La era del los gigantes 13

PARTE II

La era del los gigantes

El impacto de Constantino 

La bondad eterna, santa e incomprensible de Dios no nos permite vagar en las sombras, sino que nos muestra el camino de salvación […] Esto lo he visto tanto en otros como en mí mismo.

Constantino

a1Al terminar la sección anterior dejamos a Constantino en el momento en que, tras vencer a Majencio en la batalla del Puente Milvio, se unió a Licinio para proclamar el fin de las persecuciones. Aunque ya entonces dijimos que a la postre Constantino se posesionó de todo el Imperio, debemos ahora narrar el proceso que le llevó a ello. Después, puesto que se trata de un tema muy discutido, diremos algo acerca de la conversión de Constantino y del carácter de su fe. Pero en realidad lo que más nos interesa aquí no es tanto el camino que lo llevó a la posición de supremo poder político, ni la sinceridad o contenido de su fe, como el impacto que su conversión y su gobierno tuvieron, tanto en su época como en los siglos posteriores. De hecho, hay quien sugiere, no sin razón, que hasta el siglo veinte la iglesia ha estado viviendo en la era constantiniana, y que parte de la crisis por la que la iglesia atraviesa en nuestros días se debe a que hemos llegado al fin de esa era. Naturalmente, esto es algo que no podemos discutir aquí, sino mucho más tarde en el curso de nuestra narración.

Pero en todo caso el impacto de Constantino fue enorme, y en cierto sentido toda la historia que hemos de narrar en la presente sección de nuestra historia puede verse como una serie de ajustes y reacciones a la política establecida por el gran emperador.

De lo que antecede se sigue el bosquejo que hemos de seguir, tanto en el presente capítulo, como en el resto de esta segunda sección. En este capítulo, trataremos primero de los acontecimientos que hicieron de Constantino dueño único del Imperio —Bajo el encabezado “De Roma a Constantinopla”—, después discutiremos el proceso y contenido de su conversión —bajo el título “Del Sol Invicto a Jesucristo”— y por último esbozaremos el impacto que todo esto hizo sobre la vida de la iglesia. Naturalmente, esta última porción del presente capítulo tratará acerca de varios temas que después narraremos y discutiremos con más detalles, y por tanto en cierto sentido será un bosquejo o adelanto de lo que ha de seguir en el resto de esta sección.

De Roma a Constantinopla

Aun antes de la batalla del Puente Milvio, Constantino se había estado preparando para asumir el poder sobre un territorio cada vez más vasto. Esto lo hizo asegurándose de la lealtad de sus súbditos en la Galia y la Gran Bretaña, donde había sido proclamado César por las legiones. Durante más de cinco años, su política consistió en reforzar las fronteras del Rin, a fin de impedir las incursiones de los bárbaros dentro del territorio romano, y en ganarse el favor de sus súbditos mostrando clemencia y sabiduría en sus edictos y sus juicios. Esto no quiere decir que Constantino fuese el gobernante ideal. Sabemos que era un hombre excesivamente amante del lujo y la pompa, que se hizo construir en Tréveris un palacio enorme y fastuoso, mientras los viñedos de que dependía la vida económica de la ciudad permanecían inundados por falta de atención a las obras de drenaje. Pero en todo caso Constantino parece haber poseído el raro don de los gobernantes que saben hasta qué punto pueden aumentar los impuestos sin perder la lealtad de sus súbditos, y que saben también cómo ganarse esa lealtad. En la Galia, Constantino se ganó la buena voluntad de la población garantizándole protección frente a la amenaza de los bárbaros, y explotando sus más bajas pasiones mediante espectáculos cruentos en el circo, donde fueron tantos los cautivos bárbaros muertos que un cronista nos dice que hasta las bestias se cansaron de la matanza.

Por otra parte, como hábil estadista, Constantino supo enfrentarse a sus rivales separadamente, asegurándose siempre de que sus flancos estaban protegidos. Así, por ejemplo, aunque la campaña de Constantino contra Majencio pareció repentina, el hecho es que se había venido preparando, tanto en el campo militar como en el político, durante varios años. En el campo militar, Constantino había organizado sus recursos de tal modo que sólo le fue necesario utilizar la cuarta parte de ellos para enfrentarse a las tropas de Majencio. De ese modo se aseguraba de que durante su ausencia no se produjera una gran invasión bárbara, o alguna sublevación en sus territorios en la Galia. Dejando tras de sí el grueso de sus recursos, Constantino aseguraba la estabilidad de su retaguardia. Al mismo tiempo, en el campo político, era necesario asegurarse de que Licinio, quien gobernaba en la zona directamente al este de Italia, no decidiera aprovechar la pugna entre Constantino y Majencio para extender sus territorios. De hecho, Licinio tenía ciertos derechos legítimos sobre Italia, y bien podría esperar a que Majencio y Constantino se debilitaran entre sí para tratar de hacer valer esos derechos por la fuerza. A fin de prevenirse contra esa posibilidad, Constantino le ofreció a Licinio la mano de su medio hermana Constancia, y al parecer concluyó con su futuro cuñado un acuerdo secreto en el sentido de que sería Constantino, y no Licinio, quien se enfrentaría a Majencio. De este modo el flanco de Constantino quedaba protegido cuando se lanzara a su campaña en Italia. Pero aún después de sellar esta alianza con Licinio, Constantino esperó a que aquél estuviera ocupado en una pugna con Maximino Daza antes de lanzarse a la aventura italiana.

