¿Cómo mi orgullo afecta a mis hijos?

¿Cómo mi orgullo afecta a mis hijos?
Por Heber Torres

Hace algunos años, la prensa internacional se hacía eco del fallecimiento de un acaudalado joven portugués. Además de lo precoz de su partida (solamente tenía 42 años), lo que más llamó la atención de los periodistas fue la historia que este hombre escondía detrás. Una suculenta fortuna figuraba a nombre de Luis Carlos de Noronha Cabral da Camara, un enigmático individuo que nunca se casó ni tuvo hijos. Solo y sin herederos, el excéntrico millonario había escogido una fórmula verdaderamente disparatada para determinar quiénes serían los beneficiarios de su patrimonio. Ni corto ni perezoso, agarró una guía telefónica y de entre el total de los inscritos seleccionó a setenta ciudadanos “anónimos” como legítimos herederos. La sorpresa para todos y cada uno de los premiados el día en que los citaron para el reparto fue mayúscula. Pero la variedad de bienes legados no resultó menos insólita: lujosos apartamentos, coches, dinero y hasta pistolas de coleccionista.

Los que somos padres no necesitamos recurrir a la guía telefónica –¡si es que todavía existen! – para escoger a nuestros herederos. La cuestión no es tanto a quiénes, sino cuál será el legado que dejaremos a nuestros hijos. No estoy pensando en bienes materiales. Estos vienen y van, se deprecian y se devalúan, y por mucho que nos afanemos nunca podrán trasladarse más allá de la esfera de lo efímero y lo temporal. Seamos ricos o pobres, tengamos más o menos posibilidades económicas, los padres ejercemos una influencia tan poderosa como duradera en la vida de aquellos sobre los que Señor nos ha puesto. Salomón era muy consciente de que no es necesario, ni sabio, confiar y esperar al testamento para comenzar a influir en la vida de nuestros hijos (Proverbios 22:6). En ese sentido, cada día “repartimos” nuestra herencia haciéndoles receptores y consignatarios de nuestras decisiones, reacciones, instrucciones, así como de nuestras palabras. Como aprendices natos que son, ellos observan y se empapan de lo que somos, de lo que hacemos y de cómo lo hacemos. Al punto que cada interacción que tenemos con ellos impacta, moldea y configura su carácter. ¡Qué gran responsabilidad!

En 2 Timoteo 3, Pablo advierte a su pupilo Timoteo acerca del tipo de hombres que abundarán en esta era en la que nos ha tocado vivir, particularmente refiriéndose a aquellos que ocupan una posición de liderazgo e influencia. Entre otras muchas “lindezas” los describe como calumniadores, desenfrenados, salvajes, aborrecedores de lo bueno…. Pero en toda esta lista cada vez más degradante también coloca a los que manifiestan actitudes aparentemente menos “escandalosas” y que se encuentran estrechamente ligadas a lo que conocemos como “orgullo”. El apóstol comienza por los que son amadores de sí mismos, y, del mismo modo, incluye a los jactanciosos, a los soberbios o a los envanecidos. Y es que, finalmente, los que tienen tal alto concepto de sí mismos, terminan también por tener una mente depravada y ser reprobados en lo que respecta a la fe (2 Timoteo 3:7). Definitivamente no quisiéramos que esta clase de personas, ejercieran influencia alguna en la vida de nuestros hijos. Mucho menos ser nosotros los que actuaran de un modo tan orgulloso. Pero, tristemente, se trata de un comportamiento habitual en muchos hogares. Ya sea por alardear nuestros logros buscando la adulación y las lisonjas de nuestra familia, o porque somos incapaces de reconocer nuestros errores y limitaciones, los padres podemos estar actuando de manera orgullosa. Y, por ende, lanzando un mensaje a nuestros hijos que dista mucho de ser el adecuado como súbditos del Rey de reyes.

