Ningún bien tengo fuera de Tí

“Yo dije al Señor: Tú eres mi Señor; ningún bien tengo fuera de ti” (Salmos 16:2).

En salmos 16 David toma refugio en el Señor. Tomar refugio incluye la oración de David para que Dios lo guarde. En otras palabras, la oración “protégeme” (Salmos 16:1) es en sí misma un refugio en Dios. Pero David no sólo le pide a Dios que lo guarde. También habla y declara la verdad a Dios. Él se regocija en Jehová, su refugio (Salmos 16:2).

La última frase del verso 2 está llena de profundas verdades teológicas y combustible para la adoración. Entonces, ¿Qué quiere decir David cuando dice “ningún bien tengo fuera de tí?

Dios es la fuente de toda bondad

Cada cosa buena viene del Dios que es Bueno. Dios es el hacedor y sustentador de todos las cosas creadas. Por eso, en Génesis 1, Él crea y luego evalúa su obra: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Gn 1:31).

Anselmo de Canterbury (1033-1109), el brillante teólogo medieval, vio en esta verdad evidencia convincente de la existencia de Dios. Él veía que todos estaban de acuerdo en que hay una gran variedad de bienes en el mundo. Hay bienes físicos, bienes intelectuales, bienes relacionales. Esto es un hecho básico de la realidad. Y a partir de este hecho, Anselmo pregunta, “¿Qué hace a los bienes buenos?”, y concluye que las cosas buenas no son buenas por sí solas. En su lugar, debe haber un bien mayor que haga todas las otras cosas buenas también.

En otras palabras, Anselmo razonó que debe haber un bien supremo que es la fuente de todas las otras bendiciones. Al hacerlo, él seguía los pasos de David en Salmos 16. David confiesa que hay un Bien Supremo que hace a todas las otras cosas buenas. Y Jehová es este bien supremo. O, como David dijo en otro pasaje, Dios es mi “supremo gozo”, literalmente, el gozo de los gozos (Salmos 43:4). David sabe que su refugio es el gozo fundacional sobre el cual todo gozo es construído.

La bondad de Dios es única

Todos los bienes creados son finitos, temporales y cambiantes. Pero Dios es infinito, eterno, e inmutable. El apóstol Santiago celebra esta realidad: “Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación” (Stg 1:17).

Los bienes creados hacen sombra. No importa cuán buenos sean, no son bienes infinitos. Son limitados y desaparecen. Pero Dios no tiene sombra, y Él no cambia. Su bondad no tiene límite. La suya es una bondad absoluta y esencial.

Dios es la bondad misma

Las perfecciones de Dios no son sólamente cualidades que Él casualmente tiene. Son esenciales en Él. Son nuestras descripciones humanas de Su ser, Su esencia, Su naturaleza, lo que lo caracteriza. Ésto es lo que significa que Dios sea santo. Sus atributos son completamente perfectos y distintos de los atributos derivados y dependientes de Sus criaturas.

Llamamos a un hombre “justo” porque cumple con el estándar de justicia. Llamamos a un hombre sabio porque se conforma al camino de la sabiduría. Pero Dios es el estándar. Él es el camino. Él no es solamente justo; Él es la justicia misma. Él no es solamente sabio; Él es la sabiduría misma. Él no es solamente fuerte; Él es la fuerza misma. Él no es solamente bueno; Él es la bondad misma. O, nuevamente, el Señor no es solamente justo, sabio, fuerte y bueno. Él es el Justo, Sabio, Fuerte y Bueno.

Esto significa que Dios sea Dios, que Dios sea Jehová, Yo Soy Quién Yo Soy. Por eso Jesús puede decir “Nadie es bueno, sino solo uno, Dios” (Mr 10:18). Él es la fuente de toda bondad, el orígen de todo placer y gozo. Él es infinito, eterno, inmutable, incansable, autosuficiente y suficiente, sin límite ni disminución.

Dios no necesita de mi bondad

Porque Dios es la fuente de toda bondad, mi bondad no lo beneficia de ninguna manera. Él está sobre toda necesidad y mejora. Como Pablo dice, “no mora en templos hechos por manos de hombres, ni es servido por manos humanas, como si necesitara de algo, puesto que Él da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hch 17:24-25).