La victoria del Puente Milvio hizo de Constantino dueño único de la mitad occidental del Imperio. Por lo pronto, el Oriente quedaba dividido entre Licinio y Maximino Daza. En ese momento, un estadista menos ducho que Constantino se habría lanzado a la conquista de los territorios de Licinio —pues al parecer ya en esa época Constantino había decidido posesionarse de todo el Imperio—. Pero Constantino supo esperar el momento propicio. Como lo había hecho antes en la Galia, se dedicó ahora a consolidar su poder sobre Italia y el norte de Africa —excepto el Egipto, que no le pertenecía todavía—. Su encuentro con Licinio en Milán afianzó la alianza entre ambos, y obligó a éste último a dirigir sus esfuerzos contra el rival común de ambos, Maximino Daza. De este modo, al tiempo que Licinio gastaba sus recursos enfrentándose a Maximino, Constantino aumentaba los suyos. A fin de asegurarse de que —por lo pronto al menos— las ambiciones de Licinio se dirigirían, no contra él, sino contra Maximino, Constantino cumplió en Milán su promesa de casar a Constancia con Licinio. Los dos aliados estaban todavía en Milán cuando recibieron noticias en el sentido de que Maximino Daza había invadido los territorios de Licinio, cruzando el Bósforo y posesionándose de Bizancio. Al parecer, Maximino se percataba de que la alianza entre sus rivales no podía sino perjudicarle, y había invadido los territorios de Licinio porque sabía que la guerra era inevitable y quería asestar el primer golpe. Pero Licinio era un hábil general, y cuando Maximino había tenido apenas tiempo de marchar unos cien kilómetros más allá de Bizancio —después Constantinopla, y hoy Estambul— su enemigo se presentó frente a él con un ejército numéricamente inferior, y lo derrotó. Maximino huyó entre sus soldados, pero murió poco después, sin haber tenido oportunidad de reorganizar su ejército.

Licinio quedaba entonces en posesión de todo el Imperio al este de Italia, incluyendo el Egipto, mientras Constantino gobernaba todo el Occidente. Puesto que ambos eran aliados y cuñados, era de esperarse que las guerras civiles y otros desórdenes al parecer interminables habían tocado a su fin. Pero lo cierto era que tanto Licinio como Constantino ambicionaban el poder único, y estaban dispuestos a no cejar hasta lograrlo. El Imperio Romano, a pesar de ser tan vasto, era demasiado pequeño para ambos, y uno de ellos tendría que sucumbir. Por lo pronto, Licinio se dedicó a consolidar su poder haciendo dar muerte a todos los miembros de las viejas familias imperiales, que podrían haber dirigido una insurrección. Constantino, por su parte, afianzaba el suyo regresando a las fronteras del Rin, donde dirigió una serie de campañas contra los francos.

Por fin la hostilidad entre ambos emperadores surgió a la luz del día. Constantino descubrió una conspiración para darle muerte, y la investigación subsiguiente involucró a un pariente cercano de Licinio. Este último se negó a entregar a su pariente en manos de su colega —quien indudablemente se proponía ejecutarlo— y se preparó para la guerra. Poco después, en las mismas fronteras de los territorios de Constantino, Licinio proclamó que su cuñado no era legítimo emperador, y le declaró la guerra. Esto no quiere decir, sin embargo, que toda la culpa recayera sobre Licinio, pues hay bastantes indicios de que Constantino hizo todo lo posible para provocar su ira, y así hacerle aparecer como el agresor.

Constantino invadió entonces los territorios de Licinio. Ambos ejércitos chocaron en dos encuentros difícilmente decisivos, pero al retirarse del campo de batalla Constantino logró la ventaja estratégica de poder posesionarse de Bizancio. Puesto que todo esto tenía lugar en el extremo oriental de Europa —véase el mapa en la página 20— la maniobra de Constantino separaba a Licinio del grueso de sus recursos, que se encontraban en Asia. Dadas las circunstancias, Licinio se apresuró a pedir la paz.

Una vez más Constantino mostró sus habilidades de estadista. Su posición era ventajosa, y de haber continuado la campaña probablemente a la postre habría derrotado definitivamente a su rival. Pero ello habría sido a costa de alejarse cada vez más de sus territorios occidentales, donde estaba la base de su poder. Era mejor esperar un momento más propicio, y contentarse ahora con obtener de Licinio una paz ventajosa. Mediante el tratado que se selló, Constantino quedó en posesión de todos los territorios europeos de Licinio, excepto una pequeña región alrededor de Bizancio. El año 314 tocaba a su fin.

Una vez más Constantino aprovechó el período de paz para consolidar los territorios recién ganados. En lugar de establecer su capital en las zonas más seguras de su imperio, la estableció primero en Sirmio, y después en Sárdica—hoy Sofia. Ambas ciudades se encontraban en sus nuevos territorios, y de este modo Constantino podía asegurar su lealtad y posesión al mismo tiempo que podía observar más de cerca los movimientos de Licinio.

La tregua duró hasta el año 322, aunque la tensión entre ambos emperadores iba siempre en aumento. Además de la ambición de ambos, las razones de esa tensión se relacionaban con cuestiones de sucesión —qué títulos y honores se le darian a cada uno de los hijos de los emperadores— y de política religiosa.

La política religiosa de Licinio merece cierta atención, pues algunos historiadores cristianos, en su afán de justificar a Constantino, han tergiversado lo que parecen haber sido los hechos. Durante los primeros años después del encuentro de Milán, Licinio no persiguió a los cristianos en modo alguno. De hecho, un escritor cristiano de esa época, al narrar la victoria de Licinio sobre Maximino Daza, nos da a entender que fue muy semejante a la de Constantino sobre Majencio —inclusive con una visión—. Pero, según veremos más adelante, el cristianismo en los territorios de Licinio se encontraba dividido entre diversos bandos cuya enemistad recíproca llegaba hasta el punto de crear motines públicos. En tales circunstancias, Licinio se vio obligado a utilizar el poder imperial para asegurar la paz, con el resultado de que pronto hubo grupos de cristianos que veían en él su enemigo, y que creían que Constantino era el defensor de la verdadera fe, y “el emperador a quien Dios amaba”. Licinio, aunque no era cristiano, temía el poder del Dios cristiano, y por tanto el hecho de que algunos de sus súbditos estuvieran orando por su rival le parecía ser alta traición. Fue entonces, y principalmente por ese motivo, que Licinio empezó a perseguir a algunos grupos cristianos. Pero esa persecución le dio a Constantino la oportunidad de hacer aparecer su campaña contra Licinio como una guerra santa en defensa del cristianismo perseguido.

