedictino, la mayoría de los monjes (y muchos laicos devotos) de la Edad Media podían recitar la Biblia de memoria por horas y horas. El propio Lutero muestra en sus obras un conocimiento de los Salmos que sería sorprendente de no haber sido antes monje, y por tanto haber recitado todos los Salmos cada semana por años y años.

El desarrollo del monaquismo benedictino

Aunque la Regla de San Benito dice poco acerca del estudio, pronto el monaquismo benedictino se distinguió en ese sentido. Ya antes de San Benito, Casiodoro, el exministro del rey godo Teodorico, había combinado en su retiro la vida monástica con el estudio. Pronto el régimen benedictino se unió al ejemplo de Casiodoro, y los monasterios benedictinos se volvieron centros de estudio donde se copiaban y conservaban manuscritos. En cierto sentido, aunque no explícitamente, la Regla apoyaba esa práctica, pues a fin de poder recitar los Salmos y leer las Escrituras en las horas de oración era necesario que los monjes supieran leer, y que el monasterio tuviese manuscritos. Luego, según el resto de la Europa occidental fue olvidándose de las letras de la antigüedad, los monasterios fueron volviéndose centros en los que esas letras se conservaban y estudiaban. El “scriptorium” en que los monjes copiaban manuscritos vino a ser uno de los principales vínculos de la Edad Moderna con la antigüedad (sobre todo la antigüedad cristiana).

Además, ya hemos visto que en varios lugares de la Regla se mencionan niños. Esto se debía a que había padres que por diversas razones dedicaban sus hijos a la vida monástica. Estos niños no tenían la libertad de abandonar el monasterio cuando llegaban a ser adultos, sino que los votos que sus padres habían hecho en su nombre eran tan válidos como si ellos mismos los hubieran hecho. Naturalmente, en algunos casos esto acarreó graves problemas, pues daba lugar a que hubiese monjes que no querían serlo. En siglos posteriores, esta práctica llegó a corromperse hasta tal punto que muchos nobles y reyes utilizaban los monasterios para colocar en ellos a sus hijos ilegítimos, o a veces a algún hijo menor que podría complicar la herencia.

Por otra parte, esto también hizo que los monasterios se volvieran escuelas en las que estos niños dedicados a la vida monástica aprendían sus primeras letras. Pronto las escuelas monásticas fueron prácticamente las únicas que hubo en Europa occidental, y los monjes se volvieron los maestros de todo un continente.

Si el impacto cultural del monaquismo benedictino es notable, no lo es menos su impacto económico. Los monjes benedictinos le devolvieron al trabajo la dignidad que había perdido entre las clases supuestamente más refinadas. Mientras los ricos pensaban que el trabajo físico debía quedar reservado para las clases bajas, que supuestamente eran ignorantes e incapaces de elevarse al nivel de los ricos, los monjes, muchos de ellos provenientes de familias ricas, le mostraron al mundo la posibilidad de combinar la más rigurosa vida religiosa e intelectual con el trabajo físico.

