EL CONSOLADOR La persona y obra del Espíritu Santo
Sugel Michelén
La Conferencia Expositores existe para fortalecer a la iglesia local a través de la capacitación de sus líderes. Hemos diseñado una conferencia anual que se realiza en Los Ángeles, California en el campus de Grace Community Church.
Sugel Michelén (MTS) es miembro del concilio de Coalición por el Evangelio. Ha sido por más 35 años uno de los pastores de Iglesia Bíblica del Señor Jesucristo, en República Dominicana, donde tiene la responsabilidad de predicar regularmente la Palabra de Dios. Es autor de varios libros, incluyendo De parte de Dios y delante de Dios y El cuerpo de Cristo. El pastor Michelén y su esposa Gloria tienen 3 hijos y 5 nietos. Puedes seguirlo en Twitter.
Esperar es una virtud que muchas veces no es cultivada en el tiempo que vivimos. Vivimos en el tiempo de la comida rápida, de acceder a información en segundos, y de poder ir a otros continentes en pocas horas. En este momento que estamos enfrentado, la humani- dad ha sido llamada a esperar. Providencialmente el mundo se ha detenido y todos nuestros planes, metas y sueños se han detenido instantáneamente. En estos momentos somos llamados a poner en práctica nuestras creencias, a verdaderamente tener una absoluta confianza en Dios y aprender a esperar en Él, porque sabemos que Él es bueno.
Hay diferentes opiniones de cuándo escribió este salmo David. Lo que es claro en el mismo es que David muestra la respuesta piadosa de una persona que conf ía en Dios en momentos de dificultad. Este salmo nos debe ayudar tanto a prepararnos para el tiempo difícil, como para sostenernos en el tiempo difícil, ya que comparte ver- dades sobre quién es Dios y que su cercanía es nuestro sostén en tiempos devastadores. David comienza alabando a Dios por su obra redentora: El SEÑOR es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré? El SEÑOR es el baluarte de mi vida: ¿quién podrá amedrentarme? (v. 1). En estos momentos es importante que recordemos que Dios nos ha salvado. Nos ha salvado del pecado, de sus consecuencias y he- mos sido librados de la mayor demostración de Su ira. Básicamente sí, Dios nos ha salvado, y no tememos porque al que debemos de temer está de nuestra parte. Esta verdad debe ser suficiente para nosotros, calmar nuestras almas para dar paz y traer consuelo; Aquel que debemos temer es Aquel que nos salva. Y eso lleva al creyente a desear la cercanía de Dios. Ya no tenemos que temer al que debemos temer, pero algo más increíble es que podemos acercarnos a Él. No es que solamente me libre de Él, sino que con un corazón lleno de fe podemos pedirle Su cercanía: Una sola cosa le pido al Señor, y es lo único que persigo: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor y recrearme en su templo. Porque en el día de la aflicción él me resguardará en su morada; al amparo de su tabernáculo me protegerá, y me pondrá en alto, sobre una roca (vv. 4-5). El comienzo del versículo 4 siempre me sorprende, David pudo pedir muchas cosas y pidió una sola: estar en la casa del Señor. Él sabe que el lugar de protección es estando en la cercanía de Dios. En medio de este tiempo de espera, los animo a cultivar intimidad con Dios, sin olvidar que el templo del Señor se manifiesta en su expresión máxima en la tierra cuando todos juntos nos reunimos presencialmente como Iglesia. En este tiempo de angustia clamamos y pedimos a Dios que nos permita prontamente estar como Iglesia juntos, porque donde está Su pueblo ahí Dios habita. Al final, el salmista termina reconociendo que sin la cercanía de Dios no hubiera podido continuar:
Pero de una cosa estoy seguro: he de ver la bondad del SEÑOR en esta tierra de los vivientes. Pon tu esperanza en el SEÑOR; ten valor, cobra ánimo; ¡pon tu esperanza en el SEÑOR! (vv. 13-14). Por eso esperamos, en este tiempo donde estamos aislados, donde parece que el enemigo se está adelantando, esperamos en el momento que estemos junto al pueblo de Dios con Aquel que nos salvó. Solo esperamos por medio de Jesús, porque sin Cristo en lugar de salvación y esperanza, tendríamos juicio y desanimo.
Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito
Claro, esto no es lo que se esperaría de alguien que fue escogido como el “estudiante con mayor probabilidad de éxito” en la escuela secundaria». Quise discrepar, pero no pude. Nunca había visto así a mi amigo, quien siempre fue tan seguro de sí mismo. Pero una relación rota, muy poco después de haber perdido su trabajo, puede lograr eso. Ya no tenía al mundo asido por la cola, y lo sabía. Ni siquiera podía disimularlo. Desanimado y desilusionado por una serie de expectativas no cumplidas, empezó a preguntarse en voz alta: «¿Qué significa realmente tener éxito en la vida?».
Aunque no lo sintiera así, en ese momento mi amigo estaba en un lugar mejor de lo que él podía imaginarse. Porque bajo la superficie de su vida destrozada, Dios estaba eliminando sus falsas suposiciones sobre el éxito mundano, y con el tiempo Él sustituiría esas suposiciones por creencias bíblicas fuertes y seguras sobre la naturaleza del verdadero éxito.
En el transcurso de un par de reuniones, expliqué que, si Adán y Eva hubieran asistido a la escuela secundaria, también habrían ganado el premio a «los de mayor probabilidad de éxito». Formados por la mano de Dios, sin carecer de nada, completamente equipados con la capacidad para fructificar, multiplicarse y llenar la tierra (Gn 1:26-28), estos dos estaban preparados para el éxito. Un dúo dinámico destinado a la grandeza.
Pero a medida que se desarrolla la historia, aprendemos que no se puede juzgar al éxito por su portada, pues un potencial de éxito no es una promesa de éxito. En Génesis 3, Adán y Eva cayeron bajo la influencia de una definición diferente de éxito, que no procedía de Dios, sino del maligno. Según la serpiente, el éxito verdadero se encuentra, no en ser a la imagen de Dios, sino en ser igual a Dios (v. 5).
Tras la caída de Adán y Eva, el diseño de Dios para el trabajo, los logros y el éxito se volvió patas arriba. El hombre sustituyó a Dios como objeto del éxito. El orgullo sustituyó a la humildad como impulso para el éxito. La autopromoción sustituyó al sacrificio como el método para el éxito. Y la cima sustituyó a la verdadera bendición como métrica para medir el éxito.
Por eso, cada vez que experimentamos un pequeño éxito, estalla en nuestro interior una guerra de gloria. En lugar del gozo santo por un trabajo bien hecho, por un logro hecho para la gloria de Dios, explotamos ese logro como una oportunidad para hacernos de un nombre. Ponemos el foco de atención en nosotros mismos en lugar de ponerlo en Dios, porque nuestra naturaleza está inclinada hacia la idolatría en lugar de la verdadera adoración a Dios.
Al decir esto, no pretendo sugerir que el éxito mundano sea inherentemente pecaminoso. Muchos de los hombres de Dios en la Biblia gozaron del éxito y el reconocimiento mundano. José era la mano derecha de Faraón en Egipto y fue usado para salvar a Israel durante la hambruna. Ester fue la reina del rey persa Asuero, y Dios la usó para salvar a Su pueblo del malvado complot de Amán. Daniel era consejero del rey Nabucodonosor y fue usado para representar la gloria de Dios ante una nación extranjera. Estos son solo tres ejemplos de entre docenas que podríamos elegir, pero el punto queda bien establecido: Dios participa activamente en la consecución del éxito mundano —el poder, la riqueza y la posición— de Su pueblo, y en el aprovechamiento de ese éxito para Sus propios fines buenos y piadosos.
Pero del mismo modo en que el éxito mundano no es intrínsecamente pecaminoso, tampoco es intrínsecamente bueno (al menos ya no lo es). El éxito mundano puede ser un medio para el bien, pero también puede ser aprovechado para el mal. Ya sea el engaño de las riquezas y las posesiones (Mr 4:19), la falsa esperanza del pedigrí y los dones (1 Co 1:26-31), o la idolatría del poder y la posición (Mr 10:35-45), las Escrituras nos advierten repetidamente contra la trampa del éxito mundano. La Biblia sabe que el éxito tiene una forma de remoldearnos según las prioridades y prácticas del mundo.