En el año 322 Constantino, so pretexto de perseguir un contingente bárbaro que había atravesado el Danubio, penetró en los territorios de Licinio. Este último interpretó esa campaña militar —quizá con razón, quizá sin ella— como una provocación premeditada por parte de Constantino, y se dispuso para la guerra concentrando sus tropas en Adrianópolis. Por su parte, Constantino reunió un ejército algo menor que el de su rival y marchó hacia la misma ciudad.

Según narran varios historiadores, Licinio temía el poder al parecer mágico del labarum de Constantino, y les ordenó a sus soldados que no mirasen hacia el emblema cristiano, ni lo atacasen de frente. Es de suponerse que, con tales advertencias, los soldados de Licinio no pelearían con mucho valor. Fuera por ésta o por otras razones, tras una larga y cruenta batalla Constantino resultó vencedor, y Licinio se refugió con su ejército en Bizancio.

La resistencia de Licinio en Bizancio prometía ser larga, pues la ciudad podía ser abastecida por mar desde el Asia Menor, donde Licinio contaba con abundantes recursos. Además, su escuadra era varias veces superior a la de su rival, que estaba bajo el mando de Crispo, el hijo mayor de Constantino. Pero ambos almirantes eran poco duchos en estrategia naval y a la postre, tras una serie de errores inexplicables, la flota de Licinio fue destruida por una tempestad. Ante tal desastre, y temiendo verse completamente  rodeado por fuerzas enemigas, Licinio se retiró con sus tropas al Asia Menor.

En el Asia Menor, Licinio reorganizó sus ejércitos y se dispuso a hacerle frente a Constantino en Crisópolis. Pero una vez más las tropas de Constantino resultaron victoriosas, y Licinio se vio obligado a huir a Nicomedia. Aunque todavía le quedaban amplios recursos, y quizá hubiera podido rehacerse, su causa le parecía perdida irremisiblemente. Al día siguiente, Constancia —y probablemente el obispo Eusebio de Nicomedia, con quien volveremos a encontrarnos más tarde—salió al encuentro de su hermano Constantino, y le ofreció el poder absoluto sobre todo el Imperio, a cambio de que Licinio no fuese muerto. Constantino accedió, y así la marcha que había comenzado dieciocho años antes en un rincón de la Gran Bretaña llegó a su punto culminante.

Poco después Licinio fue asesinado, en circunstancias que no es posible determinar. Algunos cronistas dicen que estaba conspirando contra Constantino. Pero casi todos concuerdan en que fue Constantino quien ordenó —o al menos aprobó— su muerte.

Constantino quedaba entonces como dueño único de todo el Imperio. Era probablemente el año 324, y Constantino habría de reinar hasta su muerte en el 337. Comparado con las décadas de guerras civiles que comenzaron al fin del reino de Diocleciano, el régimen de Constantino fue un período de orden y reconstrucción. Pero lo fue también de turbulencia, y no fueron pocas las personas acusadas de conspirar contra el emperador, y ejecutadas por ello —entre ellas su propio hijo y heredero Crispo, quien había estado al mando de su escuadra en la campaña contra Licinio.

Sin embargo, Constantino no había buscado el poder absoluto por el solo placer de poseerlo. Para él, ese poder era el medio para llevar a cabo una gran restauración del viejo Imperio. Tal había sido el sueño de Diocleciano y de Maximino Daza. La diferencia principal estribaba en que, mientras aquellos dos emperadores habían tratado de restaurar el viejo Imperio reafirmando la antigua religión pagana, Constantino creía que era posible producir esa restauración, no sobre la base de la religión pagana, sino sobre la base del cristianismo. En la próxima sección de este capítulo trataremos acerca de esto con más detenimiento. Por lo pronto, baste señalar que esa política tenía algunos de sus más decididos opositores en la ciudad de Roma, y particularmente en el Senado, donde los miembros de la antigua aristocracia no veían con simpatía el eclipse de sus viejos privilegios y dioses.

Años antes de su triunfo sobre Licinio, Constantino había comenzado a enfrentarse a esa oposición. Pero ahora, dueño absoluto del Imperio, concibió una gran idea, la de construir una “nueva Roma”, una ciudad inexpugnable y fastuosa, que llevaría el nombre de Constantinopla —es decir, “ciudad de Constantino”.

