Maneras de enseñar a los niños

La formación espiritual del niño

Betty S. de Constance

Parte 1

Una filosofía de enseñanza para la formación espiritual del niño

Capítulo 6

Maneras de enseñar a los niños

a1Un día estaba revisando unos libros sobre educación cristiana y encontré el siguiente comentario del educador Daniel Marsh, quien describe lo que pasa a menudo en el proceso de la educación:

La educación debe hacernos vivir con gusto y exuberancia. Pero mucho de lo que pasa por “educación” quita el asombro hacia la vida y nos coloca en el peligro mortal de ver todo por las cosas nombradas y clasificadas. Tanto de lo que pasa por la educación es el humo de un fuego que no ha hecho otra cosa que consumir la vida. La razón es que muchas veces la educación carece del elemento más importante, una dimensión espiritual. Pero la correcta metodología de la educación, aquella que afirma el concepto espiritual donde hay lugar para Dios, nos llama a despertar de la apatía que adormece el alma.

La religión es un elemento vital en una educación cabal. Agrega un sentido de responsabilidad en la libertad académica. Da aliento a un espíritu de reverencia en la búsqueda de la verdad. Establece un centro de autoridad moral en la vida del individuo. Define valores para la vida. Da validez a lo aburrido y cotidiano. Trae realización plena a la vida junto con una paz dinámica. (Education that is Christian, La educación que es cristiana)

El tema de la educación de los niños es algo sumamente vasto en su alcance. Las observaciones de Marsh enfocan el contraste entre una educación secular y una que es cristiana. En este libro mi enfoque no es sobre la educación secular, pero comparto lo la observación de Marsh, que el proceso de educación puede aplastar el espíritu de investigación y asombro en el niño. ¿Qué diríamos de la educación cristiana que generalmente se lleva a cabo en la iglesia? Temo que con frecuencia, y debido a la falta de una correcta metodología de enseñanza, también reducimos todo a meros datos, nombres y eventos sin permitir la participación del niño en el proceso de descubrimiento entusiasta de las verdades que son relevantes a su propia vida. Una educación que contiene como ingrediente esencial la dimensión espiritual, y que contribuye a la definición de valores y autoridad moral, debe ser un proceso dinámico. Para que esto pueda darse, debemos analizar las maneras cómo el maestro puede tratar a su clase.

La realidad de lo que pasa en el aula

Primero, vamos a imaginarnos la siguiente escena:

Usted, el maestro, ha llegado a la iglesia a horario para el comienzo de la escuela dominical. Durante la semana previa se ha preparado bien y está entusiasmado con poder enseñar la lección. Hay tanto que quiere enseñar que está seguro de que no le van alcanzar los 45 minutos de la clase. Es una lección sobre una sanidad que obró Cristo y tiene muchas aplicaciones para hoy. Usted tiene la esperanza de que los niños se van a portar bien, sin moverse mucho, para que pueda enseñarles correctamente y hacer las aplicaciones sugeridas.

Los alumnos empiezan a llegar y todos parecen estar “eléctricos” de energía. En seguida uno empieza a contar del accidente que tuvo un compañero de la escuela y cómo él vio todo. Cuenta que la ambulancia había venido para llevar al niño al hospital y como, más tarde, él y su familia lo visitaron. Usted quiere empezar la clase pero el alumno sigue contando cómo está vendado y enyesado el compañero. Los demás alumnos escuchan fascinados y todos se ponen a comentar el caso. En eso, otro alumno empieza comentando un accidente que él tuvo. Otra vez usted trata de iniciar la clase pero los alumnos no le están prestando atención. Siguen conversando entre sí. Finalmente, con impaciencia, usted les obliga que se callen. Dejan de hablar pero usted nota que están distraídos, y no ponen atención en lo que está diciendo. Uno de los alumnos más traviesos empieza a hacer muecas para distraer a los demás. Pero valientemente usted sigue adelante dando la lección. Cuando llega a la aplicación, trata de involucrarlos, pero no responden, le miran con ojos vacíos, y usted tiene la sensación de que la lección no ha tenido evidente efecto. Acercándose al final de la hora de clase, todos empiezan a dar muestras de estar ansiosos porque termine la clase.

Usted vuelve a su casa derrotado. ¿De qué valió tanto tiempo y esfuerzo en preparar la clase? No pasó nada. Si hubieran escuchado, ¡cuánto podrían haber aprendido! Se pregunta si vale la pena seguir con esto.