El orgullo ante el éxito
La Biblia nos enseña que hemos de esforzarnos en aquello que emprendemos, como esa hormiga que es responsable aun cuando nadie la vigila ni le obliga a ello (Proverbios 6:6–8). En un mundo orientado al entretenimiento y dónde muchos viven entregados a la ley del mínimo esfuerzo, como padres debemos ser un ejemplo de dedicación y empeño en todo lo que el Señor traiga a nuestro camino. Pero lejos de jactarnos en aquello que logramos, cuando conocemos a Aquel que nos da la vida queremos vivirla según Su voluntad (Jeremías 9:23–24). El Espíritu de Dios nos recuerda que es Dios mismo el que produce en nosotros tanto el querer como el hacer (Filipenses 2:13). Por eso lo hacemos todo para la gloria de Dios (1 Corintios 10:31). En palabras de Jerry Bridges:

“Desde el punto de vista humano podría parecer que hemos triunfado como resultado de nuestra gran tenacidad y trabajo arduo. Pero ¿quién nos dio ese espíritu emprendedor y buen juicio para lograrlo? Dios. A los corintios orgullosos Pablo les escribió ‘Porque ¿quién te distingue? ¿Qué tienes que no recibiste? Y si lo recibiste, ¿por qué te jactas como si no lo hubieras recibido?’ (1 Corintios 4:7). Por lo tanto, ¿qué tienes que no hayas recibido? Nada. Todo lo que tienes es un regalo de Dios. Nuestro intelecto, nuestras habilidades y nuestros talentos naturales, la salud y las oportunidades para triunfar vienen del Señor.”

No importa cuán imponente llegue a ser nuestro logro. Por más atractivo que resulte a la vista, el orgullo, cual ponzoña imperceptible, lo contamina hasta convertirlo en un fruto venenoso. Aquello que podría haber despertado el respeto o la admiración de nuestros seres queridos; eso en lo que hemos invertido tiempo, esfuerzo y dedicación; lo que, en definitiva, el Señor nos permite alcanzar, queda oscurecido y mancillado en el momento en el que nos hinchamos ocupando el lugar que no nos corresponde. Nuestra altanería, en lugar de elevarnos, nos hace descender al terreno de lo mediocre, esto es, allí dónde la insolencia y la vanidad campan a sus anchas. Sin embargo, bien sea en lo extraordinario o en lo recurrente, hemos de recordar cuál es nuestra verdadera posición, sabiendo que aun el aire que respiramos es resultado de la gracia de Dios. En lo mismo que el Señor Jesucristo instruyó a sus discípulos, debemos enseñar a nuestros hijos. Una vez, eso sí, que sea una realidad para nosotros primero: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: Siervos inútiles somos, hemos hecho solo lo que debíamos haber hecho”. (Lucas 17:10).

Cada conquista, cada objetivo cumplido, nos proporciona una doble oportunidad de trasladar un ejemplo piadoso a nuestros hijos. Por un lado, siendo responsables ante lo que el Señor nos ha encomendado y, al mismo tiempo, dándole la gloria a Aquel que nos ha permitido llevarlo a cabo.

El orgullo ante el fracaso
Pocos escritores bíblicos han expuesto el peligro del orgullo con la claridad con la que Salomón lo hace en el libro de Proverbios. Además de insistir en la importancia de mantener una actitud humilde delante de Dios (y el prójimo), repetidamente nos advierte del peligro de dejarnos seducir por el orgullo. Resulta significativo que tanto su padre como su hijo experimentaron una gran paliza como resultado de su altivez.

El rey David es, sin duda, uno de los personajes bíblicos más conocidos. A pesar de sus talentos y la admiración que despertaba en sus contemporáneos, este hombre mantuvo una conducta humilde durante gran parte de su vida. Sin embargo, ya casi al final de su trayectoria la magnitud de su dominio lo deslumbró. En 1 Crónicas 21 se nos relata como David, incitado por Satanás y desoyendo las advertencias de sus colaboradores más cercanos, quiso censar al pueblo con la idea de cuantificar su grandeza. Algunos años más tarde, su nieto Roboam, heredero de un reino todavía mayor, se creía infinitamente superior a todos sus gobernados. Al igual que lo había hecho su abuelo, desoyó el consejo de los sabios, pero fue mucho más allá, hasta oprimir al pueblo sin miramientos a fin de imponer su hegemonía (2 Crónicas 10).

Ambas decisiones fueron motivadas por un orgullo ciego y las consecuencias resultaron fatales, tanto para el pueblo como para las familias de estos hombres. Sin embargo, sus respuestas al fracaso resultaron diametralmente distintas. Roboam se afirmó en su dictamen y terminó por dividir un reino que nunca más se volvería a juntar. David, en cambio, reconoció su maldad, y concluyó aquel incidente ofreciendo holocaustos a Dios en la era de Ornán. Pero no solamente eso. Toda aquella situación lo movió a poner en marcha lo necesario para la construcción del Templo– obra que finalmente encargaría a su hijo Salomón– y a hacer esta confesión: “Él ha entregado en mi mano a los habitantes de la tierra, y la tierra está sojuzgada delante del Señor y delante de su pueblo” (1 Crónicas 22). ¡Qué actitud tan sumisa! Salomón fue testigo del fracaso de su padre, pero también de su sincera humillación. Una humillación que lo impulsó a invertir sus mejores recursos en la mayor construcción que el pueblo de Israel jamás ha conocido, haciendo a su hijo parte integral de ese proceso.