Probablemente fue durante la campaña contra Licinio que Constantino se percató de la importancia estratégica de Bizancio. Esta ciudad se encontraba en los confines mismos de Europa, y por tanto podía servir de puente entre la porción europea del Imperio y la asiática. Además, desde el punto de vista marítimo, Bizancio dominaba el estrecho del Bósforo, por donde era necesario pasar del Mar Negro al Mediterráneo. El tratado de paz que había sido hecho con los persas varias décadas antes estaba a punto de caducar, y por tanto Constantino sentía la necesidad de establecer su residencia relativamente cerca de la frontera con Persia. Pero, por otra parte, los germanos continuaban su agitación en las fronteras del Rin, y ello le obligaba a no alejarse demasiado hacia el oriente. Por todas estas razones, Bizancio parecía ser el sitio ideal para establecer una nueva capital. La historia posterior daría sobradas pruebas de la sabiduría de Constantino en la elección de este lugar —de hecho, el propio Constantino dio a entender que tal elección había sido hecha por mandato divino. Pero la vieja ciudad de Bizancio era demasiado pequeña para los designios del gran emperador. Sus murallas, construidas en tiempo de Septimio Severo, tenían apenas tres kilómetros de largo. Imitando la antigua leyenda sobre la fundación de Roma por Rómulo y Remo, Constantino salió al campo, y con la punta de su lanza trazó sobre la tierra la ruta que seguiría la nueva muralla. Todo esto se hizo en medio de una pomposa ceremonia, en la que participaron tanto sacerdotes paganos como cristianos. Cuando los que le seguían, viéndole marchar cada vez más lejos hacia regiones relativamente deshabitadas, le preguntaron cuándo se detendría, Constantino respondió: “Cuando se detenga quien marcha delante de mí”. Naturalmente, los cristianos entendieron que estas palabras se referían a su propio Dios, mientras que los paganos entendieron que se trataba del genio de Constantino, o quizá del Sol Invicto. Cuando terminó la ceremonia, Constantino había trazado una muralla un poco más extensa que la antigua, pero que, por razón de la situación geográfica de Constantinopla, incluía un área mucho más vasta. Las obras de construcción empezaron inmediatamente. Puesto que escaseaban los materiales y la mano de obra hábil, y puesto que el tiempo siempre apremiaba a Constantino, buena parte de las obras de la ciudad consistió en traer estatuas, columnas y otros objetos semejantes de diversas ciudades. Como dijo San Jerónimo varios años más tarde, Constantinopla se vistió de la desnudez de las demás ciudades del Imperio. Por todas partes los agentes del emperador andaban en busca de cualquier obra de arte que pudiera adornar la nueva ciudad imperial. Muchas de estas obras eran imágenes de los viejos dioses paganos, que fueron tomadas de sus templos y colocadas en lugares públicos en Constantinopla. Aunque a los ojos modernos podría parecer que esto haría de Constantinopla una ciudad cada vez más pagana, el hecho es que los contemporáneos de Constantino veían las cosas de otro modo. Tanto paganos como cristianos concordaban en que, al sacar las estatuas de sus santuarios y colocarlas en lugares tales como el hipódromo o los baños públicos, se les negaba o restaba su poder sobrenatural, y se les convertía en meros adornos.

Una de estas estatuas traídas a la nueva ciudad por los agentes imperiales era un famoso Apolo obra de Fidias, el más notable de los escultores griegos. Esta estatua fue colocada en el centro de la ciudad, sobre una gran columna de pórfido traída del Egipto, que según se decía era la más alta de todo el mundo. Además, para alzarla aún más, la columna fue colocada sobre una base de mármol de unos siete metros de altura. En su totalidad, el monumento tenía entonces casi cuarenta metros de altura. Pero la estatua que se encontraba en la cumbre no representaba ya a Apolo, pues aunque el cuerpo era todavía el que Fidias había esculpido, la cabeza había sido sustituida por otra que representaba a Constantino.

Otras obras públicas fueron la gran basílica de Santa Irene —es decir, la santa paz—, el hipódromo y los baños. Además, Constantino se hizo construir un gran palacio, y para los pocos miembros de la vieja aristocracia romana que accedieron a trasladarse a la nueva capital construyó palacios que eran réplicas de sus viejas residencias en la antigua Roma.

Todo esto, sin embargo, no bastaba para poblar la nueva ciudad. Con ese propósito, Constantino concedió toda clase de privilegios a sus habitantes, tales como la exención de impuestos y del servicio militar obligatorio. Además, pronto se estableció la costumbre de repartir aceite, trigo y vino a los habitantes de la ciudad. El resultado de esta política fue que la población aumentó a pasos gigantescos, hasta tal punto que ochenta años más tarde el emperador Teodosio II se vio obligado a construir nuevas murallas, pues las que en tiempos de Constantino habían parecido exageradamente extensas ya no bastaban.

Como veremos en otras secciones de esta historia, la decisión de Constantino de fundar esta nueva capital resultó en extremo acertada, pues poco después la porción occidental del Imperio —inclusive la vieja Roma— cayó en poder de los bárbaros, y Constantinopla vino a ser el centro donde por mil años se conservó la herencia política y cultural del viejo Imperio.

Del Sol Invicto a Jesucristo

Acerca de la conversión de Constantino se ha escrito y discutido muchísimo. Poco después de los hechos, hubo escritores cristianos, según veremos en el próximo capítulo, que intentaron mostrar que esa conversión era el punto culminante de toda la historia de la iglesia. Otros han dicho que Constantino no era sino un hábil político que se percató de las ventajas que una “conversión” podría acarrearle, y que por tanto decidió uncir su carro a la causa del cristianismo.

Ambas interpretaciones son exageradas. Basta leer los documentos de la época para darnos cuenta de que la conversión de Constantino fue muy distinta de la conversión del común de los cristianos. Cuando algún pagano se convertía, se le sometía a un largo proceso de disciplina y enseñanza, para asegurarse de que el nuevo converso entendía y vivía su nueva fe, y entonces se le bautizaba. Tal nuevo converso tomaba entonces a su obispo por guía y pastor, para descubrir el significado de su fe en las situaciones concretas de la vida.

El caso de Constantino fue muy distinto. Aún después de la batalla del Puente Milvio, y a través de toda su vida, Constantino nunca se sometió en materia alguna a la autoridad pastoral de la iglesia. Aunque contó con el consejo de cristianos tales como el erudito Lactancio —tutor de su hijo Crispo— y el obispo Osio de Córdoba —su consejero en materias eclesiásticas—, Constantino siempre se reservó el derecho de determinar sus propias prácticas religiosas, pues se consideraba a sí mismo “obispo de obispos”. Repetidamente, aún después de su propia conversión, Constantino participó en ritos paganos que le estaban vedados al común de los cristianos, y los obispos no alzaron la voz de protesta y de condenación que habrían alzado en cualquier otro caso.

