SALMO 121 «Mi ayuda proviene del SEÑOR, creador del cielo y de la tierra».

SALMO 121
«Mi ayuda proviene del SEÑOR, creador del cielo y de la tierra»
(Sal. 121:1-2).
Todo sucedió en una fracción de segundo. Conducía el automóvil rumbo al aeropuerto para ir por un amigo, cuando el auto que me pasaba a mi izquierda perdió el control, se estrelló contra el muro de contención, y antes de que yo pudiera hacer nada, giró e impactó mi auto, a unos cuantos centímetros de mi puerta.
El auto fue pérdida total. Cuando mi auto se detuvo, y me percaté de que estaba bien y no había salido herido, inmediatamente alcé mi vista por el vidrio delantero, buscando ayuda. Allí venían varias personas, acercándose hacia mí para ver si estaba bien.
La situación en la que me encontré me recuerda un poco al Salmo 121. Este salmo era uno que los peregrinos cantaban cuando subían a Jerusalén a una de las fiestas judías. El salmista alza su mirada a las montañas preguntándose si de allí encontrará socorro (v. 1). ¿Hacia dónde miras cuando te encuentras en dificultad? Muchas veces Dios nos pone en situaciones difíciles para que reconozca- mos que, si nuestra mirada no está puesta en Él, entonces está en el lugar equivocado.
El salmista responde a la pregunta inmediatamente: «Mi soco- rro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra» (v. 2). El Dios que hizo la Vía Láctea, el Sol y los anillos de Júpiter, el que hizo al águila que surca el cielo buscando comida, y el que hizo el pez más pequeño que nada solitario en la oscuridad, es el mismo Dios que te auxilia.
No solamente Dios nos socorre, sino que también nos guarda. Así como Dios guardaba al pueblo de Israel, guarda ahora a Su pueblo, la Iglesia. Dios no se duerme (v. 3). Ni siquiera le da sueño (v. 4). El verdadero Dios existe en sí mismo y es todopoderoso. No tiene necesidad de recargar fuerzas. No tiene necesidad de que le recuerden algo.
¡Ese es el Dios que nos guarda (v. 5)! Es como una sombra que nos dice que, aunque no podamos verlo físicamente, Él está allí. Dentro de la voluntad de Dios, no hay nada que pueda dañarnos (v. 6). Y cuando Dios, en Su eterna sabiduría, decide que lo mejor para nosotros es pasar por un momento de prueba (como han pa- sado incontables de creyentes durante la historia de la Iglesia), Él preserva lo más preciado que tenemos: nuestra alma (v. 7).
Aquella ocasión, mientras mi auto giraba sobre su eje, antes de salirse de la carretera y estrellarse contra un muro, de mi boca salió una oración continua: ¡Cuídame, Señor! Dios tuvo a bien conce- derme esa petición.
Cuando las cosas se salen de tu control, conf ía en Aquel que pue- de guardar «en el hogar y en el camino, desde ahora y para siempre» (v. 8). Mi deseo para mi vida y la tuya es que cuando estemos en alguna dificultad, podamos decir igual que el salmista: «Mi ayuda proviene del SEÑOR».

Las raíces del legalismo

Las raíces del legalismo
Por Stephen Nichols

Nota del editor:Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

no de los muchos aportes de Martín Lutero consiste en la palabra latina incurvatus. Suena como algo que un dentista te diría que tienes mientras te pincha y te clava los molares. Pero no es eso. Significa «vuelto hacia dentro». Significa que somos egoístas, egocéntricos y ensimismados por naturaleza. Aunque esto por sí solo es más que condenatorio, la condición de incurvatus tiene un efecto aun más revelador. Como estamos volcados hacia adentro, pensamos que podemos alcanzar la justicia por nosotros mismos. Así que nos esforzamos, ansiosos, por alcanzar una posición correcta ante Dios.

¿Cuántas veces has oído decir a alguien que mientras nuestras buenas obras superen a las malas, Dios nos recibirá en el cielo con los brazos abiertos? ¿Cuántos sistemas religiosos se basan en las obras? ¿Cuántas personas se sienten atrapadas por sus incesantes intentos fallidos de alcanzar la perfección? Todos esos son casos de incurvatus. Es una epidemia.

Comprendiendo tan bien este concepto de incurvatus, Lutero dijo: «Es muy difícil para un hombre creer que Dios es misericordioso con él. El corazón humano no puede captarlo». Si no miramos a la gracia, nos miramos a nosotros mismos y a nuestros propios esfuerzos.

Ahí están las raíces del legalismo.

Las raíces del legalismo están en el propio corazón humano pecador y caído. El corazón manifiesta su condición pecaminosa en nuestro deseo paralizante de apoyarnos en nuestros propios méritos y en nuestras propias capacidades en el intento de salir de algún modo del pozo cenagoso del pecado y llegar hasta el cielo. La gracia nos parece una píldora demasiado amarga. Nos dice que nunca podremos ser lo suficientemente buenos.

Curiosamente, lo contrario al legalismo también tropieza con la gracia. Lo contrario al legalismo es el antinomianismo. Esta palabra incluye el prefijo griego anti, «contra, en lugar de», y la palabra griega nomos, «ley». Desde el punto de vista teológico, los antinomianos huyen de cualquier obligación a la ley o de cualquier mandato divino. Los antinomianos son como James Bond: tienen licencia para pecar. Pero esa es la triste mentira del antinomianismo. No es libertad, es una licencia.

La solución al legalismo no es el antinomianismo. La solución al antinomianismo no es el legalismo. La solución a ambos es la gracia, eso que Lutero nos dijo que era difícil de comprender. Explorar más a fondo las raíces del legalismo servirá no solo para desenmascararlo, sino también para mostrar los contornos brillantes y asombrosos de su solución: la gracia de Dios.

EL LEGALISMO EN LA ESCRITURA
La expresión más clara del legalismo en la Escritura aparece en las historias de los antagonistas en los evangelios, los fariseos. De hecho, gracias a ellos, tenemos el término farisaico, que se define como «hipócrita» y tiene que ver también con ser censurador y santurrón. Estas cosas no son buenas. En conjunto, son algo realmente malo. Otra definición nos informa que el término farisaico, significa un compromiso extremo con la observancia religiosa y el ritual, lejos de creer. Ambos aspectos de la definición son cruciales. La primera parte es el empeño por llegar, aunque sea con aprehensión, al cielo. La segunda parte nos remite a la cita de Lutero y a nuestra aversión a la gracia: simplemente no puede ser tan simple como creer.

Cristo se enfrentó a esta tendencia farisaica en casi todas las páginas de los evangelios. Una de las ocasiones fue la parábola sobre el fariseo y el publicano en Lucas 18. «Te doy gracias porque no soy como los demás hombres», oraba el fariseo. Ahí está la autojustificación. El fariseo manifestó además que ayunaba y diezmaba. Ahí está la obediencia externa.

En esta parábola, el fariseo se contrapone al recaudador de impuestos. El publicano simplemente oraba: «Ten piedad de mí, pecador». Ahí está el clamor por la gracia.