En este salmo, David revela el hecho de que él no tiene nada para ofrecer a Dios sino su pobreza, su debilidad, su necesidad. Él no tiene don que darle a Dios para devolverle. El Señor es suficiente, y lo es porque Él es suficiente y puede serlo para mi. Esto es porque no tiene necesidad, y puede satisfacer las mías. Lo es porque Él es la Bondad Suprema en la que me puedo refugiar.

Las gotas y el océano

Finalmente, no perdamos el hecho de que estas grandes verdades teológicas son profundamente personales para David. David no solamente confiesa que Jehová es el Señor; él dice “Tú eres mi Señor”. Qué maravillas están implicadas en ese pequeño pronombre posesivo. La fuente eterna e infinita de la bondad, de alguna forma, me pertenece. En Su suficiencia infinita, Él se condesciende y me permite llamarlo “mío”. Mi Señor, mi Maestro, mi Rey.

Y esto significa que Dios no es solamente la mayor y suprema Bondad. Él es mi Bondad. Y que Él sea mi mayor bondad debe ser mi mayor placer. Mi bienestar y felicidad se encuentran en Él, y sólo en Él. Jonathan Edwards (1703–1758) expresó esta gloriosa verdad tan bien como nadie más en su sermón La verdadera vida del Cristiano: Una travesía hacia el cielo:

“Dios es el bien mayor de la criatura sensata. Su disfrute es nuestra felicidad, y es la única felicidad con la que nuestras almas pueden estar satisfechas. Ir al cielo, completamente disfrutar de Dios, es infinitamente mejor que las mejores comodidades que pueda haber aquí: mejor que padres y madres, esposos, esposas, o niños, o que la compañía de cualquiera de nuestros amigos terrenales. Estas no son sino sombras; pero Dios es la sustancia. Son rayos de luz dispersos; pero Dios es el sol. Son pequeñas corrientes; pero Dios es la fuente. Son gotas; pero Dios es el océano”. (Las Obras de Jonathan Edwards, 17:437-38).

Este artículo se publicó originalmente en inglés en https://www.desiringgod.org/articles/i-have-no-good-apart-from-you

Lo que la Biblia dice sobre las adicciones

Lo que la Biblia dice sobre las adicciones
Por L. Michael Morales

Nota del editor:Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Las adicciones

«Señor, dame castidad y continencia», oraba una vez el joven Agustín, «pero todavía no». De hecho, el que llegaría a ser obispo de Hipona y uno de los teólogos más grandes de la historia de la iglesia describió su vida temprana como encadenada por los placeres mortales de la carne. En sus Confesiones, Agustín relata cómo el Espíritu Santo aplicó poderosamente la Palabra de Dios a su corazón, convirtiéndolo a través de un pasaje de Romanos 13:

Andemos decentemente, como de día, no en orgías y borracheras, no en promiscuidad sexual y lujurias, no en pleitos y envidias. Antes bien, vístanse del Señor Jesucristo, y no piensen en proveer para las lujurias de la carne (vv. 13-14).

Confiando humildemente en la gracia capacitadora de Dios, Agustín aprendería una nueva oración: «Señor, concédeme lo que ordenas y ordena lo que deseas».

Al describir su experiencia en términos de esclavitud y liberación, Agustín estaba evaluando su vida a través del lente y la cosmovisión de las Escrituras, sus pensamientos expresados de una manera profundamente bíblica, proporcionándonos una entrada útil al tema en cuestión. Aunque la palabra adicción puede parecer un término adecuado para describir cualquier tipo de comportamiento compulsivo y habitual, independientemente de sus efectos negativos, este término no aparece en la Biblia, la cual habla más bien del principio dominante del pecado, la esclavitud subyacente y la causa fundamental de muchas de nuestras propensiones desviadas. El lugar para comenzar nuestra consideración bíblica de las adicciones, entonces, es con el problema mucho más profundo de la caída de la humanidad y la consecuente esclavitud al pecado.