Sucedía no sólo que Constantino era un personaje a la vez poderoso e irascible. Ocurría también que el Emperador, a pesar de su política cada vez más favorable hacia los cristianos, y a pesar de sus afirmaciones de fe en el poder de Jesucristo, técnicamente al menos no era cristiano, pues no se había sometido al bautismo. De hecho, Constantino no fue bautizado sino en su lecho de muerte. Por tanto, cualquier política o edicto en favor de los cristianos por parte del emperador era recibido por la iglesia como un favor hecho por un amigo o simpatizante. Y cualquier desliz religioso de Constantino era visto desde la misma perspectiva, como la acción de quien, aunque simpatizaba con el cristianismo, no se contaba entre los fieles. Tal persona podía recibir el consejo de la iglesia, pero no su dirección ni condenación. Puesto que tal situación se ajustaba perfectamente a los propósitos de Constantino, éste tuvo cuidado de no bautizarse sino en su hora final.

Por otra parte, quienes pretenden que Constantino se convirtió sencillamente por motivos de oportunismo político se equivocan por varias razones. La primera de ellas es que tal interpretación es en extremo anacrónica. Hasta donde sabemos, nadie en toda la antigüedad se acercó a la cuestión religiosa con el oportunismo político que ha sido característico de la edad moderna. Los dioses eran realidades muy concretas para los antiguos, y aun los más escépticos temían y respetaban los poderes sobrenaturales. Por lo tanto, pensar que Constantino se declaró cristiano hipócritamente, sin de veras creer en Jesucristo, resulta anacrónico. La segunda razón es que de hecho, desde el punto de vista puramente político, la conversión de Constantino tuvo lugar en el peor momento posible. Cuando Constantino adoptó el labarum como su emblema, se preparaba a luchar por la ciudad de Roma, centro de las tradiciones paganas, donde sus principales aliados eran los miembros de la vieja aristocracia pagana que se consideraban oprimidos por Majencio. La mayor fuerza numérica del cristianismo no estaba en el occidente, donde Constantino reinaba y donde luchaba contra Majencio, sino en el oriente, hacia donde su atención no se dirigiría sino años más tarde. Por último, la interpretación oportunista se equivoca por cuanto el apoyo que los cristianos pudieran prestarle a Constantino resultaba harto dudoso. Puesto que la iglesia siempre había tenido dudas acerca de si los cristianos podían prestar servicio militar, el número de cristianos en el ejército era pequeño. En la población civil, la mayor parte de los cristianos pertenecía a las clases bajas, que no podrían prestar gran apoyo económico a los designios de Constantino. Y en todo caso, tras casi tres siglos de recelos frente al imperio, nadie podría predecir cuál sería la reacción de los cristianos ante el fenómeno inesperado de un emperador cristiano.

Lo cierto parece ser que Constantino creía verdaderamente en el poder de Jesucristo. Pero tal aseveración no implica que el emperador entendiese la nueva fe como la habían entendido los muchos cristianos que habían ofrendado su vida por ella. Para Constantino, el Dios de los cristianos era un ser extremadamente poderoso, que estaba dispuesto a prestarle su apoyo siempre y cuando él favoreciera a sus fieles. Luego, cuando Constantino comenzó a proclamar leyes en pro del cristianismo, y a construir iglesias, lo que buscaba no era tanto el favor de los cristianos como el favor de su Dios. Este Dios fue el que le dio la victoria en la batalla del Puente Milvio, así como las muchas otras que siguieron. En cierto sentido, la fe de Constantino era semejante a la de Licinio, cuando les dijo a sus soldados que el labarum de Constantino poseía cierto poder sobrenatural que era de temerse. La diferencia estaba en que Constantino se había apropiado de ese poder sirviendo la causa de los cristianos. Esta interpretación encuentra apoyo en las declaraciones del propio Constantino que la historia ha conservado, y que nos muestran un hombre sincero cuya comprensión del evangelio era escasa.

La interpretación que Constantino le daba a la fe en Jesucristo era tal que no le impedía servir a otros dioses. Su propio padre había sido devoto del Sol Invicto. Este era un culto que, sin negar la existencia de otros dioses, se dirigía al Dios Supremo, cuyo símbolo era el Sol. Durante buena parte de su carrera política, Constantino parece haber pensado que el Sol Invicto y el Dios de los cristianos eran perfectamente compatibles, y que los demás dioses, a pesar de ser deidades subalternas, eran sin embargo reales y relativamente poderosos. Por esta razón Constantino podía consultar el oráculo de Apolo, aceptar el título de Sumo Sacerdote de los dioses que tradicionalmente se concedía a los emperadores, y participar de toda clase de ceremonias paganas sin pensar que con ello estaba traicionando o abandonando al Dios que le había dado la victoria y el poder. Además, Constantino era un político hábil. Su poder era tal que le permitía favorecer a los cristianos, construir iglesias, y hasta posesionarse de algunas imágenes de dioses para hacerlas llevar a Constantinopla. Pero si el emperador hubiera pretendido suprimir todo culto pagano pronto habría tenido que enfrentarse a una oposición irresistible. Los viejos dioses no habían quedado totalmente abandonados. Tanto la vieja aristocracia como las extensas zonas rurales del Imperio apenas habían sido penetradas por la predicación cristiana. En el ejército había numerosos seguidores de Mitras y de otros dioses. La Academia de Atenas y el Museo de Alejandría, que eran los dos grandes centros de estudio de la época, estaban dedicados a la enseñanza de la vieja sabiduría pagana. Pretender suprimir todo esto por mandato imperial era imposible—tanto más imposible por cuanto el propio emperador no veía contradicción alguna entre el culto al Sol Invicto y la fe cristiana.

