¿QUÉ ES LA FE? (Y QUÉ NO ES)

POR ALISTAIR BEGG

“¿Eres una persona de fe?”. La manera en que respondes a esta pregunta dependerá de lo que consideras como fe. Dadas todas las ideas equivocadas y las malas aplicaciones de la palabra fe en nuestra cultura, no es de sorprender que puedas titubear antes de contestar.

Sin embargo, los asuntos de la fe (su significado, su objeto, su contenido y su importancia) son demasiado significativos como para pasarlos por alto. La fe es un asunto urgente que debemos abordar de inmediato, porque “sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11:6). Por tanto, al considerar qué es la fe, continúa haciéndote esta pregunta: “¿Soy una persona de fe?”.

QUÉ NO ES LA FE
La gente habla de la fe de todo tipo de maneras. En un esfuerzo por animar a alguien que está pasando por tiempos difíciles, es posible escuchar a alguien decir: “¡Solo ten fe!”. O, quizá, has escuchado a otros hablar de cómo tienen fe en que un candidato político o un descubrimiento científico finalmente producirá el cambio que nuestra sociedad necesita.

Dado que existen demasiadas maneras para hablar de la fe, debemos dejar claro qué no es la fe verdadera y bíblica. Al describir lo que no es la fe, nos acercaremos a saber lo que sí es. También descubriremos que algunas de las cosas que consideramos como fe no lo son en realidad.

Existen tres ideas equivocadas comunes sobre la fe bíblica que tenemos que refutar.

LA FE NO ES UNA IMPRESIÓN RELIGIOSA
Muchos hombres y mujeres dicen ser personas de fe y, sin embargo, cuando les preguntas por qué, te dicen: “Bueno, simplemente tengo una fuerte impresión en mi interior de que soy cristiano”. Con este estándar, alguien podría negar la deidad de Jesucristo, repudiar Su muerte propiciatoria, rechazar Su resurrección corporal y, aun así, ser considerado cristiano por tener una fuerte impresión de que es así.

No obstante, la Escritura nos enseña que la fe no es una impresión religiosa subjetiva, separada de la verdad objetiva que Dios ha dado a conocer. No es una experiencia vaga o interna que tiene origen en uno mismo.

¿Podemos llamar a alguien cristiano simplemente con base en lo que sucede en su interior? ¿Ser cristiano es cualquier cosa que queramos que signifique y depende de la fuerza de una convicción subjetiva? ¡Para nada! ¿Por qué no? ¡Porque la Biblia lo dice! En repetidas ocasiones, nos recuerda del peligro de ser engañados por nuestros sentimientos. En Proverbios, Salomón escribe: “El que confía en su propio corazón es un necio, pero el que anda con sabiduría será librado” (28:26). En otra parte, el profeta Jeremías lleva esta verdad un paso más allá y declara: “Más engañoso que todo es el corazón” (17:9).

Esto no significa que la fe nunca mueva ni estimule nuestro corazón. ¡Debería hacerlo! El evangelio es una noticia emocionante. Sin embargo, la fe verdadera no es solo eso. La fuerte impresión que produce nunca está separada de la verdad objetiva que ha sido claramente manifestada a nosotros en las páginas de la Escritura. Sea lo que sea, esta no es fe bíblica.

LA FE ES ACEPTAR ALGO SIN EVIDENCIA
Otra perspectiva prevalente es que la fe cristiana requiere que nos quitemos el cerebro y que lo coloquemos debajo del asiento; es decir, que dejemos de pensar. Detrás de esta opinión está la suposición de que, si examinaras la evidencia a favor del cristianismo, descubrirías que es muy débil; por tanto, la única manera de ser cristiano es lanzarte a ciegas hacia un pozo oscuro. Entonces, la fe se vuelve un salto al vacío, una convicción de que, si tan solo creo y me emociono lo suficiente, algo que no es verdad puede volverse verdad.

No obstante, de nuevo la Escritura nos ayuda a ver la verdad con mayor claridad. El apóstol Juan escribió que su testimonio era “lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y lo que han tocado nuestras manos […] acerca del Verbo de vida” (1Jn 1:1). Después, en 1 Corintios 15, el apóstol Pablo describió los cientos de personas que, como Juan, fueron testigos de lo que Jesús hizo al resucitar de entre los muertos (vv. 5-8). Y la fe descansa en la evidencia, no solo de nuestros ojos, sino también de lo que las Escrituras han testificado durante tanto tiempo. El libro de los Hechos, por ejemplo, alaba a los habitantes de Berea por no creer simplemente en lo que Pablo decía, sino por también compararlo con las Escrituras (Hch 17:10-12).