El Todopoderoso creó a los seres humanos a Su imagen y semejanza para que disfrutaran de la comunión con Él en el día de reposo y para que gobernaran como señores de la creación en Su nombre. Esta libertad y dignidad, sin embargo, fueron despreciadas y arruinadas en la rebelión. Aunque la serpiente había prometido igualdad con Dios por comer el fruto prohibido, el resultado amargo de la transgresión de Adán fue la corrupción revolucionaria de su naturaleza: el humano gobernador de la creación se corrompió moralmente al caer bajo el dominio del pecado. Esta condición de pecado y miseria no se limitó a la primera pareja humana. La doctrina bíblica del pecado original, formalizada como ortodoxa a través de los esfuerzos del propio Agustín, enseña que toda la humanidad que desciende de Adán por generación ordinaria nace con una naturaleza corrupta, manchada por el principio del pecado. Una doctrina similar, denominada «depravación total» por los teólogos reformados, explica que cada parte de los seres humanos —nuestras mentes, nuestras voluntades, nuestras emociones, incluso nuestra carne— está impregnada del poder del pecado. No es que las personas sean tan malas en la práctica como podrían serlo, sino que cada parte de nuestra naturaleza está manchada y contaminada por el pecado. Debido a que esta esclavitud está forjada por los lazos de nuestras propias voluntades y deseos profundos, somos impotentes para liberarnos. Inclinados hacia el pecado, seguimos naturalmente las pasiones degradantes, ahondando cada vez más en el fango de la vergüenza y la depravación (Ro 1:21-32). Peor aún, la Biblia explica que la esclavitud de la humanidad al pecado es la marca de que estamos bajo el dominio del maligno, Satanás, y de que vivimos según sus designios y estamos destinados al juicio eterno (Ef 2:1-3). Solo en el contexto de esta cruda realidad —que la humanidad está espiritualmente muerta, esclavizada al pecado, bajo el dominio del maligno y encaminada hacia el más espantoso juicio— se puede tener una discusión significativa sobre las adicciones de una persona. Claramente, nuestra necesidad no es primero un plan para mantener a raya ciertas propensiones; más bien, necesitamos ser liberados de la esclavitud y recreados según una nueva humanidad.

Cuán desesperantemente oscura sería esta situación si la Palabra de Dios no hubiera revelado también el amor infinito, eterno e inmutable del Padre quien, siendo rico en misericordia, ha logrado nuestra liberación por medio de Su Hijo (Jn 3:16; Ef 2:4-6; 1 Jn 3:8). Jesús llevó cautiva la cautividad para liberar a Su pueblo; el Espíritu Santo aplica la obra de Cristo a nuestros corazones y nos crea de nuevo, al darnos nacimiento y libertad celestiales. En su primera carta a la iglesia de Corinto, Pablo enumera muchas clases de pecadores —desde fornicadores, adúlteros y homosexuales hasta ladrones y borrachos— y luego declara: «Y esto eran algunos de ustedes» (6:11). ¿Cómo se rompieron estos lazos titánicos? El mismo versículo explica que estos, que antes estaban tan atados a los pecados hasta el punto de ser definidos por ellos, ahora habían sido lavados, apartados y hechos justos en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de Dios.

Sin embargo, ser liberado de la esclavitud del pecado no es el final de la historia. La conversión inaugura nuestra batalla espiritual contra los deseos pecaminosos, y la Biblia enseña mucho sobre nuestra necesidad de participar diariamente en esta guerra, así como sobre la naturaleza de las armas de nuestra guerra. Para empezar, se advierte con urgencia a los cristianos de la posibilidad real de someterse de nuevo a la esclavitud. Aunque realmente hay un consuelo maravilloso en la declaración de Pablo en 1 Corintios 6:11, su objetivo general en ese contexto es advertir a los santos sobre la posibilidad de volver a someterse al dominio incluso de las prácticas lícitas: «yo no me dejaré dominar por ninguna», escribe (6:12). Del mismo modo, Pablo advierte a la iglesia de Roma de la esclavitud que espera a los que, suponiendo que la gracia hace menos peligrosos los deseos corruptos, se someten en obediencia al pecado (Ro 6:16). Para que no nos engañemos, estas advertencias están reforzadas en las Escrituras por la afirmación franca de que —independientemente de la profesión de fe de cada uno— los que de hecho son fornicarios, sodomitas, borrachos, mentirosos, etc., no heredarán en modo alguno el reino de Dios (1 Co 6:9-10; Gá 5:19-21; Ef 5:5-7; Ap 21:8, 27). Por lo tanto, los cristianos deben mantenerse firmes en la libertad de Cristo para no volver a ser enredados con un yugo de esclavitud (Gá 5:1). A medida que una generación en Occidente olvida que los cristianos constituyen la «iglesia militante» en medio de una guerra hostil y que nuestros enemigos —el mundo, la carne y el diablo— se afanan por nuestra destrucción, no deben sorprendernos nuestras fatalidades espirituales.