Luego, la política religiosa de Constantino siguió un proceso lento pero constante. Y lo más probable es que ese proceso se haya debido, no sólo a las exigencias de las circunstancias, sino también al progreso interno del propio Constantino, según fue dejando tras sí la vieja religión, y comprendiendo mejor el alcance de la nueva. Al principio, Constantino se limitó a garantizar la paz de la iglesia, y a devolverle las propiedades que habían sido confiscadas durante la persecución. Poco después comenzó a apoyar a la iglesia más decididamente, como cuando le donó el palacio de Letrán, en Roma, que pertenecía a la familia de su esposa, o cuando ordenó que los obispos que se dirigían al sínodo de Arlés, en el 314, utilizaran los medios de transporte imperiales, sin costo alguno para la iglesia. Al mismo tiempo, empero, trataba de mantener las buenas relaciones con los devotos de los antiguos cultos, y particularmente con el Senado romano. El Imperio era oficialmente pagano, y como cabeza de ese Imperio a Constantino le correspondía el título de Sumo Sacerdote. Negarse a aceptarlo era rechazar de plano todas las antiguas tradiciones del Imperio —y Constantino no estaba dispuesto a tanto—. Aun más, hasta el año 320 las monedas de Constantino frecuentemente llevaban los símbolos y los nombres de los viejos dioses, aunque muchas llevaban también el monograma de Cristo.

La campaña contra Licinio le dio a Constantino una nueva oportunidad de aparecer como el campeón del cristianismo. Además, era precisamente en los territorios que antes habían pertenecido a Licinio que la iglesia era numéricamente más fuerte. Por ello, Constantino pudo nombrar a varios cristianos para ocupar altos cargos en la maquinaria del gobierno, y pronto pareció favorecer a los cristianos por encima de los paganos. Puesto que al mismo tiempo sus desavenencias con el Senado romano iban en aumento, y éste emprendió una campaña para reavivar la antigua religión, Constantino se sintió cada vez más inclinado a favorecer a los cristianos.

En el año 324 un edicto imperial ordenó que todos los soldados adorasen al Dios supremo el primer día de la semana. Aunque éste era el día en que los cristianos celebraban la resurrección de su Señor, era también el día dedicado al culto al Sol Invicto, y por tanto los paganos no podían oponerse a tal edicto. Al año siguiente, el 325, se reunió en Nicea la gran asamblea de obispos que se conoce como el Primer Concilio Ecuménico, de que trataremos en otro capítulo. Esa asamblea fue convocada por Constantino, y los obispos viajaron a expensas del tesoro imperial.

Ya hemos visto cómo la fundación de Constantinopla fue un paso más en este proceso. El propio hecho de crear una “nueva Roma” era en si un intento de sustraerse del poder de las viejas familias paganas de la aristocracia romana. Pero sobre todo la política de utilizar los tesoros artísticos de los templos paganos para la construcción de Constantinopla hizo que el viejo paganismo, hasta entonces rodeado de riquezas y boato, se empobreciera cada vez más. Es cierto que bajo el gobierno de Constantino se construyeron o se restauraron algunos templos paganos. Pero en términos generales los santuarios paganos perdieron mucho de su esplendor, al mismo tiempo que se construían enormes y suntuosas iglesias cristianas.

A pesar de todo esto casi hasta el fin de sus días Constantino continuó comportándose como el Sumo Sacerdote del paganismo. A su muerte, los tres hijos que lo sucedieron no se opusieron al deseo del Senado de divinizarlo, y así se produjo la anomalía de que Constantino, quien tanto daño le había hecho al culto pagano, se volvió uno de los dioses de ese propio culto.

El impacto de Constantino

El impacto de la conversión de Constantino sobre la vida de la iglesia fue tan grande que se hará sentir a través de todo el resto de nuestra narración, hasta nuestros días. Luego, lo que aquí nos interesa no es tanto mostrar las consecuencias últimas de ese acontecimiento, como sus consecuencias inmediatas, durante el siglo cuarto.

Naturalmente, la consecuencia más inmediata y notable de la conversión de Constantino fue el cese de las persecuciones. Hasta ese momento, aun en tiempos de relativa paz, los cristianos habían vivido bajo el temor constante de una nueva persecución. Tras la conversión de Constantino, ese temor se disipó. Los pocos gobernantes paganos que hubo después de él no persiguieron a los cristianos, sino que trataron de restaurar el paganismo por otros medios.

Todo esto produjo en primer término el desarrollo de lo que podríamos llamar una “teología oficial”. Deslumbrados por el favor que Constantino derramaba sobre ellos, no faltaron cristianos que se dedicaron a mostrar cómo Constantino era el elegido de Dios, y cómo su obra era la culminación de la historia toda de la iglesia. Un caso típico de esta actitud fue Eusebio de Cesarea, el historiador que no debe confundirse con Eusebio de Nicomedia, y a quien dedicaremos nuestro próximo capítulo.

Otros siguieron un camino radicalmente opuesto. Para ellos el hecho de que el emperador se declarase cristiano, y que ahora resultara más fácil ser cristiano, no era una bendición, sino una gran apostasía Algunas personas que participaban de esta actitud, pero que no querían dejar la comunión de la iglesia, se retiraron al desierto, donde se dedicaron a la vida ascética. Puesto que el martirio no era ya posible, estas personas pensaban que el verdadero atleta de Jesucristo debía continuar ejercitándose, si no ya para el martirio, al menos para la vida monástica. Luego, el siglo cuarto vio un gran éxodo hacia los desiertos de Egipto y Siria. De este movimiento monástico nos ocuparemos en el tercer capítulo.

Algunos de quienes no veían con agrado el nuevo acercamiento entre la iglesia y el estado sencillamente rompieron la comunión con los demás cristianos. Estos son los cismáticos de que trataremos en el capítulo cuatro.

Entre quienes permanecieron en la iglesia, y no se retiraron al desierto ni al cisma, pronto se produjo un gran despertar intelectual. Como en toda época de actividad intelectual, no faltaron quienes propusieron teorías y doctrinas que el resto de la iglesia se vio obligado a rechazar. La principal de estas doctrinas fue el arrianismo, que dio lugar a enconadas controversias acerca de la doctrina de la Trinidad. En el capítulo quinto discutiremos esas controversias hasta el año 361, fecha en que Juliano fue proclamado emperador.

