
¿Dios o casualidad?
R.C. Sproul
Tras el éxodo de los israelitas desde Egipto, Dios mandó a su pueblo que construyera un tabernáculo, una enorme tienda que funcionaría como el centro de su adoración. La sección más íntima del tabernáculo, que estaba cerrada con cortinas, era el Lugar Santísimo, al cual solo el sumo sacerdote podía entrar, y solo un día en el año, el Día de la Expiación. Era allí, en el Lugar Santísimo, donde se guardaba el arca del pacto. El arca no era un barco, como en la historia del arca de Noé, sino un enorme cofre cubierto de oro. Dentro del cofre se guardaban las tablas de los Diez Mandamientos, la vara de Aarón que había brotado, y una vasija con el maná con el que Dios alimentó milagrosamente al pueblo en el desierto (Hebreos 9:4). La tapa del arca, que estaba adornada con dos querubines de oro, se consideraba el trono de Dios. En palabras simples, el arca era el receptáculo más sagrado en toda la historia religiosa judía.
El arca también tenía significación militar para los judíos. Cuando Moisés y Josué condujeron a los israelitas en su viaje a la Tierra Prometida y en su conquista de Canaán, cuando iban a la batalla contra sus enemigos, los sacerdotes llevaban el arca del pacto. Cuando el trono de Dios acompañaba al ejército de Israel, ellos salían victoriosos. Dios estaba con ellos en la batalla y peleaba por ellos.
Lamentablemente, con el tiempo el pueblo comenzó a asociar la victoria en la batalla con el arca misma, no con Dios. Esto lo vemos en 1 Samuel 4, donde se relata una ocasión cuando los israelitas salieron a la batalla contra los filisteos (pero no iban acompañados del arca) y sufrieron una derrota, con la pérdida de cuatro mil hombres. Entonces leemos: “Cuando el pueblo volvió al campamento, los ancianos israelitas preguntaron: ‘¿Por qué permitió el Señor que los filisteos nos vencieran? Vayamos a Silo, donde está el arca del Señor. Ella tiene que acompañarnos siempre, para que nos salve de nuestros enemigos’ ” (v. 3). El pueblo atribuyó su derrota a Dios, pero miraron al arca para que los salvara.
Así que llevaron el arca al campamento israelita. Cuando los soldados vieron la llegada del trono de Dios, rompieron a vitorear alborotada y estruendosamente. Al otro lado del valle, los filisteos oyeron los vítores, y cuando descubrieron el motivo, supieron que estaban en graves problemas, porque recordaron cómo Dios había azotado a los egipcios durante el éxodo (vv. 5–8).
En este tiempo, Israel era liderado por Elí, un sacerdote y juez. Él era un hombre piadoso que había servido al pueblo durante décadas, pero tenía un grave defecto. Tenía dos hijos, Hofni y Finés, quienes también eran sacerdotes, pero no compartían la piedad de Elías, y cometieron toda clase de profanación de su sagrada vocación. Sin embargo, Elí nunca los disciplinó. Así que Dios le había hablado a Elí por medio de un profeta, advirtiéndole que iba a caer juicio sobre su casa, porque Hofni y Finés iban a morir el mismo día (2:30–34).
Esta profecía se cumplió cuando los israelitas, jubilosos por tener el arca de Dios con ellos, volvieron a la batalla con los filisteos, y Hofni y Finés acompañaron el arca. Y ocurrió lo impensable: los israelitas no prevalecieron, aun cuando el arca estaba presente. Esta vez cayeron treinta mil israelitas (4:10). Hofni y Finés también murieron, pero lo peor de todo fue que los filisteos paganos capturaron el arca del pacto (v. 11).
Después de la batalla, un mensajero volvió corriendo a Silo con las malas noticias. Elí tenía noventa y ocho años, y estaba ciego y con sobrepeso (v. 15, 18). Estaba sentado junto a la puerta donde realizaba juicios, porque esperaba ansioso las noticias de la batalla. Cuando el mensajero llegó y le contó que Israel había sido derrotado, sus hijos estaban muertos, y el arca había sido capturada, Elí cayó de espaldas, se rompió el cuello, y murió (v. 18).
La nuera de Elí, la esposa de Finés, estaba embarazada y a punto de dar a luz. Cuando escuchó las noticias de la derrota y la muerte de su esposo, comenzó a tener el parto. Dio a luz a un hijo, pero ella murió a consecuencia del parto. Sin embargo, antes de morir, ella llamó al niño Icabod, un nombre que significa “ha partido la gloria”. Aquel bebé nació el día en que la mayor gloria de Israel, el trono de Dios, fue llevado cautivo por los filisteos paganos.