Unos versículos más adelante, un gobernante rico se le acerca a Cristo. También él cumple el rol de fariseo. También él manifiesta su santurronería. Al parecer, adonde sea que Cristo iba, se encontraba con fariseos.

Irónicamente, los fariseos, aunque entendían lo contrario, en realidad no se preocupaban por la ley de Dios. Ellos crearon todo un sistema de normas para poder eludir la ley de Dios. Eran expertos en crear vacíos legales. Tenían un sistema de leyes creado por el hombre para evitar la ley divina y llevaron a Israel por el mal camino. Por eso vemos que Jesús se opuso a ellos con tanta vehemencia y los definió como falsos pastores de Israel en la serie de «ayes» desencadenados en Mateo 23.

Antes de su conversión, Pablo era uno de esos falsos pastores. Pablo era un legalista consumado. De hecho, sería difícil encontrar a otra persona tan celosa por la ley. Él tenía conocimiento de primera mano cuando declaró: «Porque por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él» (Ro 3:20). Tenía conocimiento de primera mano cuando se lamentó: «Porque todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición» (Gá 3:10).

Pablo también tuvo experiencia de primera mano con la gracia. Por eso declaró con gozo: «Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley» (Gá 4:4-5). Es imposible estudiar a Pablo sin entrar en contacto con la gracia. Por eso leemos en Romanos 5 que todo nuestro esfuerzo llega a su fin en Cristo. Solo podemos alcanzar la paz con Dios por medio de la fe en Cristo, el único que cumplió la ley perfectamente.

EL LEGALISMO EN LA HISTORIA
Al volver a las páginas de la historia de la iglesia, vemos cómo el enfoque de la iglesia en la gracia fue eclipsado por el legalismo. Esto ocurrió a gran escala tras la controversia entre Agustín y Pelagio. A raíz de esa controversia, se sembraron las semillas que acabarían dando lugar a un sistema de obras en toda regla como lo fue la visión de la iglesia medieval sobre la salvación. La clave aquí es el cambio de la enseñanza bíblica sobre el arrepentimiento a la enseñanza de la iglesia sobre la penitencia.

El arrepentimiento está ilustrado en el recaudador de impuestos de la parábola de Cristo. El arrepentido simplemente oraba a Dios: «Ten piedad de mí, pecador». La penitencia es la lista de cosas que hay que hacer para quedar bien con Dios. En la época de Lutero, esa lista había crecido bastante. Por eso Lutero intentó en vano llegar a Dios siendo un buen monje. Lutero incluso se metió en el monasterio en un intento, muy equivocado, de agradar a Dios.

Solo una cosa resultó del ardiente trabajo de Lutero: se encontró aun más alejado de Dios y sumido en la ansiedad. Más adelante en su vida, incluso sufrió físicamente por sus intentos anteriores de alcanzar la justicia mediante estos esfuerzos. Pero en Su gracia, Dios llegó hasta Lutero. No podemos aprehender la gracia de forma natural. Por eso la gracia nos debe aprehender a nosotros.

Una rama de la Reforma inicialmente celebró esta gloriosa verdad de la gracia y luego se apartó de ella. En Zúrich surgieron los anabaptistas. Entre otras creencias, abogaban por retirarse de la sociedad y vivir en comunidades segregadas. Pronto desarrollaron un código de vestimenta y normas sobre cómo vivir y trabajar. Se llamaban a sí mismos menonitas, ya que seguían las enseñanzas de Menno Simons (1496-1561). En 1693, Jakob Ammann se separó de los menonitas por la práctica de «la prohibición», es decir, el rechazo a los que transgreden las normas. Sus seguidores serían conocidos como los amish. Pasaron del evangelio a las normas y las tradiciones.

La misma dinámica se produjo en el siglo XX en varios grupos fundamentalistas. Recuerdo entrar en una iglesia en los años setentas y encontrarme con dos grandes diagramas que mostraban las pautas aceptables de cabello y ropa para hombres y mujeres. El cristianismo se reducía a listas, sobre todo de lo que no hay que hacer.

Así como vemos que Cristo se enfrentó al legalismo en casi todas las páginas de los evangelios, también podemos encontrar legalismo en todas las páginas de la historia de la iglesia. También podemos encontrar lo contrario. El antinomianismo prosperó durante la Reforma. Prosperó y sigue prosperando en algunos grupos de fundamentalismo. Lamentablemente, podemos contar toda la historia de la búsqueda equivocada de Dios por parte de la humanidad rastreando estos hilos siempre presentes del legalismo y el antinomianismo.

EL LEGALISMO EN LA VIDA
Lo contrario al legalismo no es la licencia. Es la libertad. Lutero llamaba a Gálatas su «Katie». «Estoy comprometido con ella», decía. Es un cumplido que va en dos direcciones. Refleja cuán profundamente amaba a su esposa, y refleja cuán profundamente amaba el mensaje de Gálatas. Es «la epístola de la libertad».

Si queremos descubrir las raíces del legalismo, debemos mirar en última instancia a nuestra propia vida. La condición incurvatus nos impide ver nuestra verdadera necesidad. Nos engaña haciéndonos creer que somos básicamente buenos y que solo necesitamos ser mejores. El legalismo es realmente condenable y bastante perjudicial. El legalismo puede incluso catapultarnos hacia lo contrario, a una vida de licencia y a una vida, en última instancia, de rebelión.

La realidad es que no somos buenos. Qué ironía que parte de la «buena noticia» del evangelio sea que no somos buenos en absoluto. Y como no somos buenos, nunca podríamos mirarnos a nosotros mismos, sino que debemos mirar a Aquel que nació de una mujer, nacido bajo la ley. Él es el único justo. Guardó la ley y soportó su castigo por aquellos que confían en Él. Dios derrama Su gracia gratuitamente sobre nosotros por lo que Cristo ha hecho por nosotros. Cristo nos ha liberado (Gá 5:1).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Stephen Nichols
El Dr. Stephen J. Nichols es presidente de Reformation Bible College, director académico de Ligonier Ministries y maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries. Es el anfitrión de los podcasts 5 Minutes in Church History y Open Book. Es autor de numerosos libros, entre ellos For Us and for Our Salvation, Jonathan Edwards: A Guided Tour of His Life and Thought, Peace y A Time for Confidence, y es coeditor de The Legacy of Luther y de la serie de Crossway: Theologians on the Christian Life. Él está en Twitter @DrSteveNichols.

Estuvo muerto, pero ahora vive

Viernes 30 Septiembre
(Jesucristo dijo:) Estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos.
Apocalipsis 1:18
Estuvo muerto, pero ahora vive
La pequeña Mélodie estaba de vacaciones en casa de su tía, quien era cristiana. Ella contó a la niña varios episodios de la vida de Jesús en la tierra y su muerte en una cruz. La niña escuchó con atención. Pero era hora de ir a la cama. La mañana siguiente, instaladas en la mesa para desayunar, la tía propuso: “Mélodie, vamos a dar gracias al Señor antes de comer”. Pero la niña exclamó: “¡No, tía, ayer tú me contaste que él está muerto!”.

