La formación espiritual del niño
Betty S. de Constance
Parte 2
Reflexiones sobre la evangelización de los niños
Capítulo 12
¿Cómo podemos fortalecer el desarrollo espiritual del niño?
Sabiendo que yo trabajo en la formación espiritual de los niños en mi iglesia, una madre vino a conversar conmigo y compartir su inquietud en cuanto a su hijo.
—Estoy muy preocupada por mi hijo —me dijo con voz llena de ansiedad—. Hace unas semanas, al concluir el culto, él oró con el pastor para recibir a Cristo como su Salvador. Cuando llegamos a casa, le pregunté cómo se sentía, pero no supo qué decirme.
—¿Y qué respuesta esperaba usted? —le pregunté.
—No sé exactamente —dijo—. Pero yo recuerdo muy bien el día en que yo recibí a Cristo como mi Salvador. Sentía un gozo enorme. Me parecía que estaba volando de alegría. En cambio a mi hijo, desde el día que hizo esa decisión, se lo ve triste y preocupado. Cuando le he preguntado sobre qué le está pasando, no sabe qué decirme. Por fin, hace poco me dijo: “Tengo dudas sobre mi fe, mamá. No sé si tengo una fe como dice el pastor que todos debemos tener.”
Por un rato seguí conversando con la madre sobre el tema. Traté de hacerle ver que el inicio de una vida de fe nunca ha de ser vivida de la misma manera por dos personas. Traté de ayudarla a entender que lo más importante era descubrir cuál era la causa de la confusión de su hijo en cuanto a su nueva “fe”. ¿Qué estaba entendiendo él sobre el asunto? ¿Qué condiciones le había sugerido el pastor como muestra de una verdadera fe? ¿Qué otros factores presentes en el hogar podrían estar contribuyendo a las inquietudes de su hijo?
Lamentablemente, no creo que mis palabras lograran un cambio de actitud en esa madre. Temo que ella siguió presionando a su hijo sobre la necesidad de sentir una emoción igual a la que ella había experimentado en su conversión.
Este incidente nos ayuda a enfocar otro aspecto que tiene que ver con la evangelización del niño. La pregunta que debemos hacernos es ésta: ¿Cómo podemos estimular la vida espiritual del niño una vez que haya tomado la decisión de entregar su vida a Cristo? A esta pregunta hay que agregar otra igualmente significativa: ¿Cuáles son los errores que podemos cometer que obstaculizan al niño en su desarrollo espiritual como hijo de Dios?
Para comenzar, la Biblia nos asegura que al nacer de nuevo la vida del niño, como de toda persona que cree, “está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3,NVI). Además, sabemos que el Espíritu Santo es quien se encarga de revelarle toda verdad (Juan 16:13). ¿Cuál es, entonces, nuestra responsabilidad para con este niño? ¿Podemos unir nuestros esfuerzos a los del Espíritu Santo para fortalecer y guiar esta vida? ¿Cómo podemos cuidarnos para no serle de estorbo en su desarrollo espiritual? Estos interrogantes son sumamente importantes para cada uno de aquellos que trabajamos en ministerios relacionados con la niñez.
Debemos recordar que el niño es, al fin, un niño
Uno de los problemas de la madre que mencioné al comienzo tiene que ver con cierta incapacidad que tenemos los adultos de ver al niño como un niño. Era lógico que ella interpretara lo que estaba pasando en la vida de su hijo desde la perspectiva de su propia experiencia pero, lamentablemente, eso le daba ocasión de juzgar la experiencia del niño como inadecuada. Jesús nunca cometió este error. En diferentes ocasiones les advirtió a sus discípulos que “el que no recibe el reino de Dios como un niño, de ninguna manera entrará en él” (Marcos 10:15). Aunque el Señor no las define, sabemos que él estaba haciendo referencia a las características que tiene el niño y que deben ser reflejadas en las personas adultas que desean entrar en el reino de Dios. A mi entender, cuando Jesús puso a un niño como el ejemplo de estas características, estaba señalando el hecho de que los niños tienen una forma única, genuina, transparente y natural de acercarse al reino de Dios y estas cualidades son las que más le agradan al Señor.