El reinado de Juliano fue el punto culminante de otra actitud frente a la conversión de Constantino: la reacción pagana. Por lo tanto, el capítulo sexto tratará acerca de ese reinado y esa reacción.

Empero la mayor parte de los cristianos no reaccionó ante la nueva situación con una aceptación total, ni con un rechazo absoluto. Para la mayoría de los dirigentes de la iglesia, las nuevas circunstancias presentaban oportunidades inesperadas, pero también peligros enormes. Por tanto, al mismo tiempo que afirmaban su lealtad al emperador, como siempre lo había hecho la mayoría de los cristianos, insistían en que su lealtad última le correspondía sólo a Dios. Tal fue la actitud de los “gigantes” de la iglesia tales como Atanasio, los capadocios, Ambrosio, Jerónimo, Agustín y otros —a quienes dedicaremos la mayor parte de esta Sección Segunda de nuestra historia—. Puesto que tanto las oportunidades como los peligros eran grandes, estas personas se enfrentaron a una tarea difícil. Naturalmente, no podemos decir que sus actitudes y soluciones fueron siempre acertadas. Pero dada la magnitud de la tarea a que se enfrentaron, y dado también el impacto que su obra ha tenido en la vida de la iglesia a través de los siglos, existe sobrada razón para llamar al siglo IV —y principios del V— “la era de los gigantes”. Empero antes de terminar el presente capítulo debemos mencionar algunos cambios que tuvieron lugar como resultado de la conversión de Constantino, y que no tendremos ocasión de discutir más adelante. Nos referimos a los cambios relacionados con el culto.

Hasta la época de Constantino, el culto cristiano había sido relativamente sencillo. Al principio, los cristianos se habían reunido para adorar en casas particulares. Después comenzaron a reunirse también en cementerios, como las catacumbas romanas. En el siglo tercero había ya lugares dedicados específicamente al culto. De hecho, la iglesia más antigua que se ha descubierto es la de Dura-Europo, que data aproximadamente del año 270. Pero aún esta iglesia de Dura-Europo no es más que una pequeña habitación, decorada sólo con algunas pinturas murales de carácter casi primitivo.

Tras la conversión de Constantino, el culto cristiano comenzó a sentir el influjo del protocolo imperial. El incienso, que hasta entonces había sido señal del culto al emperador, hizo su aparición en las iglesias cristianas. Los ministros que oficiaban en el culto comenzaron a llevar vestimentas ricas durante el servicio, en señal del respeto debido a lo que estaba teniendo lugar. Por la misma razón, varios gestos de respeto que normalmente se hacían ante el emperador comenzaron a hacerse también en el culto. Además se inició la costumbre de empezar el servicio con una procesión. Para darle cuerpo a esta procesión, se desarrollaron los coros, con el resultado neto de que a la larga la congregación tuvo menos parte activa en el culto.

Por lo menos desde el siglo II, los cristianos habían acostumbrado conmemorar el aniversario de la muerte de un mártir celebrando la comunión en el lugar donde el mártir estaba enterrado. Ahora se construyeron iglesias en muchos de esos lugares. Pronto se llegó a pensar que el culto tenía especial eficacia si se celebraba en uno de tales lugares, en virtud de la presencia de las reliquias del mártir.

El resultado fue que se comenzó a desenterrar a los mártires para colocar sus cuerpos —o parte de ellos— bajo el altar de varias de las muchas iglesias que se estaban construyendo. Al mismo tiempo, algunas personas empezaron a decir que habían recibido revelaciones de mártires hasta entonces desconocidos o casi olvidados. En ciertos casos, hubo quienes recibieron una revelación indicándoles dónde estaba enterrado el mártir en cuestión—como en el caso de San Ambrosio y los mártires Gervasio y Protasio, que mencionaremos más adelante. Pronto se comenzó a atribuirles a tales reliquias un poder milagroso, y de allí se pasó cada vez más a su veneración y después a su adoración.

Un caso semejante fue el de la emperatriz Elena, quien en el año 326 marchó en peregrinación a Tierra Santa, donde creyó  haber descubierto la verdadera cruz de Cristo —la “vera cruz”—. Pronto comenzó a decirse que esta cruz tenía poderes milagrosos, y porciones de ella se difundieron por diversas partes del Imperio.

En medio de tal situación, los dirigentes de la iglesia procuraban moderar la superstición del pueblo, aunque naturalmente no podían negar que de hecho muchos de los milagros que se contaban eran posibles. Así, por ejemplo, hubo pastores que trataron de indicarle a su grey que para ser cristiano no era necesario ir a Tierra Santa, o que el respeto debido a los mártires y a la Virgen no debía exagerarse. Pero su tarea era harto difícil, pues cada vez eran más los conversos que pedían el bautismo, y cada vez había menos tiempo y oportunidad para dirigirlos en su vida cristiana.

Las iglesias construidas en tiempos de Constantino y sus sucesores contrastaban con la sencillez de la iglesia de Dura-Europo. El propio Constantino, según hemos señalado anteriormente, hizo construir en Constantinopla la iglesia de Santa Irene, en honor a la paz. Elena, su madre, construyó en Tierra Santa la iglesia de la Natividad y la del Monte de los Olivos. Al mismo tiempo, o bien por orden del emperador, o bien siguiendo su ejemplo, se construyeron otras iglesias semejantes en las principales ciudades del Imperio. Esta política persistió bajo el gobierno de los sucesores de Constantino. Casi todos ellos intentaron perpetuar su memoria construyendo fastuosas iglesias.

Aunque casi todas las iglesias construidas por Constantino y sus sucesores más inmediatos han desaparecido, quedan suficientes documentos escritos y restos arqueológicos para poder formarnos una idea del plano general de estos templos. Además, puesto que el patrón establecido en el siglo IV perduró por largo tiempo, otras iglesias posteriores, que sí han subsistido hasta nuestros días, ilustran el estilo arquitectónico de la época.