Por tanto, la fe bíblica no pide que nadie deje su cerebro en la puerta. No se trata de: “¡Cree, o ya verás!”, sino de: “Cree, por esta razón…”.

LA FE NO ES UNA ACTITUD MENTAL POSITIVA
En El poder del pensamiento positivo, Norman Vincent Peale ofrece el siguiente consejo sobre cómo la gente debe comenzar su día: “Lo primero que debes hacer, cada mañana, antes de levantarte, es decir tres veces en voz alta: ‘Creo’”.[1] Él no dice en qué o en quién debes creer, porque, según su perspectiva, eso no importa. Lo importante es que simplemente creas. De hecho, creer en algo, en especial en algo fuera de ti mismo, es superfluo.

De nuevo, la Palabra de Dios nos ilustra algo muy diferente. ¡En la fe del Nuevo Testamento, lo que creemos es crucial! Es el objeto de nuestra fe lo que le da a la fe misma cualquier tipo de significado. La fe bíblica no es una actitud mental positiva que busca hacer realidad las cosas en las que uno cree. Es bueno pensar de manera positiva. Inclusive, es bueno desear que la gente alrededor sea positiva y no negativa. Sin embargo, el pensamiento positivo en sí mismo no es fe bíblica.

El autor de Hebreos escribe: “Sin fe es imposible agradar a Dios. Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que Él existe, y que recompensa a los que lo buscan” (11:6). La fe verdadera es confiable porque su objeto es Dios, quien es completamente confiable.

QUÉ SÍ ES LA FE
Si la fe no es una fuerte impresión, ni pensamiento ilusorio ni una actitud mental positiva, entonces ¿qué es? El autor de Hebreos nos brinda una respuesta precisa y clara: “La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (11:1). En otras palabras, la fe (la verdadera fe bíblica) produce una certeza sobre las cosas que no se ven en las que nosotros, como seguidores de Cristo, esperamos. Sin embargo, eso no es todo. El apóstol Pablo nos ofrece un recordatorio útil: “Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios” (Ef 2:8, énfasis añadido).

Creyente, ¿alguna vez te has preguntado por qué crees lo que crees? Cuando te arrodillas y oras a solas en tu habitación, ¿cómo puedes confiar que Dios escucha todas tus oraciones? ¿De dónde viene esta certeza? Solo viene como resultado de que Dios abre tus ojos con Su gracia a la verdad de quién es Él. Esta fe crea convicción. Esta fe es un don de Dios, un don que Él quiere que recibamos y que disfrutemos.

¿QUÉ IMPLICA LA FE?
La fe bíblica implica tres características clave:

CONOCIMIENTO
La fe depende de lo que puede ser conocido de Dios. De hecho, el Nuevo Testamento dice que esta fe implica que lleguemos a conocer a Dios mismo. En Juan 17:3, Jesús dice: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.

¿Cómo puedes conocer a Dios? ¡En la persona de Su Hijo, el Señor Jesucristo! Hablando de Jesús, Juan 1:18 dice: “Nadie ha visto jamás a Dios; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, Él lo ha dado a conocer”. Por eso es tan importante considerar las afirmaciones que hizo Jesús sobre Sí mismo: al conocerlo a Él, conocemos a Dios. Y es este conocimiento de Dios lo que constituye el fundamento de nuestra fe.

ASENTIMIENTO
A medida que leemos la Biblia y consideramos las afirmaciones de Jesucristo sobre Sí mismo, descubrimos en Cristo a alguien que mueve a otros a creer, a menudo, incluso en contra de su voluntad. Podríamos decirnos a nosotros mismos: “No quiero creer en Jesús. No quiero que otro tome control de mi vida. No quiero que nadie esté por encima de mí”. Sin embargo, cuando abrimos nuestra vida delante de Cristo, cuando lo vemos en la cruz y cuando entendemos que Él llevó todo nuestro pecado y rebelión, Él nos mueve a creer. Cuando vemos a Cristo de esta manera, el conocimiento vendrá seguido por asentimiento.

CONFIANZA
Por último, la fe genuina implica confianza. El conocimiento y el asentimiento por sí mismos no constituyen una fe genuina. Santiago 2:10 dice que incluso “los demonios creen, y tiemblan”. Los demonios no son ateos. Es más, tienen una perspectiva ortodoxa de Dios. Por tanto, si la fe significara simplemente entender a Dios de manera correcta, deberíamos concluir por lógica que los demonios tienen fe salvadora. Sin embargo, sabemos que este no es el caso.

Una simple conciencia de los hechos no es fe. Debe haber un movimiento del conocimiento al asentimiento que culmine en confianza.