Esta escena es típica de lo que puede pasar con un grupo de niños en la escuela dominical. El hecho de que la clase haya terminado mal no es necesariamente la culpa del maestro, ni tampoco de los alumnos. Lo que falta es una dinámica de clase que pueda sobreponerse a estos imprevistos.

Para entender esto mejor, hay una pregunta que todo maestro debe hacerse. La pregunta es ésta: ¿qué tipo de maestro soy yo? Al contestar la pregunta, hay que reconocer un elemento importante que afecta nuestra manera de enseñar a otros: son las experiencias que hemos tenido nosotros con relación a la enseñanza. Todos tenemos la tendencia de imitar a los modelos que hemos tenido, aun cuando no hayan sido positivos. Esos modelos son lo que conocemos y es difícil pensar en otros. Pero aparte de lo que haya sido nuestro modelo, podemos decir que generalmente existen tres clases de maestros que pueden ser clasificados con tres palabras: los autoritarios, los permisivos y los facilitadores. Por supuesto, estas categorías se sobreponen entre sí. Es decir, ningún maestro puede decir que no tiene de vez en cuando algo de las tres características en su forma de enseñar. Pero para aclarar lo que estas clasificaciones significan, veamos las manifestaciones típicas de cada una de estas formas de enseñanza.

El maestro autoritario

El maestro autoritario tiende a sentirse inseguro en su rol de maestro y por eso necesita dominar la clase. Es importante para él tener todas las respuestas. Se ve a sí mismo más bien en el rol de policía, vigilando para que los niños se porten bien y muestren el debido respeto. Lucha por mantener la atención de sus alumnos, insistiendo en absoluto silencio durante la clase mientras él habla. No le gusta que los alumnos opinen o que hagan preguntas. Se enoja si algún alumno no acepta su punto de vista o está en desacuerdo con su opinión.

El alumno, frente a este tipo de maestro, termina siendo un objeto, un mero muñeco, que recibe lo que el maestro preparó para él, sin gozar del privilegio de responder, reaccionar o, de algún modo, ser protagonista del proceso de aprendizaje. El alumno pronto se aburre o participa de mala gana. Al ser objeto, empieza a hacer cualquier cosa para distraer a sus compañeros o para alborotar a la clase. Si tiene la libertad de elección, probablemente dejará de asistir a la clase.

Este maestro se ha olvidado de que Dios es la única autoridad espiritual y que es Jesucristo quien ocupa el lugar de mediador entre el alumno y Dios (1 Timoteo 2:5). Le hace falta reconocer que su única autoridad como maestro viene como resultado de su sumisión a la obra del Espíritu Santo en su propia vida (Juan 16:13) y a su disposición de servir a sus alumnos. Necesita reconocer que la autoridad no se impone, se gana. Si su propia inseguridad es la que determina su forma de actuar, debería tomar medidas para madurar personalmente. Este tipo de maestro, a la larga, hará que los alumnos reaccionen contra la enseñanza de la Palabra de Dios porque no han tenido la oportunidad de asimilarla de acuerdo con sus propias necesidades. Probablemente abandonarán la iglesia cuando sean adolescentes o jóvenes.

El maestro permisivo

El polo opuesto del maestro autoritario es el permisivo. Esta persona tiene una idea muy equivocada acerca del niño. Cree que el niño carece de la capacidad de entender cosas serias y que su única manera de ser feliz es por la diversión y el juego. Tan es así que ve su función principal con ellos casi como un “animador de fiestas”. Deja de lado el control y la disciplina en su clase y permite que los niños hagan lo que quieran. Sus intentos por enseñar algo son bastante infructuosos, pero eso no le preocupa mucho porque cree que el aprendizaje espiritual ocurrirá por sí solo, aunque quizá no sepa cómo ni cuándo. Los niños no toman en serio al maestro y se aprovechan del tiempo de la clase para hablar entre sí, hacer ruido, tirar cosas, dibujar en las paredes y subirse a los muebles.

Este maestro no se da cuenta de que el niño requiere guía y dirección en su enseñanza espiritual. Si ha de sentirse seguro y gozar de una sensación de logro en lo que está aprendiendo, necesita de un maestro que sepa establecer límites y definir metas. Necesita entender que el amor de Cristo, modelo para todo maestro espiritual, nunca fue un amor permisivo.