Sorprendida al comienzo, la tía se dio cuenta de que, en efecto, faltaba lo esencial del relato. Y muy rápido continuó: “Sí, Mélodie, ayer te conté que Jesús murió en una cruz, un viernes. Pero el domingo en la mañana él resucitó, es decir, volvió a vivir. Sus discípulos lo vieron, él les habló, les mostró sus manos, sus pies, donde todavía se veía la marca de los clavos. Incluso les permitió tocarlo. Ellos necesitaban estar seguros de que no era un espíritu, sino él, en un cuerpo de carne y hueso (Lucas 24:36-39). ¡Él murió, pero resucitó y hoy está vivo! Está en el cielo sentado sobre un trono”.

Sí, la realidad de la resurrección es un hecho capital, sin el cual la fe cristiana no tendría ningún valor. Como el apóstol Pablo dijo: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos” (1 Corintios 15:19-20).

¡Los cristianos no tienen un Salvador muerto, sino un Salvador vivo que subió al cielo!

“Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios… Cristo… murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Romanos 8:34; 14:9).

Amós 1-2 – Tito 1 – Salmo 108:7-13 – Proverbios 24:11-12

© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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Dejar de reunirse con la iglesia te hace daño espiritualmente

Dejar de reunirse con la iglesia te hace daño espiritualmente

Por Jonathan Leeman

Algunos pensarán que esto es insensible, otros pensarán que ya es tarde, pero quiero asegurarme de que se diga: dejar de reunirte físicamente con la iglesia te hace daño espiritualmente. Así que, cristiano cansado de la pandemia, trabaja para reunirte de nuevo con tu iglesia, incluso si tu iglesia sigue ofreciendo una opción virtual. Del mismo modo, pastor cansado de la pandemia, anime amablemente a su congregación cansada de la pandemia a reunirse tan pronto como pueda.

UNAS PALABRAS PARA LOS MIEMBROS
A los cristianos, déjenme admitir que no conozco su situación. No conozco las leyes a las que están sometidos ni los riesgos de salud que siguen existiendo para ustedes personalmente. Por eso, en un artículo para el público en general como éste, quiero dejar espacio para las diferentes circunstancias y conciencias. Los impedimentos providenciales son reales. Si la gripe te impide ir al trabajo, quédate en casa y no deberías sentirte culpable. Al mismo tiempo, sabes que quedarte en casa, con el tiempo, perjudica tu trabajo. Así que vuelve al trabajo tan pronto como puedas.

Del mismo modo, mientras piensas en tu propia situación de asistencia a la iglesia, con la esperanza de conversar con tus pastores, tal vez permanezcas provisionalmente impedido de asistir. El Señor muestra misericordia y gracia. Él hace provisión para el aislado, el soldado, el que no puede ir a la iglesia, y el anciano de alto riesgo.

Pero mientras sopesas todas las variables, quiero dejar una piedra en tu zapato. Si no puedes asistir, quiero que te sientas un poco frustrado por no poder asistir, para que no te sientas cómodo. Si no te sientes frustrado, algo va mal. El Señor nos ha ordenado no abandonar la congregación (Heb. 10:25). Y la ausencia de la reunión sí afecta a nuestro estado espiritual, aunque tengamos una razón legítima para no asistir, como estar enfermos o en cuarentena. Jesús diseñó el cristianismo y el progreso de nuestro discipulado para centrarse en las reuniones. Por tanto, la matemática es simple: Reunirse con la iglesia es espiritualmente bueno para ti. Dejar de reunirte físicamente con la iglesia te perjudica espiritualmente.

UNA PALABRA PARA LOS PASTORES
A los pastores, permítanme decirles que estoy planteando el tema ahora — en el invierno de 2021— porque estoy escuchando de ustedes que algunos de sus miembros se han vuelto complacientes. Me dicen que los miembros no están asistiendo cuando probablemente podrían hacerlo. Se sienten demasiado cómodos con la opción virtual.

De hecho, esta es la razón por la que algunas iglesias nunca ofrecieron el servicio de transmisión en vivo en primer lugar. No querían arriesgarse a fomentar el apetito por un sustituto muy poco sano. Muchas otras iglesias, sin embargo, tomaron una decisión diferente. Ofrecieron el sustituto menos sano. Sin embargo, en mi caso, lo hicimos sabiendo que había riesgos.

Uno de los riesgos es tentar a los miembros a pensar: «Oye, parece que me va bien espiritualmente con sólo ir a la iglesia cada semana. Tal vez no ir a la iglesia el domingo no sea un gran problema». Sin embargo, ahora es el momento, pastor, de que tengamos en cuenta esos riesgos, para que no vuelvan a casa.

Por tanto, te animo a que encuentres alguna manera de discutir esto con tu iglesia. No necesito decirte qué palabras usar. Puedes averiguar cómo animar a tus miembros a reunirse sin ser insensible a los que se encuentran en situaciones difíciles. Hace apenas unas semanas, nuestros propios ancianos discutieron este tema. Acordamos decir algo tanto en la reunión semanal como en las conversaciones individuales. Esto último nos permitiría ejercer la atención pastoral con individuos en diferentes situaciones. Sin embargo, acordamos que necesitamos recordar a la iglesia que no reunirse no es espiritualmente sano.

Además, te animo a que tú y tus compañeros ancianos discutan entre ustedes, como hicimos nosotros, si se debe desactivar la opción virtual y cuándo, o al menos restringirla más severamente. La iglesia virtual individualiza el discipulado cristiano. Sustituye sutilmente una fe familiar por una fe de consumo. Algunos de sus miembros seguirán eligiendo esa opción si está disponible, aunque no deberían hacerlo.

Reconozco que la iglesia virtual también parece atractiva por razones de evangelización. Los no cristianos parecen más propensos a sintonizar que a acudir. Lo entiendo. Pero la Biblia dice que los no cristianos no sólo necesitan una imagen tuya predicando; necesitan estar rodeados de cristianos adorando (1 Co. 14:24-25). En otras palabras, la iglesia virtual individualiza no sólo el discipulado, sino la evangelización. Muestra al mundo una imagen del cristianismo a través de palabras, no de palabras y vidas. Tal vez por eso el cristianismo creció durante 2000 años sin nuestros servicios virtuales.

Mientras tanto, el mandato bíblico de reunirse no es una carga (véase Heb. 10:25; 1 Juan 5:3). Es para nuestro bien, nuestra fe, nuestro amor y nuestra alegría. Es posible que tus miembros necesiten que se les recuerde esto.

Por Jonathan Leeman
Jonathan (@JonathanLeeman) edita la serie de libros 9Marks, así como el 9Marks Journal. También es autor de varios libros sobre la iglesia. Desde su llamado al ministerio, Jonathan ha obtenido un máster en divinidad por el Southern Seminary y un doctorado en eclesiología por la Universidad de Gales. Vive con su esposa y sus cuatro hijas en Cheverly, Maryland, donde es anciano de la Iglesia Bautista de Cheverly.

¿Cómo ha afectado la Caída del hombre a la humanidad?