Un llamado a confiar en Cristo (de manera activa, no pasiva) está incluido en todas Sus invitaciones. En Mateo 11, por ejemplo, Él dice: “Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar. Tomen Mi yugo sobre ustedes y aprendan de Mí, que Yo soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas” (vv. 28-29). Observa los verbos: “vengan”, “tomen”, “aprendan”, “hallarán descanso”. Todas estas son palabras activas. Implican hacer algo. Como ves, la fe no es una resignación pasiva. La fe del Nuevo Testamento comienza en conocimiento, avanza hacia el asentimiento y termina en confianza sobre la base del conocimiento que ha sido asentido.

UNA ILUSTRACIÓN DE LA FE
Una ilustración bíblica útil de la fe es el matrimonio. Como la fe, el matrimonio implica diversas etapas. Primero, debes conocer a la persona: sales a cenar con ella, caminan en el parque, la escuchas hablar y la observas con su familia y amigos. A medida que obtienes conocimiento, comienzas a preguntarte: “¿Podría pasar mi vida con esta persona? ¿Estoy dispuesto a comprometerme con ella?”. Entonces, una vez que has respondido de manera satisfactoria estas preguntas, comienzas a decirte a ti mismo: “Con base en el conocimiento que he obtenido, estoy preparado para hacer un compromiso. Quiero avanzar del mero conocimiento y asentir a confiar. Quiero darme del todo a esta persona. Quiero conocerla en el nivel más profundo posible”.

Esta es la experiencia de todo aquel que coloca su fe en Jesús. ¿Es esta tu experiencia? ¿Eres una persona de fe?

[1] Norman Vincent Peale, The Power of Positive Thinking [El poder del pensamiento positivo] (Hoboken, NJ: Prentice-Hall, 1952; reimp., Nueva York: Fireside, 2003), 93.


Alistair Begg es el pastor principal de la Iglesia Parkside en Cleveland, Ohio. Lleva en el ministerio pastoral más de 40 años. Él y su esposa, Susan, tienen tres hijos. Su ministerio, Truth for Life trabaja con Poiema para publicar sus artículos y libros en español.

La humildad en la oración, el arrepentimiento y la acción de gracias.

Serie: El orgullo y la humildad

Nota del editor:Este es el décimo y último capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El orgullo y la humildad

Por Thomas R. Schreiner

C.S. Lewis dijo famosamente: «Si pensais que no sois vanidosos, es que sois vanidosos de verdad». Ciertamente, eso se aplica a la humildad: si crees que eres humilde, probablemente estés saturado de orgullo. En este artículo, consideraremos brevemente cómo la oración, el arrepentimiento y la acción de gracias están relacionados con la humildad.

Oración y humildad
¿Cómo se relaciona la oración con la humildad? Podemos responder a esa pregunta considerando la naturaleza de la oración. Cuando oramos, expresamos nuestra completa dependencia de Dios. La oración reconoce lo que Jesús dijo en Juan 15:5: «separados de mí nada podéis hacer». Cuando oramos y pedimos ayuda a Dios, estamos admitiendo que no somos «suficientes en nosotros mismos para pensar que cosa alguna procede de nosotros, sino que nuestra suficiencia es de Dios» (2 Co 3:5). La oración testifica que somos «pobres en espíritu» (Mt 5:3), que no somos fuertes sino débiles, y que, como dice el himno, «te necesitamos cada hora». Una de las oraciones más humildes del mundo es: «Ayúdame, Señor». Recordamos la oración sencilla de la mujer cananea cuando todo parecía estar en su contra. Ella clamó a Jesús: «¡Señor, socórreme!» (Mt 15:25). La oración es humilde porque, cuando oramos, estamos diciendo que Dios es misericordioso y poderoso, que Él es sabio y soberano y que Él sabe mucho mejor que nosotros lo que es mejor para nosotros.

Arrepentimiento y humildad
No es difícil entender que el arrepentimiento —admitir que estábamos equivocados y prometer vivir de una manera nueva— no es posible sin humildad. El orgullo muestra su horrible cabeza cuando nos negamos a admitir que estamos equivocados, cuando nos negamos a decir que lo sentimos, cuando nos negamos a arrepentirnos. El mejor ejemplo de esta verdad es la parábola del fariseo y recaudador de impuestos (Lc 18:9-14). Jesús nos dice que el fariseo se ensalzó a sí mismo (v. 14) y confió en sí mismo (v. 9), y por lo tanto no sintió ninguna necesidad de arrepentirse. En cambio, se hizo notar a todo el mundo y se jactó ante Dios de su bondad y justicia. Su orgullo se manifestó en su afirmación de que era moralmente superior a otras personas, y nosotros caemos en esta misma trampa cuando nos comparamos con otros cristianos o incluso con no cristianos y nos sentimos orgullosos por nuestra justicia.