AFLICCIONES PARA LOS FILISTEOS
Según se nos relata, los filisteos se llevaron el arca a Asdod, una de sus cinco ciudades estado. La pusieron en su templo más sagrado, que estaba dedicado a Dagón, su deidad principal. En el templo, pusieron el arca a los pies de una imagen de Dagón, el lugar de humillación y subordinación (5:1–2). A la mañana siguiente, sin embargo, encontraron la estatua de Dagón tumbada sobre su cara. Era como si Dagón estuviera postrado delante del trono de Jehová. Los sacerdotes enderezaron a su deidad, pero a la mañana siguiente, la estatua no solo había caído de cara, sino que su cabeza y sus manos estaban cortadas (vv. 3–4).
Para empeorar las cosas, brotó una plaga de tumores en Asdod (v. 6), y aparentemente una plaga de ratas (6:5). Los hombres de Asdod sospecharon que estas aflicciones venían de la mano de Dios, así que celebraron un concilio para debatir lo que harían. Tomaron la decisión de enviar el arca a otra de las ciudades estado filisteas, Gat (5:7–8). Sin embargo, en Gat comenzó la misma aflicción, de manera que la gente de Gat decidió enviar el arca a Ecrón. Pero las noticias de las aflicciones habían precedido al arca, y la gente de Ecrón se negó a recibirla. Después de siete meses de pruebas, los filisteos finalmente se dieron cuenta de que el arca debía ser devuelta a Israel (5:9–6:1).
La devolución de semejante objeto sagrado a Israel no era tarea fácil. Los filisteos reunieron a sus sacerdotes y adivinos para que les aconsejaran cómo hacerlo. Los sacerdotes y adivinos recomendaron que la devolvieran con una “ofrenda por la culpa”: cinco tumores de oro y cinco ratones de oro (6:2–6).
Ahora la historia se vuelve interesante. Los sacerdotes y adivinos les dijeron a los líderes filisteos que prepararan un carro nuevo y pusieran en él el arca con los tumores y los ratones de oro. Luego tenían que encontrar dos vacas lecheras que nunca hubieran sido enyugadas y atarlas al carro. Una vez que hicieran todo esto, debían soltar el carro pero observar adónde lo llevaban las vacas. Ellos dijeron: “Si se va por el camino que lleva a Bet Semes, su tierra, eso querrá decir que fue el Señor quien nos mandó tan grandes males; pero si toma otro camino, sabremos que no fue el Señor, sino que lo que sufrimos fue un accidente” (v. 9). En esencia, entonces, este fue un elaborado experimento para ver si Dios había estado detrás de las aflicciones o si estas habían sucedido por “casualidad”.
Es crucial que entendamos la manera en que los filisteos “cargaron los dados”, por así decirlo, para determinar de manera concluyente si era el Dios de Israel quien había causado sus aflicciones.
Ellos consiguieron vacas que recién habían parido. ¿Cuál es la inclinación natural de una vaca madre que acaba de parir? Si se aleja a esa vaca de su cría y se la deja libre, ella se irá directo hacia su cría. Asimismo, escogieron vacas que nunca habían sido enyugadas o entrenadas para tirar un carro con un yugo. En tal caso, lo más probable es que la vaca luche con el yugo y es poco probable que trabaje bien con la otra vaca enyugada. Al incluir estas situaciones en el experimento, era muy improbable que el carro fuera a algún lado, ni hablar de que fueran hacia la tierra de Israel. Si las vacas eran capaces siquiera de tirar el carro, querrían volver hacia sus terneros. Por lo tanto, si el carro iba hacia Israel, esa sería una señal de que Dios estaba guiando las vacas, y por consiguiente, que él había dirigido las aflicciones que habían venido sobre los filisteos desde que habían capturado el arca.
UN EXPERIMENTO DE ATEOS
Este experimento suena primitivo. Ocurrió en la era pre-científica. Esta gente no era sofisticada. No tenían doctorados en física. Su ingenuidad al tratar de discernir la causa de su aflicción es divertida. Pero este relato tiene algo que me parece extremadamente contemporáneo: esta gente era claramente atea. Quizá te sorprenda esta afirmación, porque la Biblia dice que los filisteos tenían un templo, un sacerdocio, y una religión, de la cual una parte implicaba que ellos participaran en actividades religiosas. ¿Por qué, entonces, afirmo yo que ellos eran ateos? Hace años, cuando yo enseñaba en un seminario, estaba a cargo de enseñar un curso sobre la teología de la Confesión de Fe de Westminster, un documento teológico del siglo XVII que es el fundamento confesional del presbiterianismo histórico. Los primeros dos capítulos de la confesión tratan de la Escritura y del Dios trino, mientras que el tercer capítulo se titula “Del decreto eterno de Dios”. Los presbiterianos saben exactamente qué significa eso: predestinación. Los alumnos del seminario disfrutan de discutir sobre cuestiones doctrinales difíciles, y disfrutan especialmente de debatir sobre la predestinación, así que mi cátedra pendiente sobre esta doctrina causaba entusiasmo. La mayoría de mis alumnos invitó a amigos que no creían en la predestinación, así que cuando se reunió la clase para considerar esta difícil doctrina, se congregó alrededor del doble de la cantidad habitual de personas.
