¿Por qué debemos crucificar el orgullo?

¿Por qué debemos crucificar el orgullo?
Por Emely Green

No hace mucho tiempo atrás, tuve una conversación muy interesante con una bella cristiana de Nigeria quien recientemente se había mudado a Escocia. Estuvimos un tiempo compartiendo experiencias y contrastando las diferencias entre la Iglesia del Reino Unido y la de África. Ella describió cómo los africanos oraban con mayor “urgencia y dependencia’’. Ella dijo, que aunque haya muchos falsos maestros y enseñanzas erróneas, mucha gente tiene una cierta creencia y respeto hacia Dios. Desde que vino a Escocia, se ha escandalizado por la falta de consideración de Dios en nuestro país y cuántos de sus compañeros de trabajo siguen viviendo sus vidas sin ni siquiera pensar en Dios en su día a día.

A medida que fuimos compartiendo por qué la condición espiritual es tan distinta en el mundo occidental en comparación con los países denominados del “tercer mundo”, llegamos a la conclusión de que, generalmente, las personas en la cultura occidental realmente piensan que no “necesitan’’ a Dios. Ella dijo que muchos corren hacia Dios debido a la “desesperación y necesidad, mientras que en nuestro país privilegiado la necesidad’’ parece ser mucho menor. Por lo general, las personas continúan haciendo sus vidas como les parezca: “muchas gracias, pero no”.

A dónde el orgullo nos guía
A medida que fui palpando esta idea, me di cuenta que esta no es una cuestión que solo involucre a los incrédulos. Fui desafiado a ver cuántas veces yo vivo con esta actitud. Cuando olvido el evangelio, olvido mi desesperación. En lo externo, cuando la vida va bien, puedo continuar los demás días, en mi propia fuerza, olvidándome de mi necesidad del Señor.

El orgullo no sólo puede guiar a una falta de dependencia, peor aún, puede llevarnos no solamente a no reconocer que sin Dios no soy nada, sino a creer la mentira de que lo que tengo, yo lo he construido. Mis amistades, mi ministerio, mi hogar, mis talentos (mi familia, mi carrera, y la lista continúa). Sin que me dé cuenta, el orgullo ya tomó un nuevo nivel en mí, y de repente, mi jactancia se ve reflejada en mis conversaciones, motivos de oración o posteos en las redes sociales. Estoy seguro que todos saben a qué me refiero. Más allá de que nos sintamos bien o mal con nosotros mismos, la mayoría pasa demasiado tiempo pensando en sí mismo. No importa cuánto tratemos de suprimir nuestro orgullo, a menudo vuelve a aparecer para asomar su fea cabeza.

El lugar del orgullo

John Piper me pegó duro con esta frase:

“Toda auto-exaltación es una re-crucifixión de Cristo porque Él murió para matar el orgullo”.

Jesús murió para matar el orgullo. Piensa en esto.

¿Torgullo ha sido crucificado en la cruz? El mío ciertamente no siempre. Es más, diría que mientras más tiempo llevamos siendo cristianos, pareciera que más orgullo suele crecer en nosotros. A medida que maduramos en nuestra fe, la gente empieza a buscarnos para consejo, sabiduría y oración. Aprendemos más sobre la Biblia y cuando menos lo pensamos, nos sentimos orgullosos de poder responder esas preguntas difíciles en los estudios bíblicos y oramos mostrando una teología sólida y fuerte, en pos de un gran “¡amén!”. Nos piden que compartamos nuestros testimonios, hablar en conferencias y escribir artículos —y en todo ese tiempo nuestro ego pudo haber ido creciendo poco a poco. ¿Quién no quiere ser querido y apreciado por otros? ¿Quién no quiere sentirse necesitado y tener algunas perlas de sabiduría para ofrecer a otros? El orgullo no se encuentra únicamente en los inconversos que desprecian a Dios. No, lo peor de todo, es que el orgullo puede estar presente en nosotros, los seguidores de Jesús.

Sin embargo, Piper dice que Jesús murió para matar el orgullo. Por lo tanto, el lugar correcto del orgullo en la vida del cristiano es la tumba. ¿Cómo podemos, entonces, tener libertad del orgullo en nuestras vidas? ¿Podemos tener victoria? ¿Hay esperanza?