Evita la jactancia en tus triunfos y el engreimiento en tus fracasos. Y en todo lo que emprendas da a Dios la gloria debida a Su Nombre. De esa forma, además de vivir en obediencia, estarás legando a tus hijos un tesoro formidable con valor en este mundo y en el venidero.

Heber Torres
Heber Torres (M.Div.) es profesor de teología en el Seminario Berea (León, España) y pastor en la Iglesia Evangélica de Marín (España). Dirige el sitio «Las cosas de Arriba», que incluye podcast y blog. Está casado con Olga y juntos tienen tres hijos: Alejandra, Lucía y Benjamín.

¿Demasiado bueno para ser verdad?

¿Demasiado bueno para ser verdad?

Serie: Un mundo nuevo y desafiante

Por Robert B Strimple

Nota del editor:Este es el octavo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Un mundo nuevo y desafiante

Fui bautizado en 1935 y luego me criaron en una de las mayores denominaciones protestantes «principales». Pero a los doce años estaba tan decepcionado con los pastores que nos habían asignado, todos predicando el antiguo liberalismo tan popular en aquellos años, que les pregunté a mis padres si podía transferirme a la Iglesia presbiteriana ortodoxa local. Fui con su bendición, y el Señor me bendijo pronto con una fe bíblica cada vez más profunda.

A medida que examinamos la escena estadounidense actual, las iglesias principales, en lugar de volver definitivamente a la fe bíblica y abrazar el evangelio, simplemente han probado una sugerencia tras otra de «cómo atraer nuevos miembros» y posteriormente han visto cómo su membresía se reduce cada año. Y lo que es aun más triste para mí, el término «evangelicalismo» parece haber perdido todo significado. Las nuevas iglesias «emergentes» continúan llamándose evangélicas, pero para mi asombro han adoptado una teología de «relevancia cultural» que comparte mucho en común con el antiguo liberalismo de hace un siglo.

La mayoría de las iglesias evangélicas, por supuesto, todavía pretenden aferrarse al evangelio bíblico. Pero en lugar de predicar ese evangelio con gozo en toda su riqueza y en el poder del Espíritu Santo, demasiados asumen que sus oyentes ya aceptan ese evangelio y predican sermones sobre asuntos más «prácticos», como ser mejores cónyuges, padres, administradores del dinero, etc. La triste ironía es que sin una base firme en los fundamentos de nuestra fe cristiana, los oyentes de tales sermones no están logrando ni siquiera esos objetivos prácticos.

Hermanos y hermanas en Cristo, si nuestras iglesias han de ser verdaderamente gozosas y glorificar a Dios, creciendo tanto en fe como en número, el evangelio no debe ser asumido, debe ser predicado y creído (ver Ro 10:13-15). Ustedes, las ovejas por las cuales murió el Pastor, deben insistir a través de sus oficiales electos que el evangelio no sea asumido sino predicado en sus iglesias

Todos hemos visto las encuestas aterradoras. La más reciente que vi decía que los que profesaron ser cristianos eran el setenta y cinco por ciento de los llegaron a la edad adulta en la década de 1950 (esta es mi generación), el treinta y cinco por ciento de la siguiente generación (la de mis hijos) y, según proyecta este estudio en curso, será solo el quince por ciento de la generación que ahora está llegando a la edad adulta (la de mis nietos). Este estudio concluyó: «Los jóvenes de dieciocho años criados en la iglesia están rechazando su fe a un ritmo alarmante». ¿Cómo van a ser alcanzados y retenidos? Se les debe predicar el evangelio en el poder del Espíritu.

¿Por qué los llamados sermones de temas «prácticos» han reemplazado al evangelio? Permítanme sugerir lo siguiente: Marshall McLuhan, gurú canadiense de las comunicaciones de la década de 1960, el de la famosa frase de «el medio es el mensaje», declaró que «el problema de la iglesia es que el evangelio es una buena noticia en un mundo en el que las malas noticias son noticias». Pero el mensaje de la Biblia no solo es una buena noticia, ¡es una buena noticia milagrosa, que va más allá de nuestra imaginación! Y seamos realistas, esas noticias son más difíciles de creer que las noticias ordinarias y cotidianas sobre cómo mejorar las relaciones con el prójimo. Sí, el evangelio puede parecer demasiado bueno para creerlo. Pero debemos creer, porque la Palabra de Dios es verdadera y muchas evidencias lo atestiguan (He 2:3-4).