El niño que toma la decisión de entregar su vida a Cristo ha vivido pocos años y sus experiencias de vida son muy limitadas en comparación con las de los adultos. Sus pecados, o sea, su rebeldía contra el control de Dios sobre su vida, deben ser percibidos dentro de los parámetros de su conducta como niño y no con las dimensiones que tienen los adultos. La emoción que pueda o no sentir en el momento de hacer su decisión por Cristo se relaciona con lo que él puede entender. No debe ser comparada con las profundas dimensiones de convicción de pecado y pesadas cargas de culpa que puede sentir un adulto. También, como posiblemente haya ocurrido en el caso del niño que mencioné, puede haber algún aspecto de este proceso que lo haya impactado pero sin que lo entendiera bien. Por ejemplo, es posible que para este niño la frase “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6,NVI), que probablemente escuchó en alguna predicación, le haya parecido un requisito imposible de satisfacer. Él podría estar tratando de medir y aumentar su fe sin saber cómo hacerlo. La confusión que siente no tiene nada que ver con el hecho de ser salvo. Más bien, tiene que ver con la pregunta que nos hacemos todos alguna vez: “¿Por qué no tengo más fe?”
La persona que trabaja con los niños en sus procesos de formación espiritual debe cuidarse de no hacer juicios sobre las evidencias externas de la fe del niño. Al contrario, debe hacer lo posible por escucharlo y por ofrecerle repetidas oportunidades de hacer preguntas y admitir su confusión. Cuando nos ocupamos de hacer esto, el pequeño nuevo creyente se sentirá apoyado y no hostigado en su desarrollo espiritual.
Debemos ser conscientes de los efectos de ciertas doctrinas
Cuando el niño inicia su vida con Dios, es posible que se encuentre con ciertas enseñanzas bíblicas que pueden resultarle como “trampas” y que pueden impedir su desarrollo espiritual. Al decir que son “trampas”, me refiero al hecho de que hay ciertas enseñanzas que el niño escucha a través de las predicaciones o estudios bíblicos para adultos que le crean confusión. Algunas de las doctrinas que suelen tener un efecto negativo sobre el niño son aquellas que se relacionan con la segunda venida, el infierno y el juicio final. Como el niño tiende a vivir todo en el presente, encuentra complicado el concepto del futuro. Por ejemplo, los niños de menos de seis años de edad tienen dificultad en entender el concepto de “más tarde” o “mañana”. Los números en el calendario o almanaque no representan el futuro; sólo representan números. Por tanto, estas doctrinas suenan para ellos como algo inminente.
Supe de una niña de siete años de edad que había quedado traumatizada luego de ver una película sobre la segunda venida. Por meses se escondía aterrada en un armario cada vez que alguien llamaba a la puerta de su casa. Cuando por fin su madre pudo entender la causa de la conducta extraña de su hija, descubrió que la niña creía que en cualquier momento llegaría Jesús para llevarse a su familia, dejándola a ella. Aunque había recibido a Cristo como su Salvador personal, era una niña algo traviesa y estaba convencida de que a causa de sus conductas Jesús no la iba a llevar junto con su familia.
Distorsiones similares a ésta ocurren en la mente del niño especialmente con relación al infierno. Como muchas veces se habla del infierno como un lugar de terrible sufrimiento y castigo, el efecto lamentable es de crear gran miedo en el niño. Además, esta reacción afecta la manera en la cual el niño conceptúa a Dios. Es difícil que él piense en un Dios de amor cuando cree que está en peligro de ser enviado al infierno y allí sufrir por sus conductas, o como dije antes, de ser arrancado del seno de su familia. Con esto no quiero decir que debemos eliminar estas doctrinas que, al fin, tienen fundamento bíblico. Más bien, debemos estar muy atentos a cómo el niño las está entendiendo y ser prontos en corregir sus distorsiones. Sobre todo, nunca deberíamos utilizar las doctrinas del infierno, la segunda venida o el juicio final para infundir miedo en el niño o tratar de controlar sus conductas. Al contrario, el maestro necesita tener una sensibilidad especial frente a todo lo que el niño está adquiriendo que pudiera afectar su imagen de Dios.
Personificar la gracia en el trato con el niño
Es demasiado fácil caer en una dimensión de legalismo en la vida religiosa. Siempre queremos establecer conductas que sirvan para definir nuestra vida espiritual. Hacemos lo mismo con los niños. Queremos imponer reglas de conducta que nos ayudan a evaluar su desarrollo espiritual. Nos olvidamos que lo que más nos corresponde, una vez que el niño haya hecho su decisión de entregar su vida a Cristo, es nutrir su relación con el Señor. Ésta es una relación que representa un terreno sagrado, una relación única. Ninguna persona, ni antes ni después, tendrá la misma relación con Dios que ha iniciado este niño. Dios se goza en la adoración y alabanza que salen del corazón de esta pequeña persona, y por medio del Espíritu Santo en su vida se encargará de revelarle su amor y su grandeza. No se puede ni se debe reglamentar este proceso.