«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Romanos 5:12). Los efectos de la caída son numerosos y de gran alcance. El pecado ha afectado cada aspecto de nuestro ser. Ha afectado nuestras vidas en la tierra y nuestro destino eterno.

Uno de los efectos inmediatos de la caída fue que la humanidad se separó de Dios. En el jardín de Edén, Adán y Eva tuvieron comunión perfecta y compañerismo con Dios. Cuando se rebelaron contra Él, esa comunión se rompió. Ellos se dieron cuenta de su pecado y se avergonzaron ante Él. Se escondieron de Él (Génesis 3:8-10), y el hombre ha estado escondiéndose de Dios desde entonces. Sólo a través de Cristo se puede restaurar esa comunión, porque en Él somos hechos justos y sin pecado a los ojos de Dios como Adán y Eva fueron antes de pecar. «Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en El» (2 Corintios 5:21, LBLA).

A causa de la caída, la muerte se convirtió en una realidad, y toda la creación estaba sujeta a ella. Todos los hombres mueren, todos los animales mueren, toda la vida vegetal muere. «…toda la creación gime a una» (Romanos 8:22), esperando el tiempo cuando Cristo volverá para liberarla de los efectos de la muerte. Por causa del pecado, la muerte es una realidad ineludible, y nadie es inmune. «Porque la paga del pecado es muerte, mas la dadiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 6:23). Peor aún, no sólo nos morimos, sino que si morimos sin Cristo, experimentamos la muerte eterna.

Otro efecto de la caída es que los seres humanos han perdido de vista el propósito para el cual fueron creados. El último y más alto propósito del hombre en la vida es glorificar a Dios y disfrutarlo para siempre (Romanos 11:36; 1 Corintios 6:20; 1 Corintios 10:31; Salmo 86:9). Por lo tanto, el amor a Dios es la base de toda moralidad y bondad. Lo opuesto es la elección de uno mismo como supremo. El egoísmo es la esencia de la caída, y lo que sigue es todos los otros delitos contra Dios. En todas sus formas, el pecado es un giro hacia uno mismo, que se confirma en cómo vivimos nuestras vidas. Llamamos la atención a nosotros mismos y a nuestras buenas cualidades y logros. Minimizamos nuestros defectos. Buscamos favores especiales y oportunidades en la vida, queriendo una ventaja extra que nadie más tiene. Nos enfocamos en nuestros propios deseos y necesidades, mientras que ignoramos los de los demás. En definitiva, nos situamos en el trono de nuestras vidas, usurpando el papel de Dios.

Cuando Adán eligió rebelarse contra su Creador, perdió su inocencia, incurrió en la pena de muerte física y espiritual, y su mente fue oscurecida por el pecado, al igual que las mentes de sus herederos. El apóstol Pablo dijo de los paganos, «Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada» (Romanos 1:28). Les dijo a los Corintios que «el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (2 Corintios 4:4). Jesús dijo: «Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas» (Juan 12:46). Pablo recordó a los Efesios: «ustedes antes eran oscuridad, pero ahora son luz en el Señor» (Efesios 5:8, NVI). El propósito de la salvación es «[abrir] sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios» (Hechos 26:18).

La caída produjo en los seres humanos un estado de depravación. Pablo habló de aquellos «teniendo cauterizada la conciencia» (1 Timoteo 4:2) y de aquellos cuyas mentes se obscurecen espiritualmente como resultado de rechazar la verdad (Romanos 1:21). En este estado, el hombre es totalmente incapaz de hacer o elegir lo que es aceptable a Dios, aparte de la gracia divina. «La mentalidad pecaminosa es enemiga de Dios, pues no se somete a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo» (Romanos 8:7, NVI).

Sin la regeneración sobrenatural del Espíritu Santo, todos los hombres permanecerían en su estado caído. Pero en Su gracia, misericordia y bondad amorosa, Dios envió a Su Hijo a morir en la Cruz y tomar el castigo por nuestro pecado, reconciliándonos con Dios, haciendo posible la vida eterna con Él. Lo que se perdió en la caída se reclama en la Cruz.

La definición de legalismo

La definición de legalismo
Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor:Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

Si quieres degradar a alguien en la iglesia, simplemente tienes que utilizar «la palabra que comienza con L» cuando hables con esa persona o sobre ella. El número de veces que un creyente ha llamado legalista a otro es incalculable. Los insultos suelen producirse cuando alguien de la iglesia cree que otro ha dicho o hecho algo que atenta contra la libertad cristiana. Al igual que su término hermano «fundamen…», la etiqueta de legalista se ha convertido en una especie de insulto religioso habitual en las iglesias orientadas a la gracia y centradas en el evangelio. Debemos ser extremadamente lentos a la hora de utilizar esta palabra cuando hablemos con o sobre otros en una comunidad eclesiástica. Puede ser que un creyente simplemente tenga una conciencia más débil o más blanda que otro (Ro 14-15). Además, los que aman la ley de Dios y procuran caminar cuidadosamente de acuerdo con ella siempre serán susceptibles de ser llamados legalistas.

Debemos cuidarnos de no lanzar descuidadamente la acusación de legalismo. Sin embargo, también debemos reconocer que el legalismo, en sus diversas formas, está muy vivo en las iglesias evangélicas y reformadas. También hay que evitarlo con la máxima determinación. Para evitar lanzar una falsa acusación contra un creyente, para evitar abrazar personalmente el legalismo y para ayudar a restaurar a un creyente que ha caído en el legalismo, debemos saber identificar este mal perenne tanto en sus formas doctrinales como prácticas.

LEGALISMO DOCTRINAL
El legalismo es, por definición, un intento de añadir algo a la obra terminada de Cristo. Es confiar en cualquier otra cosa que no sea Cristo y Su obra terminada para la posición de uno ante Dios. La refutación del legalismo en el Nuevo Testamento es principalmente una respuesta a las perversiones de la doctrina de la justificación por la fe sola. La mayoría de los oponentes del Salvador eran los que creían que eran justos por sí mismos, basándose en su celo y compromiso con la ley de Dios. Los fariseos, los saduceos y los escribas ejemplificaban, con sus palabras y sus actos, el legalismo doctrinal en los días de Cristo y los apóstoles. Aunque hacían ocasionales apelaciones a la gracia, con su autojusticia truncaron y tergiversaron el significado bíblico de la gracia. El apóstol Pablo resumió la naturaleza del legalismo judío cuando escribió: «Pues desconociendo la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree» (Ro 10:3-4).

Comprender la relación entre la ley y el evangelio en nuestra justificación es primordial para aprender a evitar el legalismo doctrinal. Las Escrituras enseñan que somos justificados por las obras del Salvador, no por las nuestras. El último Adán vino a hacer todo lo que el primer Adán no pudo hacer (Ro 5:12-21; 1 Co 15:47-49). Nació «bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley» (Gá 4:4-5). Vino a ser nuestro representante para cumplir las exigencias legales del pacto de Dios, es decir, para rendir a Dios una obediencia perfecta, personal y continua en nombre de Su pueblo. Jesús hizo merecedores de justicia perfecta a todos aquellos que el Padre le había dado. Nosotros, mediante la unión de fe con Él, recibimos un estatus de justicia en virtud de la justicia de Cristo que se nos imputa. En Cristo, Dios proporciona lo que Él exige. Las buenas obras por las que Dios ha redimido a los creyentes, para que andemos en ellas, no intervienen en absoluto en nuestra justificación. Son simplemente la evidencia necesaria de que Dios nos ha perdonado y aceptado en Cristo.