¡Pues, aunque no tenga todas las respuestas, sí sé que hay esperanza! Si estamos en Cristo, el Espíritu Santo es nuestra Esperanza y Ayudador. Él es el que puede humillar nuestros corazones orgullosos. Si quieres crecer en humildad hoy, empieza en estos dos lugares:

Conoce tu pecado
En los primeros tres capítulos de la Biblia nos encontramos con que la humanidad tiene un serio problema del pecado. Uno que no es liviano para el Dios del universo, este mismo pecado expulsó a Adán y Eva fuera del jardín y los separó de la presencia de Dios. Los próximos 1,186 capítulos de la Biblia son una gran historia de nuestras huidas pecaminosas y el amor redentor de Dios.

Es fácil cuando hablamos o pensamos en el pecado, atribuírselo a los “inmorales” que nos rodean. “Esas personas que están en oscuridad, necesitan ayuda”. Sin embargo, curiosa y generalmente, a lo largo de los Evangelios, es la moralidad lo que aleja a las personas de Jesús; y no la inmoralidad. El orgullo es el asesino. Señalamos con el dedo, juzgamos a los demás, nos ponemos en pedestales, sin reconocer que, momento tras momento, nuestro orgullo y la llamada “moralidad”, nos está alejando de nuestro Salvador.

Cristiano, ¿Reconoces tu vil, pecaminosa y orgullosa condición delante del Dios Santo hoy? ¿Puedes específicamente identificar y responsabilizarte de tu pecado, de forma concreta y vulnerable?

Robert Murray McCheyne insta a que: ‘’Aprendas tanto como puedas de tu propio corazón, y cuando hayas conocido lo suficiente, lo que has visto es solo un par de metros que conduce a un pozo insondable’’.

El primer paso hacia la humildad es la desesperación. Necesitamos conocer nuestro pecado. No para que caigamos en autocompasión, sino para que corramos al médico. En nuestra ceguera, pediremos tener visión. En nuestra arrogancia, clamaremos por limpieza. En nuestra muerte, suplicaremos por vida.

Conoce a tu Salvador
En el intento de “crucificar el orgullo” existe el peligro de quedar atrapados en un complejo de culpa interna y autocompasiva que nos deja en un pozo de desesperación. Si bien debemos desesperarnos de nuestra condición ante Dios, también debemos avanzar desde allí. Si no superamos la desesperación, practicamos el “orgullo invertido”: soy tan pecador, nunca lo hago bien, soy desagradable. Fíjate aquí, el enfoque todavía está en uno mismo, por lo tanto, el orgullo todavía está en juego. Imagínate ir al médico y hablar durante tanto tiempo sobre la gravedad de tus síntomas que no deja lugar para que el médico diagnostique el problema y prescriba una cura. Incluso cuando trata de intervenir, no lo escuchas, y sigues hablando sobre tu problema. Esto sería una cita sin sentido y totalmente frustrante para el médico que quiere ayudar.

En nuestro intento de crucificar el orgullo, ¿con qué frecuencia pensamos que la humildad equivale a pensar que somos unos perdedores y centrarnos en sentirnos mal con nosotros mismos? C. S. Lewis lo expresa de manera simple: “La humildad no es pensar menos sobre ti mismo, es pensar menos en ti mismo”.

Mychene dice: “Por una mirada a ti mismo, da diez miradas a Cristo”.

Deja de sentir lástima por ti mismo y de perderte en tu propia desesperación interior. Reconoce tu pecado, desperate, luego mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo y de nuevo, ¡mira a Cristo!

“Él te redimió. Él no te dejará. Él te ha salvado. Él te mantendrá. Él te guiará. Camina a tu lado. Él te llevará sano y salvo a casa” (Mira de nuevo, 20schemes Music).

Mientras escribo este blog, he estado reflexionando sobre el ejemplo de la humillación del rey Nabucodonosor en Daniel 4. Nabucodonosor habla por experiencia y nos advierte a cada uno de nosotros: “Él [Dios] puede humillar a los que caminan con soberbia [Orgullo]” (Daniel 4:37b).