Adam Smith, el economista del siglo XVIII, conocía esta tendencia del éxito. Es famoso su argumento de que la mejor manera de construir una economía próspera es «dirigiéndonos no a su humanidad, sino a su amor propio». Comprendió que la motivación de las personas caídas por el logro y el éxito suele surgir, no de un corazón que se inclina hacia el amor a Dios y al prójimo, sino de un corazón volcado hacia el amor a sí mismo.
Ahora bien, todo esto plantea una pregunta: ¿Cuál es la verdadera naturaleza del éxito?
Tal como yo lo veo, hay dos maneras de equivocarse. Por un lado, dado que el éxito no es intrínsecamente bueno ni malo, y que llega tanto a los piadosos como a los impíos, sería insensato situar la naturaleza del éxito únicamente en factores externos. Por otra parte, puesto que el éxito incluye necesariamente un fruto manifiesto, resulta igualmente ingenuo limitar el éxito a solo factores internos o del corazón. Por el contrario, debemos reunir estos dos factores y seguir la enseñanza bíblica sobre la fidelidad y el dar frutos. ¿A qué me refiero?
A veces, vivir de acuerdo con las enseñanzas de la Biblia dará lugar a un éxito mundano. Jonathan Edwards señaló en su libro The Nature of True Virtue [La naturaleza de la virtud verdadera] que Dios ha hecho al mundo de tal manera que vivir rectamente suele reportar dividendos mundanos. Es la persona íntegra la que a menudo consigue el ascenso. Es el trabajador dedicado en quien se puede confiar y quien consigue el aumento. Como les ocurrió a José, Ester y Daniel, el éxito mundano suele ser el subproducto de una vida recta.
Sin embargo, otras veces, vivir con rectitud puede costarte el éxito mundano. Cuando defiendes la verdad, a veces no te dejarán ascender o no conseguirás un aumento. Cuando elijas valientemente denunciar la injusticia o la corrupción, es casi seguro que te despreciarán, y puede que, a veces, pierdas uno o dos peldaños en la escalera, o incluso algo peor. Pero esto es de esperar. De nuevo, podemos recurrir a José, Ester y Daniel. Estos santos no solo experimentaron el éxito mundano debido a su fidelidad, sino que también experimentaron la pérdida del éxito mundano debido a su fidelidad. Podríamos decir que, en algunos casos, recibir el éxito mundano fue el fruto de la fidelidad y, en otros casos, perder el éxito mundano fue el precio de la fidelidad.
Afortunadamente, el éxito mundano no tenía un gran control sobre sus corazones. Ellos estaban tan comprometidos con la fidelidad, que podían recibir o soltar el éxito mundano porque no era su objetivo. El éxito mundano no tenía sus corazones. La verdad es que no muchos de nosotros podemos poseer el éxito mundano sin que el éxito mundano nos posea a nosotros. Resulta que se necesita una gran madurez espiritual para ser exitoso. Debemos suplicar al Señor que nunca nos permita tener más éxito mundano del que puede soportar nuestra madurez espiritual. «Pues, ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?» (Mr 8:36).
Comprometámonos a recibir y conservar el éxito mundano solo si ese éxito se produce y se conserva por medio de la obediencia fiel a la Palabra de Dios. Ese fue el compromiso de Josué. Mientras preparaba a Israel para entrar a la tierra prometida, no se centró en las estrategias militares ni en el armamento físico. En cambio, llamó al pueblo a conocer y hacer todo lo que exigía el libro de la ley, «Porque entonces… tendrás éxito» (Jos 1:8).
Las palabras de Josué se parecen mucho a las de Jesús cuando dice: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra» (Jn 4:34). La fidelidad a Su Padre, no la aclamación y los elogios de los hombres, era el corazón y la misión de Jesús. Pero digamos la verdad. En muchos sentidos, este compromiso hizo que Jesús no fuera muy impresionante a los ojos del mundo.