Sin embargo, el legalismo doctrinal también puede introducirse en nuestra mente por la puerta trasera de la santificación. El apóstol Pablo lo dio a entender en Gálatas 3:1-4. Los miembros de la iglesia de Galacia se habían dejado engañar creyendo que su posición ante Dios dependía en última instancia de lo que consiguieran en la carne en su andar cristiano. Es posible que comencemos la vida cristiana creyendo únicamente en Cristo y en Su obra salvadora y que luego caigamos en la trampa de imaginar tontamente que depende de nosotros terminar lo que Él ha comenzado. En la santificación, al igual que en la justificación, son ciertas las palabras de Jesús: «separados de Mí nada pueden hacer» (Jn 15:5).

El legalismo doctrinal en la santificación a veces es alimentado por predicadores apasionados que hacen hincapié en las enseñanzas de Jesús sobre las exigencias del discipulado cristiano, al tiempo que las separan de la enseñanza apostólica sobre la naturaleza de la obra salvadora de Cristo para los pecadores, o minimizan tal enseñanza. El renombrado teólogo reformado Geerhardus Vos explicó la naturaleza de esta forma sutil de legalismo cuando escribió:

Todavía prevalece una forma sutil de legalismo que quiere robar al Salvador Su corona de gloria, ganada por la cruz, y hacer de Él un segundo Moisés, ofreciéndonos las piedras de la ley en lugar del pan de vida del evangelio… [el legalismo] no tiene poder para salvar.

En Colosenses 2:20-23, el apóstol Pablo aborda otra forma de legalismo doctrinal que se cuela por la puerta trasera de la santificación. Él escribe:

Si ustedes han muerto con Cristo a los principios elementales del mundo, ¿por qué, como si aún vivieran en el mundo, se someten a preceptos tales como: «no manipules, no gustes, no toques», (todos los cuales se refieren a cosas destinadas a perecer con el uso), según los preceptos y enseñanzas de los hombres? Tales cosas tienen a la verdad, la apariencia de sabiduría en una religión humana, en la humillación de sí mismo y en el trato severo del cuerpo, pero carecen de valor alguno contra los apetitos de la carne.

Los que han abrazado esta forma de legalismo doctrinal prohíben lo que Dios no ha prohibido y ordenan lo que Él no ha mandado. Se obligan a sí mismos y a los demás a una norma de santidad externa a la que Dios no nos ha obligado en Su Palabra. Esta es una de las formas más prevalentes y perniciosas de legalismo en la iglesia actual. A menudo se presenta en forma de prohibiciones de comer ciertos alimentos y beber alcohol. A veces se cuela a través de convicciones personales sobre la crianza y la educación.

LEGALISMO PRÁCTICO
Hay otro tipo de legalismo ante el que debemos estar en guardia: el legalismo práctico, que puede tomar imperceptiblemente el control de nuestros corazones. Por naturaleza, nuestras conciencias están conectadas al pacto de obras. Aunque los creyentes se han convertido en nuevas criaturas en Cristo, todavía llevan consigo un viejo hombre, una vieja naturaleza pecaminosa adámica. El modo por defecto de la vieja naturaleza es volver a deslizarse mentalmente bajo el pacto de obras. Siempre corremos el peligro de convertirnos en legalistas prácticos al alimentar o pasar por alto un espíritu legalista.

Es totalmente posible que un hombre o una mujer tenga la cabeza llena de doctrina ortodoxa y al mismo tiempo el corazón lleno de autosuficiencia y orgullo. Podemos estar comprometidos intelectualmente con las doctrinas de la gracia y hablar con nuestros labios de la libertad que Cristo ha comprado para los creyentes, y al mismo tiempo negarlas con nuestras palabras y acciones.

El espíritu legalista es fomentado por el orgullo espiritual. Cuando un creyente experimenta un crecimiento en el conocimiento o algún poder espiritual, corre el peligro de empezar a confiar en sus logros espirituales. Cuando esto ocurre, los legalistas prácticos empiezan a mirar a los demás por encima del hombro y a juzgar pecaminosamente a quienes no han experimentado lo mismo que ellos. En su sermón «Llevar el arca a Sión por segunda vez», Jonathan Edwards explicó que había observado la realidad del orgullo espiritual y el legalismo práctico entre quienes habían experimentado el avivamiento durante el Gran Despertar:

Mientras viven, en los hombres hay una disposición excesiva para hacer una justicia de lo que hay en ellos mismos, y también una disposición excesiva para hacer una justicia de sus experiencias espirituales, así como de otras cosas… un converso es propenso a ser exaltado con pensamientos elevados de su propia eminencia en la gracia.

Quizá lo más perjudicial sea la forma en que el espíritu legalista puede manifestarse en el púlpito. Un ministro puede predicar la gracia de Dios en el evangelio sin experimentar esa gracia en su propia vida. Esto, a su vez, tiende a alimentar un espíritu legalista entre ciertos miembros de una iglesia.

LA CURA PARA EL LEGALISMO
La gracia de Dios en el evangelio es la única cura para el legalismo doctrinal y práctico. Cuando reconozcamos el legalismo doctrinal o práctico en nuestras vidas, debemos huir hacia el Cristo crucificado. Al hacerlo, empezaremos a crecer de nuevo en nuestro amor por Aquel que murió para sanarnos de nuestra propensión a confiar en nuestras propias obras o logros. A diario, necesitamos que se nos recuerde la gracia que ha cubierto todos nuestros pecados, que nos ha proporcionado la justicia desde fuera de nosotros mismos y que nos ha liberado del poder del pecado. Solo entonces perseguiremos con gozo la santidad. Solo entonces amaremos la ley de Dios sin intentar cumplirla para nuestra justificación ante Él. El grito de un corazón liberado del legalismo es este:Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No hago nula la gracia de Dios, porque si la justicia viene por medio de la ley, entonces Cristo murió en vano (Gá 2:20-21).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

La esperanza cristiana, ancla del alma

Jueves 29 Septiembre
La esperanza… la cual tenemos como segura y firme ancla del alma.
Hebreos 6:18-19
Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.
Hebreos 11:1
La esperanza cristiana, ancla del alma
Un cristiano que hablaba de su esperanza en Dios recibió esta respuesta: “¡Déjenos tranquilos, ocúpese de su cielo y déjenos la tierra!”.

Respetamos las convicciones de nuestros lectores, sean escépticos o no creyentes, pero ¿es posible estar tranquilo sin Dios? Uno puede vivir sin conocer a Dios, pero en realidad ¿puede ser completamente feliz sin él? La vida en la tierra no se limita solo a su dimensión materialista. Jesucristo afirmó: “No solo de pan (o de bienes materiales) vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). El hombre solo puede hallar una plenitud de vida cuando recibe a Dios en su vida.