A la vez, esta nueva relación del niño para con Dios es frágil, no en el sentido de dejar de existir, sino en la definición de esa relación. Ésta tiene una gran probabilidad de ser distorsionada por medio de las muchas influencias que rodean la vida del niño. Si, por ejemplo, alguien con autoridad sobre él comienza a usar su decisión de fe como la base de una disciplina (“Si de veras tú fueras cristiano, no pelearías tanto con tu hermana”), enseguida el niño empieza a ver a Dios como una fuerza más de presión que se une a las demandas de sus padres para controlar sus conductas. Ésta no es la meta de la formación espiritual. Es lamentable que en muchas iglesias existan sistemas de control que crean un ambiente de presión sobre sus miembros. El resultado de este legalismo es que muy pronto la vida cristiana llega a ser vivida sobre la base de reglas y leyes de los hombres y no de Dios. La razón de ser de la vida cristiana, que es una relación hermosa y llena de amor entre Dios y sus hijos, comienza a desaparecer. Se vive temiendo el “qué dirán” con relación a las personas con autoridad, en lugar de vivir nutriendo y profundizando la relación de amor con Dios.
Es obvio que el obedecer las leyes de Dios y las reglas familiares son parte fundamental de pertenecer a una familia. Lógicamente, el respeto y la obediencia a las leyes son algo que agrada profundamente a Dios. Sin embargo, a través de las Escrituras leemos que la obediencia que es hecha por obligación y no por amor no es de agrado a Dios: “El Señor dice: ‘Este pueblo me alaba con la boca y me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Su adoración no es más que un mandato enseñado por hombres” (Isaías 29:13,NVI). Debemos reconocer, entonces, que la impotencia del niño frente a la vida hace que sea especialmente vulnerable a los efectos del legalismo, respondiendo con temor a las demandas de personas con autoridad sobre él, y no a una obediencia impulsada por amor hacia Dios. Este ambiente de exigencias irá apagando el entusiasmo espiritual en el niño, hasta que finalmente puede llegar a rechazar todo lo que para él representa “la iglesia”.
Lo opuesto de la religión legalista es la fe por gracia. En su actuar con nosotros, Dios obra a través de la gracia. Busca con afán relacionarse con nosotros dentro del contexto del amor, que es su misma esencia (1 Juan 4:8). Su actitud frente a nuestros fracasos es dolor por la relación dañada y no una actitud de juicio y castigo, como tantas veces creemos. Sólo con observar la ternura y compasión con la cual Jesús trató con Pedro después de su negación, podemos tener la seguridad de que lo que Dios más desea es la restauración de nuestras vidas. Si los adultos que acompañan al niño en su peregrinaje espiritual pueden vivir esta actitud de gracia para con él frente a sus tropiezos y caídas, estarán haciendo algo sumamente importante para fortalecer su relación con Dios.
El gran mensaje del evangelio es la gracia. Philip Yancey, en su libro Gracia Divina, Condena Humana habla de la gracia con estas palabras:
La noción de que el amor de Dios nos llega sin cargo alguno, sin ataduras, parece desafiar todo instinto humano. Únicamente el cristianismo se atreve a ofrecer el amor de Dios en forma incondicional. Consciente de nuestra resistencia innata hacia la gracia, Jesús habló de ella con frecuencia. Él describió a un mundo envuelto en la gracia de Dios: donde el sol resplandece sobre los buenos y los malos; donde los pájaros recogen gratis las semillas que no han sido sembradas ni cosechadas; donde las flores silvestres estallan en flor sobre las laderas rocosas. Como un visitante de otro país que se fija en todas las cosas que los nativos ignoran, Jesús veía la gracia en todo lugar.
A través de todo su libro, este autor describe cómo la gracia de Dios actúa en la restauración de vidas, haciendo que el lector mire un panorama nuevo que inspira gozo y libertad. Ése es el mensaje que queremos que los niños también entiendan, por nuestro ejemplo sobre todo, pero igualmente por nuestro trato con ellos.
De Constance, B. S. (2004). La formación espiritual del niño (3a edición, pp. 101–107). Buenos Aires, Argentina: Publicaciones Alianza.