De hecho, si las instituciones concedieran un premio al de «menos probabilidad de éxito» (y me alegro mucho de que no lo hagan), casi con toda seguridad Jesús habría sido el favorito para el premio. Nació fuera del matrimonio, de una madre sin renombre (Lc 1-2), fue adoptado por un simple carpintero llamado José de Nazaret y todo el mundo sabía que de Nazaret no podía salir nada bueno (Jn 1:46). No tenía majestad externa ni aspecto hermoso que lo hiciera deseable (Isa 53:2) y ni siquiera tenía un lugar donde recostar la cabeza (Mt 8:20). Por si todo esto fuera poco, murió de la forma más vergonzosa que se pueda imaginar, como un criminal convicto por medio de la crucifixión (Jn 19).
Ahora bien, estoy bastante seguro de que estas cualidades no están en ningún plan a diez años para el éxito mundano. Pero ese es el punto. El éxito de Jesús no se mide según el criterio del mundo porque Jesús no es de este mundo. El éxito o el fracaso de Su vida no puede evaluarse según los estándares del mundo, porque la vida que vivió y el Reino que construye no son de este mundo. Pero al no ser de este mundo, Jesús es el perfecto Salvador para este mundo.
Piénsalo. Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba cuando se aferraron a la igualdad con Dios, fue Jesús quien puso al mundo patas arriba cuando «no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse». Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba al envanecerse de orgullo, fue Jesús quien enderezó al mundo cuando «se despojó a sí mismo tomando forma de siervo». Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba al desobedecer el mandamiento de Dios, fue Jesús quien lo enderezó «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2:6-8).
El hombre más exitoso que jamás haya existido parecía un fracaso a los ojos del mundo, pero a los ojos del Padre era un verdadero éxito, y el Padre «le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre» (v. 9).
La cruz es necedad para los gentiles y piedra de tropiezo para los judíos. Pero para los que son salvos, es la definición del verdadero éxito (1 Co 1:18, 22-24).
Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nate Shurden El reverendo Nate Shurden es pastor principal de Cornerstone Presbyterian Church y miembro adjunto de la facultad del New College Franklin en Franklin, Tennessee. Puedes seguirle en Twitter como @NateShurden.
Viernes 23 Septiembre Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Juan 3:19 Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. 1 Pedro 3:18 Jesús de Nazaret (2) – Un juicio injusto. En su gran mayoría, los hombres rechazaron a Jesús. Sus compatriotas lo entregaron a los romanos para que lo mataran. Pilato, el gobernador romano, les preguntó tres veces: “¿Qué mal ha hecho este? Ningún delito digno de muerte he hallado en él; le castigaré, pues, y le soltaré. Mas ellos instaban a grandes voces, pidiendo que fuese crucificado. Y las voces de ellos y de los principales sacerdotes prevalecieron. Entonces Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos pedían” (Lucas 23:22-24).
Los dos versículos de hoy explican por qué los hombres condenaron a Jesús, pero también por qué Jesús permitió que lo hicieran.
– La crucifixión. Se acostumbraba crucificar a los peores criminales, a los delincuentes más peligrosos. Y los hombres escogieron este suplicio para deshacerse de Jesucristo, el justo.
Jesús aceptó ser castigado en nuestro lugar, por nuestros pecados. Es como si dijera: “Sus pecados son los míos. Dios está airado contra el mal, entonces yo tomo ese mal y la ira de Dios sobre mí”.
Esto fue lo que sucedió mientras Jesús sufría clavado en la cruz. Las tinieblas cubrieron la tierra durante tres horas en pleno día. ¡El juicio de Dios contra el pecado cayó con toda su fuerza sobre Jesús! Al final de estas tres horas, Jesús dijo: “Consumado es” (Juan 19:30).
Luego murió. Después un soldado romano traspasó su costado con su lanza. De allí salió agua y sangre. El cuerpo de Jesús fue puesto en una tumba bien sellada y custodiada.