Amigos, la realidad es que si no nos humillamos ante el Señor, Él ciertamente nos humillará. Y no será agradable. Es mucho mejor humillarnos a nosotros mismos que experimentar la humillación del Señor.

¿Cómo crucificamos el orgullo, cómo nos humillamos ante Dios? En primer lugar, conocer nuestro pecado y desesperarnos por nuestro orgullo. Luego “levantamos los ojos al cielo” (Daniel 4:34) y nos volvemos a nuestra única esperanza y ayuda, nuestro Salvador Jesucristo, pidiéndole que haga lo que no podemos hacer solos…

‘’Destruye en mí todo pensamiento altivo, rompe el orgullo en pedazos y dispersarlo a los vientos, aniquila cada pizca que se aferra a mi propia justicia… Abre en mí un manantial de lágrimas penitenciales, rómpeme, entonces me vendarás. Es lo que cree la humildad’’ (El Valle de la Visión).

Este artículo se publicó originalmente en 20schemes.

El éxito vocacional

El éxito vocacional
Por Eric B. Watkins

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Ya sea en el ámbito de la paternidad, de las relaciones o de nuestra vocación, todos aspiramos al éxito. El éxito vocacional se encuentra en el corazón del sueño americano, que enseña que, si uno trabaja lo suficientemente duro y durante el tiempo suficiente, lo más probable es que tenga éxito. Pero ¿cómo medimos el éxito desde un punto de vista cristiano? ¿Es por la cantidad de dinero que ganamos? ¿Por las tantas cosas que poseemos? ¿Es por el número de personas que nos consideran exitosos?

En Mateo 25:14-30, Jesús cuenta la parábola de tres siervos, de los cuales los dos primeros fueron declarados fieles pero el último fue declarado infiel. Los dos primeros fueron fieles porque, cuando su amo partió para un largo viaje, los siervos tomaron lo que el amo les había confiado y lo invirtieron cuidadosamente. A la vuelta del amo, esto había producido un gran beneficio. El amo se alegró y les confió aún más. Pero el tercer siervo no amaba ni respetaba a su amo. En un acto de autopreservación y desinterés, escondió el dinero de su amo en la tierra y, a la vuelta de este, le devolvió el dinero sin haberlo invertido. El discurso que el siervo dirige a su amo revela que en verdad no amaba ni respetaba a su amo, por lo que ese siervo desperdició su tiempo y la confianza de su amo. El amo procedió a reprender y a expulsar al siervo infiel.

Esta parábola plantea una pregunta aleccionadora: ¿Cuánto amamos y respetamos a nuestro Amo celestial? Según la parábola, la respuesta se encuentra en la forma en que servimos a nuestro Amo con los talentos y tesoros que Él nos ha confiado. El éxito de los dos primeros siervos no radicaba en que su trabajo diera un resultado provechoso, sino simplemente en que habían sido fieles con lo que el amo les había dado. Jesús no los elogia por tener el «toque de Midas» en la inversión, sino simplemente por ser fieles. La bendición que les da es la que todos deberíamos desear oír en el día de Su regreso: «Bien, siervo bueno y fiel». ¿Qué puede ser más dulce que escuchar a Jesús decirnos eso?

El éxito vocacional debe verse desde esta perspectiva. Dios nos creó tanto para trabajar como para descansar. El trabajo es natural. Es un don de Dios y está en el corazón de lo que significa ser creado a Su imagen. Dios mismo trabajó y luego descansó. El hombre, como hijo fiel creado a imagen de Dios, debe trabajar y descansar, y todo para la gloria de Dios (1 Co 10:31). La razón por la que el éxito es a veces una meta ilusoria es que la caída de la humanidad en el pecado afectó no solo a nuestras almas, sino también a nuestros cuerpos y mentes. Ya no amamos las cosas para las que fuimos creados para amar en la inocencia y pureza que Adán conoció antes de la caída. Al igual que nuestra relación con Dios se vio afectada por el pecado, también lo hizo nuestra relación con el orden creado. La caída provocó una relación problemática, en la que ahora crecen espinas y cardos entre las flores de la creación de Dios. El sudor que resbala por nuestra frente se mezcla a menudo con la ansiedad, ya que nuestro trabajo está salpicado de numerosas frustraciones y decepciones. A veces, la molestia de nuestros trabajos parece tan grande que es difícil no levantar las manos junto al predicador de Eclesiastés y declarar que «todo es vanidad y correr tras el viento» (Ec 2:17).