En cuanto a la esperanza cristiana, no se trata de esperar vagamente la realización de lo que uno desea. Es la fe en la Palabra de Dios, que es segura. Jesús dijo: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35). Muchas profecías bíblicas dan al creyente la certeza de un futuro feliz. Él descansa en Dios, quien envió a Jesús para librarnos de nuestra condición de pecadores y reconciliarnos con él.

Jesús volverá, pues lo prometió (Juan 14:2-3). ¿Estamos preparados? La certeza del retorno de Cristo da a los cristianos ánimo y paz interior. Mientras lo esperan, Jesús les da la fuerza para afrontar las pruebas de la vida y para no estar tristes como los que no tienen esperanza (1 Tesalonicenses 4:13).

La fe es el ancla que une firmemente al creyente con el lugar celestial, donde se halla Jesús, el objeto de su esperanza.

Lamentaciones 5 – Filipenses 4 – Salmo 108:1-6 – Proverbios 24:10

© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
ediciones-biblicas.ch – labuena@semilla.ch

Honra a las mujeres como lo hace nuestro Señor

Honra a las mujeres como lo hace nuestro Señor
JOSH MANLEY

Mientras el debate sobre las mujeres en la iglesia persiste en Internet y en las mentes de los congregantes, me pregunto si algunas hermanas sienten hoy que sus iglesias debaten sobre sus llamados apropiados más de lo que se deleitan en ellos como uno de los mejores dones de Dios. Las conversaciones sobre lo que las mujeres pueden y no pueden hacer en el contexto de la iglesia son espinosas en este momento particular. ¿Pueden predicar, enseñar o dirigir un estudio bíblico mixto? Estas conversaciones son importantes porque las Escrituras hablan de ellas. Sin embargo, el discurso público de la iglesia sobre las mujeres, cuando es saludable, está marcado sobre todo por la celebración de las mujeres como santas fieles.

Mujeres de todos los continentes y denominaciones dan a conocer que su participación en la iglesia local a menudo las hace sentir ignoradas y poco valoradas. Es una realidad triste que nuestras madres e hijas sientan con frecuencia que la novia de Cristo las mantiene alejadas, incluso sin intención.

Hacemos bien en aspirar a la precisión teológica en todos los aspectos, incluidos el llamado de los hombres y las mujeres en la iglesia. Pero también haríamos bien en preguntarnos si la forma en que hablamos de las mujeres refleja la forma en que las Escrituras las celebran.

Presentando a Eva
Recordemos las primeras palabras del hombre en las Escrituras. Después de que Dios creara el mundo y todo lo que hay en él, la narrativa canta con el ritmo: «Dios vio que era bueno» (Gn 1:10, 12, 18, 21, 25, 31). Pero, de repente, Dios declara: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2:18). Así, Dios hace a la mujer, la ayuda idónea para el hombre. Como un padre llevaría a la novia a su futuro esposo, así Dios «la presentó al hombre» (Gn 2:22).

Las primeras palabras que una mujer escuchó de un hombre anunciaron el gozo que le produjo su existencia

Lo que sigue son las primeras frases registradas de labios humanos en la Escritura. Al ver a la mujer, Adán estalla de alegría: «¡Al fin!—exclamó el hombre—. ¡Esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Ella será llamada “mujer” porque fue tomada del hombre» (Gn 2:23). Sorprendentemente, las primeras palabras que una mujer escuchó de un hombre anunciaron el gozo que le produjo su existencia.

En ese momento, la mujer aún no había hecho nada, excepto existir por el poder de Dios. Sin embargo, su mera existencia lleva a Adán a regocijarse. Sin más instrucciones, comprende que la mujer es un regalo extraordinario para él. Había conocido la vida en el mundo de Dios sin ella y, una vez con ella, la ama de inmediato y sabe lo esencial que es para el mandato de Dios de que los humanos dominen y se multipliquen (Gn 1:28).

Adán no podría cumplir el llamado de Dios sin Eva. La historia se detiene sin la mujer. Dios pone en evidencia Su sabiduría en la creación de la mujer en el principio de la historia. A medida que avanza la historia del mundo, Dios pone en primer plano el papel esencial que desempeñará la mujer en Su plan redentor.

Un libro de heroínas
Las Escrituras están llenas de relatos que resaltan el lugar esencial y exaltado que ocupan las mujeres en la economía de Dios. Desde Rebeca, cuya fe al estilo de Abraham la obligó a abandonar su hogar para ir a un lugar y a un pueblo que no conocía (Gn 24), hasta Rut, la viuda moabita, cuya conversión al Señor la llevó a formar parte de la línea mesiánica, la historia de la Biblia no puede contarse sin la vida de mujeres fieles.

Las mujeres eran mucho más vulnerables que hoy en el mundo antiguo, en parte porque no gozaban de los mismos derechos legales que los hombres. Sin embargo, en ese mismo contexto, las Escrituras celebran a las mujeres, situándolas reiteradamente en la corriente del plan redentor de Dios, donde su fidelidad a Dios a menudo pone en evidencia la desobediencia de hombres caídos. Conocemos muchos de sus nombres: Sara, Débora, Ana, Abigail, Ester, Isabel y Priscila. Cuatro mujeres aparecen incluso en la genealogía de Cristo: Rahab, Rut, Betsabé y María (Mt 1:5-16).

La historia de la Biblia no puede contarse sin la vida de mujeres fieles

Sin embargo, hay muchas otras cuyos nombres solo Dios conoce: las mujeres que recuperaron a sus muertos mediante la resurrección (Heb 11:35); la viuda de Sarepta, cuyo hijo resucitó (1 R 17:17-24); la laboriosa mujer virtuosa ensalzada en Proverbios 31; la viuda que lo ofreció todo (Mr 12: 41-44); la mujer pecadora cuya atención prodigiosa a Jesús al lavarle los pies con lágrimas expuso la hipocresía de la élite religiosa (Lc 7:36-50); y la mujer cananea cuya fe fue respondida con la sanidad de su hija (Mt 15:21-28).

Las mujeres de la gran comisión
Una fe desbordante en Dios marca todos estos relatos y sigue alentando a los creyentes hoy en día. No se puede leer la Biblia sin discernir el papel de honor que Dios asigna a las mujeres en cada momento de su historia. Así como Dios le dio a Adán el mandato de multiplicarse en la tierra, también le dio a la iglesia la misión de multiplicar discípulos. Entonces, al igual que Adán se maravilló ante la creación de la mujer por parte de Dios, la Biblia nos enseña a glorificar a Dios por el increíble don de las mujeres que están en Cristo.

Nuestras hermanas han sido maravillosamente indispensables para la labor de la iglesia al dar testimonio de Cristo y hacer discípulos. Dios utilizó a Priscila para afinar e instruir al predicador Apolos en el camino de Dios (Hch 18:24-26). Sin las fervientes oraciones y la vida piadosa de Mónica, la iglesia no podría disfrutar de los tesoros de su hijo, Agustín.