El recaudador de impuestos, sin embargo, era verdaderamente humilde, y Jesús dijo que los humildes serían exaltados (v. 14). Al igual que el apóstol Pablo en Romanos 7:24, se sintió miserable en la presencia de Dios, y expresó esa miseria a través del arrepentimiento, al pedirle a Dios que fuera misericordioso con él como pecador (Lc 18:13). Vemos la misma conexión entre la humildad y el arrepentimiento en la parábola del hijo pródigo. El hijo menor muestra su humildad al confesar su pecado y reconocer que no era digno de ser el hijo de su padre (15:21). La verdadera humildad existe cuando sentimos que somos el primero de los pecadores (1 Tim 1:15), cuando vemos rebelión y justicia propia en nuestros corazones y nos volvemos a Dios por medio de Jesucristo para purificación y perdón.

Acción de gracias y humildad
Puede que no pensemos a primera vista que la acción de gracias y la humildad están relacionadas, pero en verdad hay una relación profunda. El pecado raíz, como nos dice Romanos 1:21, es no glorificar a Dios ni darle gracias. Pensemos en un ejemplo de acción de gracias y humildad. Las Escrituras nos dicen que demos gracias antes de participar de la comida, y al hacerlo confesamos la bondad de Dios hacia nosotros (1 Tim 4:3-4). Escuché de un cristiano que asistía regularmente a la iglesia, y había invitado a comer a su casa a un predicador que había venido de visita a su iglesia. Le dijo al predicador que la familia no oraba antes de comer, diciendo: «Trabajamos duro por nuestra comida, por lo que no tiene sentido agradecer a Dios por lo que trabajamos para adquirir». No reconoció el verdadero estado de las cosas; el hecho de que no quisiera orar era una expresión de su orgullo. No se daba cuenta de la verdad de Deuteronomio 8:18, de que «el Señor tu Dios… es el que te da poder para hacer riquezas». Cuando estamos agradecidos, alabamos a nuestro gran Dios porque «toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto» (Stgo 1:17). Reconocemos que no hay razón para jactarnos de cualquier cosa porque todo lo que tenemos es un don de Dios (1 Co 4:8), que Él es el que suple todas nuestras necesidades (Flp 4:19). Ya sea que estemos hablando de oración, arrepentimiento o acción de gracias, estamos diciendo en todos los casos que somos niños y que dependemos de nuestro buen Padre para todo, y ese es el corazón y el alma de la humildad.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.

Thomas R. Schreiner
El Dr. Thomas R. Schreiner es el Profesor James Buchanan Harrison de Interpretación del Nuevo Testamento, profesor de teología bíblica y decano asociado de la escuela de teología del Seminario Teológico Bautista del Sur en Louisville, Ky. Es autor de numerosos libros, entre ellos Spiritual Gifts [Dones espirituales].

Jacobo, hermano del Señor

Lunes 15 Agosto
Muchos, oyéndole, se admiraban, y decían: ¿De dónde tiene este estas cosas?… ¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas?
Marcos 6:2-3
Jacobo, hermano del Señor
Los evangelios hablan de Jesús como “el carpintero… hermano de Jacobo”. También nos dicen que sus hermanos no lo comprendían, ni creían en él (Juan 7:3-5).

Sin embargo, este mismo Jacobo (o Santiago) figura entre los apóstoles (Gálatas 1:19). Incluso escribió una de las epístolas del Nuevo Testamento. Después de la muerte y la resurrección del Señor Jesús, sus sentimientos y su actitud cambiaron completamente respecto a él.

En efecto, Santiago comienza su carta presentándose como “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo” (Santiago 1:1). Y continúa hablando de la “fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo” (Santiago 2:1).

El Señor Jesucristo era, en efecto, llamado “el carpintero”, el “hermano de Santiago”, quien al principio solo lo conocía como su hermano; pero luego reconoció en él al Cristo, es decir, al Mesías esperado, al Señor. Comprendió que el que se había humillado hasta nacer en medio de los hombres, ¡era en realidad el Señor de gloria, era Dios! Jesús crucificado, resucitado y glorificado en el cielo, vino a ser para su hermano Santiago el centro de su fe. ¡Qué cambio tan radical en sus pensamientos sobre Jesús! Dios le abrió los ojos, y entonces adoró.

¿Quién es Jesús para nosotros? ¿El hijo de María, el carpintero, el hermano de Santiago? ¿Un hombre que vivió de manera excepcional? Sí, pero además, como para Santiago, ¡él es el Señor de gloria, el centro de nuestra fe, a quien tenemos el honor de servir!

Jeremías 19 – Lucas 21:25-38 – Salmo 94:16-23 – Proverbios 21:15-16

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