Hay personas que terminan siendo maestros permisivos porque no tienen la disciplina de preparar su clase de antemano. Como no tienen la lección preparada ni otras actividades programadas, permiten que la clase se deteriore lentamente con la única esperanza de que lleguen al final de la hora de clase sin mayores problemas o, como dijo un pastor, en cuya iglesia las aulas estaban en el segundo piso: “Sólo quiero que bajen enteros la misma cantidad de niños que subieron.” Tristemente, este tipo de enseñanza desprestigia a la iglesia que lo permite y al maestro que, sin darse cuenta, desestima la formación espiritual del niño. Además, puede producir en el niño un cierto desprecio por la Palabra de Dios porque ve que ni el maestro la toma en serio.

El maestro facilitador

El maestro facilitador, en cambio, ve su función en la clase como la persona que proporciona o dirige el aprendizaje espiritual. Es una persona sensible a las necesidades de los niños que están en su clase. Los ve como individuos en formación y entiende las capacidades y limitaciones de sus distintas etapas de desarrollo. Sus clases tienen metas bien estructuradas pero no rígidas. Se ve a sí mismo como un guía para el aprendizaje de sus alumnos. Reconoce que él mismo tiene lecciones que aprender en su vida espiritual y no se considera mejor que sus alumnos ni los trata con aire de superioridad. Depende del Espíritu Santo para obrar a través de su vida por medio de una estructura definida pero flexible, en la que los niños pueden descubrir verdades bíblicas para sus vidas. Escucha con atención y respeto a sus alumnos pero no pierde de vista los objetivos que tiene en mente para la lección. Su clase se caracteriza por mucha participación de parte de los alumnos, pero es una participación dirigida para canalizar correctamente el aprendizaje de las verdades que se están enseñando. Raras veces tiene problemas de disciplina porque sus clases están estructuradas tomando en cuenta la necesidad de moverse que tienen los niños y el deseo de descubrir las cosas por su cuenta. Sabe que si están ocupados en algo que les interesa, no habrá mayores problemas de conducta.

De las tres maneras de enseñar, es obvio que el maestro facilitador es el que mejor cumple su función porque ve su rol de maestro en forma correcta. Es importante destacar que este maestro ideal debe ser transparente con sus alumnos en cuanto a su propia vida. Su honestidad y vulnerabilidad implica que no aparentará ser lo que no es. A veces tendrá que admitir que no sabe la respuesta a alguna pregunta. A veces tendrá que admitir que se ha equivocado en algo, o tendrá que pedir disculpas por enojarse o por faltarle respeto a alguien, o por haber criticado o haberse burlado de alguien. Los niños suelen ver a sus maestros como personas perfectas. Se desaniman frente a las imperfecciones de sus propias vidas. El maestro necesita mostrarse ante el alumno como una persona que está aprendiendo a vivir como Dios desea, en toda la transparencia que eso requiere. El niño es experto en percibir la hipocresía. Por eso, la capacidad del maestro de admitir un error o de pedir perdón por una falta ayudará para que el niño se dé cuenta de que la vida en Cristo también está a su alcance.

¿Qué clase de maestro es usted? Si se tomara un retrato de su clase, ¿cuál de las tres maneras de enseñanza estaría en evidencia? Nadie puede mejorar sus capacidades como maestro sin antes reconocer las características que pueden impedir un eficiente trabajo de enseñanza. La meta es ser un maestro facilitador y eso es una destreza que se va adquiriendo y mejorando constantemente. ¡Propóngase ser ese tipo de maestro!

Hágase esta pequeña auto-valuación:

1. ¿Qué evidencia ven sus alumnos de que la autoridad de su vida se basa en el señorío de Cristo?

2. ¿Qué evidencia concreta tiene usted de que sus alumnos lo aman y gustan estar en su clase?

3. Haga una lista de los nombres de sus alumnos. ¿Cuánto sabe de cada uno? ¿Conoce a los padres? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿En qué grado está? ¿Ha visitado su casa? Si no puede contestar estas preguntas afirmativamente, haga un compromiso delante del Señor de conocer a fondo a cada uno de sus alumnos lo antes posible. Al hacerlo, escriba una breve descripción de las realidades que vive ese niño en su hogar, en su barrio o en su escuela.

De Constance, B. S. (2004). La formación espiritual del niño (3a edición, pp. 53–59). Buenos Aires, Argentina: Publicaciones Alianza.


Deja un comentario