Ante esta perspectiva sobria, la Palabra de Dios nos llama a huir de nuestras lujurias naturales, que pueden encadenarnos de nuevo, y a esforzarnos por progresar en la santificación. La Biblia suele utilizar lo que muchos consideran imágenes bautismales para describir nuestro papel en la santificación: se nos instruye para que nos despojemos de las obras de la carne, que son como muchos harapos de nuestra vieja naturaleza adámica, y nos revistamos de Cristo Jesús, de Su carácter justo y de Su obediencia (Gá 3:27; Ef 4:22-24). El aspecto de «despojarse» se relaciona con la mortificación deliberada y disciplinada del pecado, que requiere tanto un esfuerzo vigoroso como un sacrificio; Pablo, por ejemplo, relata cómo golpeó su propio cuerpo para someterlo (1 Co 9:27). Hemos de dar muerte sin piedad a las obras del cuerpo, sin hacer ninguna provisión para la carne, y esto ha de hacerse —de hecho, solo puede hacerse— por el Espíritu Santo (Ro 8:13). El Espíritu nos aplica la propia muerte de Cristo al pecado, permitiéndonos morir cada vez más profundamente con Él y en Él para vivir cada vez más profundamente con Él y en Él para Dios. Como soldados disciplinados que se visten con toda la armadura de Dios, debemos permanecer en la lucha (Ef 6:10-18), recordando la advertencia de Jesús de que deben aplicarse medidas prácticas (bastante severas en Mt 5:27-30, incluso como lecciones objetivas) para mortificar los hábitos pecaminosos.

El aspecto de «revestirse» se relaciona con el entrenamiento en la piedad, el reemplazo intencional de los hábitos corruptos por un comportamiento que honre a Dios. A menudo, el caminar positivamente en las buenas obras es socavado por un enfoque obsesivo en nuestras compulsiones pecaminosas; sin embargo, el intento de negar los hábitos carnales aparte de cultivar las virtudes cristianas como su reemplazo está condenado al fracaso. No obstante, el deseo de Dios de obtener frutos de nuestros beneficios del evangelio es apremiante y serio (Lc 13:6-9; Jn 15:5-8). Una vez más, no hay que ignorar las medidas prácticas: levantarse temprano y trabajar duro en nuestras vocaciones por el reino de Cristo es un antídoto seguro contra una multitud de pecados perniciosos, mientras que la falta de laboriosidad engendra impiedad (1 Ti 5:9-14).

Por último, la Biblia enseña que las armas de nuestra guerra son los mismos medios que Dios ha ordenado para nuestro crecimiento espiritual, todos los cuales fluyen dentro y fuera de la comunión con Dios en la adoración corporativa. La superación de las adicciones pecaminosas implica aprender principalmente a deleitarse en el Señor en Su día de reposo: disfrutar de Su presencia mientras nos deleitamos con la proclamación de Su Palabra, nos alimentamos con Sus sacramentos, nos consolamos con Su renovado perdón de nuestros pecados confesados, derramamos nuestros corazones hacia Él en la oración, participamos en una comunión piadosa y recibimos gustosamente Su bendición —Su presencia, poder y protección— para los días venideros. Al comprender nuestra dependencia absoluta del poder del Espíritu, quien resucitará nuestros cuerpos como nuevas creaciones, y al entender cómo Él otorga la gracia solo a través de estos canales, no nos apresuraremos a descartar por ser demasiado espirituales preguntas pastorales como: «¿Has orado por esto pidiendo “líbranos del mal”, con ayuno?». Más bien, comenzaremos humildemente a aprender las tácticas de nuestra guerra.

Volviendo al punto de la comunión con Dios, aquí debemos tener cuidado de no separar a Cristo de Sus beneficios. Nuestra necesidad verdadera siempre es mirar a Cristo mismo, nuestro Mediador todo suficiente, en la gloria de Su triple oficio: nuestro Profeta que nos revela la Divinidad; nuestro Sumo Sacerdote que siempre vive para interceder por nosotros; y nuestro Rey conquistador que somete a nuestros enemigos internos y externos. La provisión abundante de Dios en Él —todas las bendiciones espirituales— (Ef 1:3) es mucho mayor que nuestras debilidades. Al mirar a Cristo con fe, aprendamos con Agustín que Dios realmente concede lo que ordena.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
L. Michael Morales
El Dr. L. Michael Morales es profesor de estudios bíblicos en el Greenville Presbyterian Theological Seminary y un anciano docente PCA. Él es el autor de Who Shall Ascend the Mountain of the Lord?