Es aquí donde tenemos que recordar que no debemos mirar las cosas —incluso el éxito— como las mira el mundo. Aunque es cierto que los efectos de la caída permean todo lo que hacemos, la obra de Cristo nos redime y transforma nuestra perspectiva de todas las cosas, incluidas nuestras labores. Dado que Cristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte, nos ha convertido en nuevas criaturas cuya identidad se encuentra en Él, al igual que nuestro éxito. La Confesión de Westminster nos dice que, en la medida en que nuestras buenas obras se realicen con fe y obediencia hacia Dios, le son agradables y le dan gloria y honor. Pero lo que hace que nuestras buenas obras sean, en última instancia, aceptables para Dios, es que son aceptadas «en Él» (CFW 16.6). Dios se complace en considerar nuestras buenas obras, incluido el trabajo que realizamos en nuestras vocaciones, como hechas en Cristo, y al hacerlo, se complace en nosotros. Esto no significa que nuestro trabajo vaya a ser perfecto en esta vida, pero sí que a los ojos de Dios es agradable y aceptable. Así, el éxito genuino para nosotros puede encontrarse cuando nos damos cuenta de que solo por estar en Cristo cualquier cosa que hagamos es agradable a Dios. Por lo tanto, porque estamos en Cristo, nuestro trabajo «bajo el sol» es redimido y agradable a los ojos de Dios.

Sobre esta base de que hemos sido redimidos en Cristo mediante el evangelio, nos damos cuenta de la belleza y la importancia de esforzarnos por obrar de maneras en que agrademos a Dios. Él no simplemente nos ha redimido de algo; también nos ha redimido para algo. Según Efesios 2:10, hemos sido «creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas». Esto ciertamente incluye nuestras vocaciones. Dios nos ha recreado a la imagen de Cristo y nos ha dotado de la capacidad para trabajar de una manera que le agrade.

El famoso corredor presbiteriano escocés Eric Liddell, que guardaba el sábado, es recordado por decir: «Dios me hizo rápido. Y cuando corro, siento Su placer». Aunque la mayoría de nosotros no vamos a correr nunca en las olimpiadas, lo que dijo Liddell lo puede decir cada miembro del pueblo de Dios. Dios nos ha creado en Cristo Jesús para buenas obras —incluidas nuestras vocaciones— y cuando realizamos esas obras lo mejor que podemos, deberíamos sentir el placer de Dios. Para ampliar la analogía, lo que más importa no es que ganemos la carrera (que consigamos el ascenso, que ganemos más dinero o que tengamos la oficina más grande), sino que nos esforcemos con lo mejor de nuestras capacidades dadas por Dios para agradarle en todo lo que hacemos. Lo que más nos agrada debe ser lo que más agrada a Dios. El verdadero éxito no se puede cuantificar fácilmente. No es el éxito tal y como lo mide el mundo. Más bien, es esforzarse por hacer incluso las pequeñas cosas que hacemos cuando nadie nos mira de una manera que honre a Dios y demuestre que tenemos una relación adecuada con la creación y, lo que es más importante, con el Dios de la creación.

La Biblia nos recuerda repetidamente que solo Dios puede hacer prosperar nuestro trabajo. No es simplemente por la fuerza de nuestras manos o por nuestra fuerza de voluntad que llega el éxito. Ya sea que nuestras vocaciones estén dentro o fuera de la iglesia, es solo Dios quien da el crecimiento. En Su providencia, perfectamente sabia, a veces trabajamos con diligencia para Su honor y, sin embargo, no vemos el fruto de nuestra labor como habríamos deseado. Y hay otras veces en las que no trabajamos tan bien o tan fielmente como deberíamos y, sin embargo, Dios hace que nuestro trabajo prospere a pesar de nosotros. Es por eso que no podemos medir el éxito simplemente cuantificando los resultados visibles. Tenemos que esforzarnos por ver las cosas como las ve Dios y por medirlas como Dios las mide, no con la sabiduría mundana, sino con la sabiduría del Espíritu.