Los invito a leer de nuevo la maravillosa narración de Juan 11:17-45. La pregunta que nuestro Señor le dirigió a Marta, nos la dirige ahora a nosotros por medio de Su Espíritu: «¿Crees esto?» (v. 26). Que el Espíritu nos capacite a cada uno de nosotros para responder como lo hizo Marta: «Sí, Señor; yo he creído».

¿Qué tan perspicaz es la respuesta de Marta? Jesús ha hecho una afirmación impensable, impensable en labios de cualquiera, a menos que sea Dios mismo: «Yo soy la resurrección y la vida» (v. 25). Luego le pregunta: «¿Crees esto?». Y Marta responde: «Sí, Señor; yo he creído que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, o sea, el que viene…». Marta vio correctamente la resurrección como el gran acto venidero de salvación de Dios. Ella sabía que la resurrección tendría lugar «en el día final» (v. 24). Pero ahora cae sobre ella la verdad adicional de que aquí ante ella está quien es Él mismo el gran acto final de salvación de Dios, ¡y Él ya ha venido! Aquí está el que prometió venir al mundo y marcar el comienzo de un nuevo mundo, de una nueva era. La resurrección, el don de la vida: esta es la obra del Mesías. «Sí, Señor, creo que la vida está disponible ahora mismo, en ti», es lo que dice Marta en realidad, porque «tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, o sea, el que viene al mundo».

Pero tenemos más que el testimonio autoritativo de Jesús con respecto a Su poder de dar vida. También tenemos la señal autoritativa que Él obró. Jesús gritó: «¡Lázaro, sal fuera!», y el que había muerto en verdad salió (vv. 43-44). Jesús ejerció el poder de la resurrección. Y así Él se manifestó, tanto en obras como en palabras, como el Salvador verdadero y final, el Cristo, el Hijo de Dios.

Albert Camus, el novelista francés, ateo y existencialista, tan popular entre los estudiantes universitarios en mi época, hace que su héroe en La peste diga en un momento: «Salvación es una palabra demasiado grande para mí. No apunto tan alto». ¡Pero no es demasiado alto o maravilloso para Jesús! Las buenas noticias de la vida de la resurrección eterna en Jesús no son demasiado buenas para ser verdad. Nuestro Señor mismo dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Robert B Strimple
El Dr. Robert B. Strimple es presidente emérito y profesor emérito de Teología sistemática en el Westminster California. Es autor de The Modern Search for the Real Jesus [La búsqueda moderna del verdadero Jesús].

Engaño

Martes 20 Septiembre
Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana.
Santiago 1:26
Nadie os engañe en ninguna manera.
2 Tesalonicenses 2:3
Engaño
En la Biblia, las palabras “engañar” y “engaño” tienen el sentido de “seducir o desviar a alguien de su objetivo”. Dios nos invita a no dejarnos seducir por la ilusión y la mentira que nos prometen una felicidad sin Dios. Podemos ser engañados por:

 – Las cosas materiales. Uno de los objetivos de la publicidad es producir el deseo de poseer lo que no tenemos, y lo cual no necesitamos realmente. El Señor nos pone en guardia contra el engaño de las riquezas que “ahogan la palabra” (Marcos 4:19), que impiden escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica.

 – Las personas. No se trata de desconfiar sistemáticamente, pues debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (mandamiento de la ley de Moisés, recordado siete veces en el Nuevo Testamento). Sin embargo, debemos velar para no dejarnos arrastrar al mal por algún compañero, para no escuchar la adulación de un colega, para no ceder a la insistencia de un cristiano que quisiera hacernos participar de opiniones que no son conforme a la Biblia.

 – El diablo. El apóstol Pablo dice a los creyentes: “Temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados” (2 Corintios 11:3).

 – Nosotros mismos. Es el engaño más sutil. Pablo dice: “El que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña” (Gálatas 6:3).

¿Cómo mantenerse alerta y no dejarse seducir? Buscando la verdad en la Palabra de Dios, que nunca nos engaña, y dejándonos guiar por el Espíritu Santo.

Jeremías 50:21-46 – 2 Corintios 9 – Salmo 106:24-27 – Proverbios 23:23

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