Comencé la clase leyendo las líneas iniciales del capítulo tres de la Confesión de Westminster: “Dios desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede”. Entonces me detuve y dije: “La confesión dice que desde la eternidad Dios ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede. ¿Cuántos de ustedes creen eso?”. Este era un seminario presbiteriano, así que se levantaron muchas manos. Los buenos alumnos presbiterianos en la clase estaban orgullosos de confesar su convicción acerca de la soberanía de Dios.
Desde luego, no todos levantaron la mano, así que pregunté: “¿Cuántos de ustedes no creen esto? Nadie va a anotar sus nombres. No se van a meter en problemas. No vamos a tener un juicio por herejía ni sacar los cerillos y quemarlos en la hoguera. Solo sean honestos”. Finalmente, varios alumnos levantaron la mano. Cuando lo hicieron, dije: “Quiero hacer otra pregunta: ¿cuántos de ustedes se describirían francamente a sí mismos como ateos? Una vez más, sean honestos”. Nadie levantó la mano, así que dije: “No entiendo por qué aquellos que dijeron que no estaban de acuerdo con la confesión no levantaron la mano cuando les pregunté si eran ateos”.
Como podrás imaginar, se produjo una ruidosa protesta entre los estudiantes que no concordaban con la confesión. Estaban dispuestos a lincharme. Ellos dijeron: “¿De qué está hablando? ¿Solo porque no creemos que Dios ordene todo lo que sucede, nos llama ateos? Entonces pasé a explicarles que el pasaje que había leído de la confesión no decía nada exclusivamente presbiteriano. Ni siquiera era exclusivamente cristiano. Esa declaración no separó a los presbiterianos de los metodistas, luteranos, o anglicanos, y no distinguía entre presbiterianos, musulmanes o judíos. Simplemente ofrecía una distinción entre teísmo y ateísmo.
Lo que yo quería que vieran estos jóvenes era esto: si Dios no es soberano, Dios no es Dios. Si existe tan solo una molécula rebelde en el universo —una molécula corriendo libre fuera del alcance de la soberanía de Dios—, no podemos tener la más mínima confianza de que cualquier promesa que Dios haya hecho acerca del futuro llegue a cumplirse.
Es por esto, entonces, que yo digo que los filisteos eran ateos. Ellos concedían la posibilidad de que un suceso en este mundo ocurriera por casualidad; la posibilidad de que, contra toda evidencia, las aflicciones que habían soportado hubiesen ocurrido por coincidencia. Ellos dejaban lugar para una partícula rebelde, por lo cual estaban concediendo la posibilidad de un Dios que no es soberano, y un Dios que no es soberano no es Dios.
El gran mensaje del ateísmo es que la “casualidad” tiene poder causal. Una y otra vez se expresa la postura de que no necesitamos atribuir la creación del universo a Dios, porque sabemos que aquel llegó a existir por medio del espacio más el tiempo más el azar. Eso no tiene sentido. El azar no puede hacer nada. El azar es una palabra totalmente adecuada para describir posibilidades matemáticas, pero solo es una palabra. No es una entidad. El azar no es nada. No tiene poder porque no tiene ser; por lo tanto, no puede ejercer ninguna influencia sobre nada. No obstante, hoy tenemos sofisticados científicos que hacen serias declaraciones aseverando que todo el universo fue creado por el azar. Esto equivale a decir que la nada causó algo, y no hay declaración más contraria a la ciencia que esa. Todo tiene una causa, y la causa última, como hemos visto, es Dios.
Cuando los filisteos soltaron las vacas, estas “se dirigieron a Bet Semes; iban andando y bramando, sin apartarse del camino” (6:12). Las vacas tiraban el carro suavemente, aunque nunca habían sido enyugadas. Se alejaban de sus crías, aun cuando deseaban ir hacia ellas, como evidencian sus bramidos. E iban directo hacia Israel. ¿Ocurrió todo eso por casualidad? No, las vacas eran guiadas por la mano invisible del Dios de la providencia. En consecuencia, los filisteos supieron que esa misma mano los había afligido.
Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.