¿Quién puede saber cuántos frutos eternos produjeron las labores de sacrificio de Lottie Moon y Gladys Aylward a través de sus extensos ministerios en China? ¿O a través del ministerio que Amy Carmichael ejerció durante toda su vida en la India?

Por supuesto, no solo alabamos a las hermanas cristianas cuyos nombres conocemos. Hay innumerables nombres que aún no hemos oído y que honraremos en la era venidera. Son madres y esposas fieles que oran al cielo mientras se entregan a su familia desde el amanecer hasta el atardecer, e incluso en las noches más oscuras. Son mujeres solteras que se contentan alegremente con Dios mientras el mundo las tienta constantemente a creer que su fe es una locura. Mi propia experiencia viviendo en el extranjero testifica la verdad de que hay muchas más mujeres jóvenes solteras que hombres cruzando océanos y fronteras por causa del evangelio.

Honrar a las mujeres entre nosotros
En la iglesia, así como lo fue en el jardín, no es bueno que el hombre esté solo (Gn 2:18). En una época en la que la cultura popular ha desdibujado las diferencias entre hombres y mujeres, los hombres cristianos tienen hoy la oportunidad de dar una nueva prueba de lo mucho que admiramos a las mujeres y valoramos la feminidad. Creadas por la sabiduría de Dios y por Su poder, las madres y las hijas de la iglesia no son ciudadanas de segunda categoría en la iglesia.

Creadas por la sabiduría de Dios y por Su poder, las madres y las hijas de la iglesia no son ciudadanas de segunda categoría en la iglesia

Dios presentó la primera mujer al primer hombre como un regalo y sigue dando mujeres como bendiciones a Su iglesia hoy en día. Así como la mujer conoció de inmediato el gozo del hombre por ella, también sería conveniente que las mujeres cristianas escucharan con regularidad lo mucho que aportan a la iglesia, tanto a nivel local como mundial. Adán no podía multiplicarse y dominar sin la mujer (Gn 1:28). Sin las mujeres cristianas, nosotros, la iglesia, no podremos cumplir nuestra misión de dar testimonio y hacer discípulos (Mt 28:18-20). Todas las Escrituras y la historia de la iglesia dan testimonio de este hecho.

Las mujeres impulsan la misión de la iglesia al demostrar cada día el valor incomparable de Cristo. No podemos permitirnos pasar por alto a estas hermanas en Cristo: ni el Dios de la historia ni el Dios encarnado las pasan por alto.

Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Equipo Coalición.
Josh Manley es el pastor de la Iglesia Evangélica RAK en los Emiratos Árabes Unidos. Está casado con Jenny y tienen cinco hijos. Antes de entrar en el ministerio pastoral, Josh trabajó como asistente en el Senado de los Estados Unidos.

Ser fiel y dar frutos

Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Richard Greenham, uno de los renombrados teólogos puritanos del siglo XVI, fue muy querido en su época por la ayuda espiritual que supuso para muchos creyentes de Inglaterra, como también para sus compañeros ministros. Un buen número de pastores puritanos enviaban a sus congregantes a Greenham para lo que consideraban los «casos de conciencia» más difíciles. No obstante, Greenham expresó su pesar por no ver muchos frutos en su propia congregación de Dry Drayton —la pequeñísima ciudad rural en la que ejercía como pastor— durante sus casi veintiún años de ministerio allí. Al reflexionar sobre el estado espiritual de su congregación, Greenham habló de «enfermedad de sermones» y de «falta de fruto». Un escritor describió una vez el ministerio de Greenham en Dry Drayton en los siguientes términos: «Tenía pastos verdes, pero las ovejas estaban demasiado flacas». Tras su muerte, la pequeña congregación de Dry Drayton creció espiritualmente y prosperó numéricamente bajo el sucesor de Greenham. Alguien le preguntó una vez al ministro sucesor qué había hecho para experimentar tal crecimiento. Sin vacilar, indicó que era el fruto de la fiel labor de Greenham. Aunque Richard Greenham nunca vivió para ver ese fruto entre la gente que pastoreaba, su fidelidad en Dry Drayton fue decisiva para preparar los campos de la congregación para que dieran fruto en los años venideros.

Comprender la relación entre el ser fiel y el dar frutos no es de poca importancia para aquellos que derraman su vida en el ministerio del evangelio. También lo es para todos los creyentes. Una pregunta con la que con frecuencia se enfrenta la mente, tanto de ministros como de congregantes, es esta: ¿Cómo sé que mis labores por la causa de Cristo han sido fructíferas?

Es importante que establezcamos primero la enseñanza bíblica sobre el dar frutos. Cuando los fariseos acudieron a Juan para que los bautizara, él les dijo: «Dad frutos dignos de arrepentimiento» (Lc 3:8). Del mismo modo, Jesús dijo: «Todo árbol bueno da frutos» (Mt 7:17). Además, Jesús aseguró que, cuando la semilla de la Palabra de Dios cae en un corazón regenerado, «este sí da fruto» (13:23). El apóstol Pablo reveló que se preocupaba profundamente por la fecundidad en el ministerio cuando dijo a la iglesia de Filipos: «… si el vivir en la carne, esto significa para mí una labor fructífera…» (Flp 1:22). El apóstol también se preocupó profundamente por la fecundidad en la vida y el trabajo de los creyentes. Cuando escribió a la iglesia de Colosas, recordó a los creyentes la forma en que el evangelio había ido «dando fruto constantemente y creciendo, así lo ha estado haciendo también en vosotros, desde el día que oísteis y comprendisteis la gracia de Dios en verdad» (Col 1:6). Y por supuesto, nuestra mente vuelve una y otra vez al célebre pasaje del apóstol sobre el fruto del Espíritu (Gal 5:22-23). Cuando consideramos las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, descubrimos que el dar frutos es la obra de Dios, basada en la obra salvadora de Cristo y producida soberanamente por Su Espíritu tanto en las vidas (carácter piadoso) como en las labores (obra del Reino) de Su pueblo.

Pero ¿qué determina la naturaleza de la fecundidad? ¿Es la fecundidad proporcional a nuestro trabajo? ¿O simplemente debemos procurar ser fieles y dejar que ocurra lo que ocurra? Afortunadamente, las Escrituras nos proporcionan una serie de respuestas a estas preguntas sobre la relación entre la fidelidad y el dar frutos.

El dar frutos es, en última instancia, la obra de Dios, que sucede cuando nos comprometemos con Él para procurar ser fieles en todos los aspectos de nuestra vida y en todo aquello a lo que Él nos llama. Debemos resistir la tentación de ver la fecundidad del mismo modo en que un corredor de bolsa ve su cartera. Es un error espiritual de enormes proporciones el mirar nuestras vidas y trabajos y decir: «Si hago esto hoy y esto mañana, el resultado será x, y o z». El apóstol Pablo, al defender su propio ministerio contra los ministros que se jactaban de sus propios logros, escribió: «Yo planté, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento» (1 Co 3:6-7). El salmista, en términos inequívocos, enseñó el mismo principio cuando escribió: «Si el SEÑOR no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican» (Sal 127:1). Cuanto más logremos comprender y abrazar este principio, más preparados estaremos para comprometernos con Él de tal manera que estemos dispuestos a ser utilizados de la forma que Él desee.