En este sentido, todo trabajo nuestro, sea cual sea, es un aspecto de la obra del Reino. Todo trabajo nuestro puede traer honor y gloria a Dios, y ser un aspecto de nuestro testimonio cristiano ante un mundo que nos observa. Por eso los cristianos deben trabajar mucho y descansar bien. Ambas cosas son importantes. Aunque Dios nos creó para trabajar, no nos creó exclusivamente para trabajar. Adán debía tener una semana de trabajo razonablemente constante, con seis días de trabajo y uno de descanso. Parece que en nuestra cultura nos hemos desviado hacia los extremos: o bien caemos en prácticas perezosas y no somos diligentes en nuestro trabajo, o bien nos convertimos en adictos al trabajo que parecen nunca detenerse ni descansar de la manera en que Dios lo diseñó. Ninguno de estos enfoques es bíblico ni saludable. Abstenerse de trabajar diligente y fielmente es negar tanto la belleza de la creación como la belleza mayor de la redención en Cristo. En Su perfecta sabiduría, Dios dotó nuestra semana de trabajo de un descanso sabático. Todo en nosotros necesita descanso. Nuestros cuerpos, sí, pero también nuestras almas.

Como parte de nuestro esfuerzo por glorificar y disfrutar de Dios en todo lo que hacemos, necesitamos descansar de nuestras labores en este mundo de forma regular y centrarnos en el bendito descanso del cielo mismo. Descansar y adorar en el día del Señor nos proporciona un agradable y rejuvenecedor anticipo del cielo. Trabajar sin descansar es actuar como si fuéramos esclavos condenados sin esperanza de redención de la maldición del pecado que ha cargado nuestras labores; y sin embargo, abstenernos de trabajar fielmente es una negación funcional de que hemos sido creados y recreados a imagen de Dios. Por tanto, nuestras vocaciones no son simplemente un medio para mantenernos a nosotros mismos y a nuestras familias; son oportunidades para utilizar nuestros «talentos» con la mayor fidelidad y diligencia que podamos, todo ello para la gloria de Dios.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Eric B. Watkins
El Dr. Eric B. Watkins es el pastor principal de Covenant Presbyterian Church (OPC) en St. Augustine, Florida, y autor de The Drama of Preaching [El drama de la predicación].

¿Qué significa ser cristiano?

Martes 27 Septiembre
Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos.
1 Juan 3:14
Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.
Juan 17:3
¿Qué significa ser cristiano?
Ser cristiano no significa poner en práctica una religión, unos valores morales o un estilo de vida. Ser cristiano es tener una relación viva y personal con Dios.

Esta relación se hizo posible gracias a la muerte y a la resurrección de Jesús; se establece si creo en él. Pero si esta relación no es el centro de mi vida, no podré crecer espiritualmente, incluso con una práctica religiosa irreprochable.

Amar a nuestro prójimo es el resultado de nuestra relación con Dios. Para comprenderlo basta pensar en los dos grandes mandamientos citados por Jesús: amar a Dios y amar al prójimo; los dos son inseparables. Un cristiano no puede ser indiferente a las necesidades de los otros. Para el apóstol Juan esto es inconcebible: “El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Juan 3:17).

Tener una verdadera relación con Dios y amar a nuestro prójimo no se impone por obligaciones exteriores. Es la expresión de la vida divina recibida por la fe en el Señor Jesús. Es la vida misma de Jesús. Él fue manso y humilde, estuvo atento a las necesidades de los demás. Confió en Dios y le obedeció en todos los detalles de su vida, hasta la cruz. Jesús, el Hijo de Dios, resucitó. Es el Salvador de todos los que creen en él. Solo ellos pueden imitar el modelo perfecto de la vida cristiana que Cristo manifestó.

Lamentaciones 3 – Filipenses 2 – Salmo 107:23-32 – Proverbios 24:7

© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
ediciones-biblicas.ch – labuena@semilla.ch