En siglos posteriores (principalmente a partir del XVIII) los historiadores, filósofos y teólogos han tendido a despreciar el pensamiento que se produjo en aquellos antiguos monasterios benedictinos. Se dice que se trata de un pensamiento crudo, sin vuelos especulativos, y carente de originalidad. Todo esto es  cierto. Pero también es cierto que se trata de un pensamiento con profundas raíces en la realidad humana, en el sudor y la tierra, que no pueden lograr los historiadores, teólogos y filósofos que no cultivan la tierra ni preparan sus propios alimentos. Además, los monjes benedictinos, en su dedicación a la agricultura, sembraron campos que habían quedado abandonados, talaron bosques, y de mil maneras le dieron cierta medida de estabilidad a un continente continuamente sacudido por guerras y rumores de guerras. Cuando, a consecuencia de esas guerras y de las migraciones en masa que las acompañaron, muchas gentes sufrieron hambre, fueron frecuentemente los monjes quienes pudieron alimentarles con los recursos de su propio trabajo. Por otra parte, el monaquismo benedictino vino a ser el brazo derecho en la obra misionera de la iglesia medieval. Agustín, el misionero que logró la conversión del rey Etelberto de Kent, y que llegó a ser el primer arzobispo de Canterbury, era monje benedictino. Y también lo eran los treinta y nueve monjes que lo acompañaron y los muchos que lo siguieron. Quizá el mejor ejemplo de la relación entre la expansión misionera y el monaquismo benedictino sea Bonifacio. Este era natural de Inglaterra, donde nació alrededor del año 680. A los siete años, al parecer por su propia voluntad y con la anuencia de sus padres, ingresó en un monasterio. Puesto que en toda Inglaterra se había hecho sentir el impacto de Agustín y sus sucesores, el monasterio a que Bonifacio ingresó era benedictino. Allí pasó sus primeros años, hasta que fue transferido a otro monasterio mayor para continuar sus estudios. En este nuevo monasterio pronto descolló por su devoción y su inteligencia, y fue hecho director de la escuela y ordenado sacerdote. Empero Bonifacio se sentía llamado a la obra misionera, y en el año 716 partió hacia los Países Bajos, tierras habitadas por el pueblo bárbaro y pagano de los frisones. Cuando las circunstancias políticas le impidieron continuar la obra, regresó a Inglaterra por un breve período, y de allí fue a Roma, donde el papa Gregorio II lo comisionó para que fuese en su nombre a emprender de nuevo su misión. Esto lo hizo Bonifacio con el apoyo, no sólo de Gregorio, sino también de los gobernantes francos, que estaban interesados en la labor misionera como un medio de pacificar sus fronteras.

Debido a sus relaciones con los gobernantes francos, a la larga Bonifacio dedicó la mayor parte de sus esfuerzos, no a las misiones entre los frisones, sino a reformar y organizar la iglesia en los territorios francos. En el año 743 fijó su residencia en Maguncia, que pertenecía a los francos, y desde allí se dedicó a fundar monasterios en toda la región, que a su vez fuesen centros para la reforma de la iglesia. Puesto que Bonifacio era benedictino, en todos los monasterios fundados por él se observaba la Regla de San Benito. Además fue él quien, como representante del papa, ungió a Pipino como rey de los francos.

Por fin, tras pasar largos años en la relativa seguridad de los territorios francos, Bonifacio decidió emprender una vez más la evangelización de los frisones. En esa empresa lo acompañaron algunos monjes, pues parte de su propósito era fundar un monasterio benedictino en los Países Bajos. Pero cuando iban de camino fueron atacados y muertos por una banda de ladrones.

Las vidas de Bonifacio y de Agustín de Canterbury sirven para darnos una idea del modo en que la Regla benedictina se extendió primero a las Islas Británicas, y después al reino de los francos y sus alrededores. Si pudiéramos continuar aquí esa historia, veríamos cómo después penetró en España y otros territorios. En otros capítulos veremos cómo fue necesario reformar el movimiento repetidamente. Pero lo que aquí nos interesa es sencillamente mostrar cómo el monaquismo benedictino se extendió, y su contribución al nuevo orden que nacía.

Esa expansión del monaquismo benedictino se relacionó estrechamente con su alianza con el creciente poder papal. Según veremos en el próximo capítulo, el papado fue el otro elemento de estabilidad en medio del desorden que siguió a las invasiones de los bárbaros. Y para llevar a cabo su tarea, el papado contó ante todo con el monaquismo benedictino.

Esa alianza nació en medio de circunstancias al parecer tristes para los benedictinos. En el año 589 Montecasino, el monasterio fundado por San Benito, fue atacado y quemado por los lombardos.

Los monjes se vieron obligados a huir a Roma. Allí hicieron fuerte impacto sobre Gregorio, quien al año siguiente sería elegido papa. Tan pronto como Gregorio ocupó esa posición, comenzó a hacer todo lo posible por fomentar el uso de la Regla de San Benito. Primero varios de los monasterios de Roma se acogieron a ella. Y después, a través de la obra de Agustín y de otros como él, el monaquismo benedictino fue exportado a otras regiones de Europa. La obra de Bonifacio es entonces continuación de la de Gregorio y Agustín.

En una época de desorden e incertidumbre, era necesario que surgiesen elementos de unidad que guiasen a Europa hacia el nuevo orden que habría de surgir. Esos elementos fueron el monaquismo benedictino y el papado. Puesto que en este capítulo hemos discutido los orígenes de ese monaquismo, hemos de dedicar el próximo a discutir el desarrollo del poder papal.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 263–272). Miami, FL: Editorial Unilit.


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