Aunque reconozcamos que el dar frutos es obra de Dios, debemos entender que la diligencia es un componente esencial de vivir y obrar fielmente. Una vez que reconocemos que la fecundidad es obra de Dios, pudiera introducirse en nuestro pensamiento una forma sutil de hipercalvinismo. Podemos empezar a pensar para nosotros mismos, o encontrarnos diciendo a otros, cosas como: «Realmente no importa lo que hagamos porque, al final, todo es obra de Dios». Curiosamente, en la misma carta en la que admitió que «Dios ha dado el crecimiento», Pablo declaró: «He trabajado mucho más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios en mí» (1 Co 15:10). En Proverbios, Salomón observó sabiamente: «La mano de los diligentes gobernará» (Pr 12:24). Un autor resume de forma útil nuestra responsabilidad de ser diligentes en nuestras labores espirituales cuando dice: «Puedes hacer el ministerio con la ayuda de Dios, así que da todo lo que tienes. No puedes hacer el ministerio sin la ayuda de Dios, así que ten paz». Esto es cierto en todas las esferas en las que el creyente trata de ser fiel a Dios. La diligencia en llevar a cabo fielmente aquellas cosas a las que Dios nos ha llamado conducirá, en última instancia, a dar frutos.

La destreza es otro aspecto vital de la fidelidad que da frutos. Hay muchas cosas que nunca haré porque Dios no me ha dado los dones ni la vocación para hacerlas. Nunca practicaré un deporte profesional ni seré concertista de piano. Nunca seré físico nuclear ni cardiólogo. Estoy completamente satisfecho con el hecho de que no he sido dotado para ello. Del mismo modo, Dios no llama a todos los creyentes al ministerio del evangelio a tiempo completo. Considera el encargo del apóstol a los creyentes de Roma:

Pero teniendo dones que difieren, según la gracia que nos ha sido dada, usémoslos: si el de profecía, úsese en proporción a la fe; si el de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que da, con liberalidad; el que dirige, con diligencia; el que muestra misericordia, con alegría (Rom 12:6-8).

También debemos darnos cuenta de que el dar frutos no depende de las circunstancias ni de la posición. Podemos convencernos equivocadamente a nosotros mismos de que cuanto más grande sea la plataforma, más fruto se obtendrá. Podemos caer en la trampa de pensar en el fruto espiritual en términos mundanos, y actuar como si los individuos que tienen un talento natural, que son ricos o que tienen influencias fueran los que tengan más probabilidades de dar frutos. Sin embargo, el apóstol Pablo dio este recordatorio tan necesario a la iglesia de Corinto:

No hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios ha escogido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo, para avergonzar a lo que es fuerte; y lo vil y despreciado del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para anular lo que es; para que nadie se jacte delante de Dios (1 Co 1:26-29).

Considera el fruto que el apóstol vio en su propio ministerio mientras estaba encarcelado. El Señor utilizó a Pablo, no para la conversión del César, sino para la conversión de algunos de los guardias de la prisión del César. Además, Pablo le dijo a Filemón que Onésimo, su siervo fugitivo, «en otro tiempo te era inútil, pero ahora nos es útil a ti y a mí» (Flm 1:11; Col 4:9). Este es un excelente ejemplo del tipo de individuos improbables e inesperados a los que Dios pone a dar frutos.

Además, también debemos recordar que el dar frutos se produce en diferentes momentos y estaciones. No podemos saber cuándo aparecerá un fruto espiritual. Se nos dice que los santos del gran salón de la fe tuvieron diferentes resultados en sus fieles vidas y labores (Heb 11). Algunos triunfaron sometiendo reinos, obrando la justicia, obteniendo promesas, cerrando la boca de los leones, apagando la violencia del fuego, escapando del filo de la espada, etc. Otros sufrieron siendo torturados, no aceptando la liberación, soportando burlas y azotes, siendo encadenados y encarcelados, siendo apedreados, siendo aserrados en dos, vagando por desiertos y montañas y en cuevas y guaridas. Sin embargo, al final, todos ellos recibieron en gloria el fruto supremo de sus labores. El Cristo exaltado da a cada uno su corona de vencedor. En la resurrección, experimentarán el fruto pleno de sus vidas y obras, junto con todos los santos.

En última instancia, la muerte y resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra fidelidad y fecundidad. «Vuestro trabajo en el Señor», explicó Pablo, «no es en vano», porque Cristo ha resucitado de entre los muertos (considera 1 Co 15:58 a la luz del contexto más amplio del capítulo). La muerte y la resurrección de Jesús han asegurado el fruto espiritual en la vida de Su pueblo. En última instancia, todos nuestros frutos proceden de nuestra unión con Jesucristo, la vid que da vida y fruto (Jn 15:1-11, 16). Cristo está comprometido a hacernos fructíferos en nuestras vidas y labores para que Dios obtenga la gloria por la obra que ha realizado en Su pueblo. Si procuramos ser firmes e inamovibles en todo aquello a lo que el Señor nos llama en Su Palabra, podemos estar seguros de que «[nuestro] trabajo en el Señor no es en vano».

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

Seguir a Jesús

Miércoles 28 Septiembre
Andando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres. Y dejando luego sus redes, le siguieron.
Marcos 1:16-18
Seguir a Jesús
En los evangelios, a menudo hallamos esta invitación de Jesús: “Sígueme”, o: “Venid en pos de mí”. Jesús nunca llama a servirle, sino a seguirle. Hoy Jesús invita a todos sus redimidos por su obra en la cruz, a todos aquellos por quienes dio su vida, a seguirle. Jesús escogió a sus discípulos, en primer lugar, para “estar con él”. Y “estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios” (Marcos 3:14-15).

Cuando Jesús llamó a Simón y a Andrés, quienes estaban pescando, les dijo: “Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres”. El Señor quería, pues, compañeros para trabajar con él en su obra de gracia. Él los llamó, a pesar de su debilidad, y les proveyó todos los recursos necesarios. Él forma al que está dispuesto a acompañarlo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Sus discípulos, enseñados por él, adquirieron sus costumbres, y la gente los reconocía por haber “estado con Jesús” (Hechos 4:13).

Para nosotros esto significa aprender a conocer a Jesús leyendo su Palabra. Y si vivimos cerca de él, nos pareceremos más a él. El Señor nos quiere totalmente entregados a él y nos dice: “Sígueme”. Pero a menudo respondemos: “Déjame que primero vaya…” (Lucas 9:59). Quizá debamos dejar algunas cosas a las cuales estamos apegados, algunas costumbres… Sigamos el ejemplo de Pedro y Juan: “Dejando luego sus redes, le siguieron”.

Lamentaciones 4 – Filipenses 3 – Salmo 107:33-43 – Proverbios 24:8-9

© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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