Algunas de esas iglesias tenían el altar en el centro, y estaban construidas sobre una planta poligonal o casi redonda. Pero la forma típica de las iglesias de entonces es la llamada “basílica”. Este término se utilizaba desde mucho tiempo antes para referirse a los grandes edificios públicos —o a veces privados— que consistían principalmente en un gran salón con dos o más filas de columnas. Puesto que fue de tales edificios que se tomó el modelo para las iglesias que se construyeron en los siglos cuarto y siguientes, esas iglesias reciben el nombre de “basílicas”.

En términos generales, las basílicas cristianas constaban de tres partes principales: el atrio, las naves y el santuario. El atrio era el vestíbulo de la iglesia, y por lo general consistía en un área cuadrangular rodeada de muros, a veces con columnas. En el centro del atrio estaba una fuente donde los fieles hacían sus abluciones. El lado del atrio que colindaba con el resto de la basílica recibía el nombre de nártex, y tenía una o más puertas que daban a las naves.

Las naves eran la parte más amplia de la basilica. En el centro se encontraba la nave principal, separada de las naves laterales por filas de columnas. El techo de la nave principal era más alto que los de las naves laterales, de modo que sobre las filas de columnas quedaban dos paredes —una a cada lado— en las que había ventanas por las cuales penetraba la luz del exterior.

Las naves laterales eran más bajas, y normalmente más estrechas que la nave central. Puesto que las filas de columnas eran dos o cuatro, había basílicas de tres naves y otras de cinco. Aunque había basílicas hasta de nueve naves, las de más de cinco eran escasas.

Hacia el fondo de la nave, cerca del santuario, se encontraba un espacio reservado para el coro, y a cada lado de ese cercado había un ambón o púlpito. Estos dos púlpitos se utilizaban, no sólo para la lectura y exposición de las Escrituras, sino también para el cantor principal cuando se cantaban los Salmos.

Al final de la nave, y con el piso algo más elevado, se encontraba el santuario. Puesto que este santuario corría en dirección perpendicular a la nave, y puesto que era más largo que el ancho del resto de la basílica, esto le daba a la planta del edificio la forma de una cruz. En el santuario se encontraba el altar, donde se colocaban los elementos para la celebración de la comunión.

La pared del fondo del santuario tenía forma semicircular, de modo que quedaba un espacio cóncavo, el ábside. En esta pared se apoyaban los bancos de piedra donde se sentaban los presbíteros. Y, si se trataba de la iglesia principal de un obispo, en medio de estos bancos se encontraba la silla del obispo, o cátedra —de donde se deriva el término “catedral”. En algunas ocasiones, el obispo predicaba sentado, desde su cátedra.

Todo el interior de la basilica estaba ricamente adornado con mármoles pulidos, lámparas de oro y de plata, y tapices. Pero el arte característico de esta época —y por muchos siglos de toda la iglesia oriental— era el mosaico. Las paredes se cubrían de cuadros hechos con pequeñísimos pedazos de vidrio, piedra o porcelana de colores. Por lo general, estos mosaicos representaban escenas bíblicas o de la tradición cristiana, aunque a veces incluían una representación de la persona que había costeado la construcción, presentando la basilica. Naturalmente, la pared cuya decoración era más importante era la del ábside. La decoración de esta pared consistía normalmente en un gran mosaico, en el que se representaba, o bien a la Virgen con Jesús en su regazo, o bien a Cristo sentado en gloria, como gobernante supremo de todo el universo. Esta representación de Cristo, que se conoce como el “pantokrator” —es decir, el rey universal— muestra el impacto de la nueva situación política sobre el arte cristiano, pues representa a Cristo sentado en un trono, a la usanza de los emperadores.

Alrededor de la basilica se alzaban otros edificios dedicados al culto y a la residencia de los ministros. De todos estos edificios el más importante era el baptisterio. Este era normalmente circular u octogonal, y su tamaño era tal que bien podía acomodar varias docenas de personas. En el centro del edificio se encontraba la alberca bautismal, a la cual se descendía mediante varios peldaños. En esta alberca se celebraba el bautismo, normalmente por inmersión, o echándole agua a la persona por encima mientras ésta estaba de pie o de rodillas en el agua. De hecho, este modo de bautizar fue el modo común de administrar el bautismo por lo menos hasta el siglo IX, cuando en las regiones más frías de la Europa occidental se hizo más común el bautismo por infusión—que siempre se había utilizado en casos excepcionales de mala salud, escasez de agua, etc. En Italia siguió practicándose el bautismo por inmersión hasta el siglo XIII, y las iglesias orientales —griega, rusa, etc.—  lo practican aún en el siglo XX. En medio del baptisterio colgaba un gran telón que dividía el salón en dos, un lado para los hombres y otro para las mujeres, pues en el siglo IV todavía se acostumbraba descender a la fuente bautismal desnudo, y vestirse de una capa blanca al salir de las aguas.

Todo esto nos sirve de ejemplo de lo que estaba sucediendo a raíz de la conversión de Constantino. La antigua iglesia continuaba sus costumbres tradicionales. Todavía la comunión era el acto principal de adoración, que se celebraba al menos todos los domingos. Todavía el bautismo era por inmersión, y guardaba mucho de su simbolismo antiguo. Pero todo se iba transformando dada la nueva situación. Por tanto, el gran reto a que tenían que enfrentarse los cristianos de la época era hasta qué punto y cómo debían adaptarse sus prácticas y costumbres a las nuevas circunstancias. Todos concordaban en que cierto grado de adaptación era necesario, pues los nuevos tiempos requerían nuevas formas de vivir y de comunicar el evangelio. Todos concordaban igualmente en que tal adaptación debía hacerse de tal modo que no se abandonase la fe tradicional de la iglesia. Donde no todos concordaban era en el grado y el modo en que estos dos elementos debían mantenerse en equilibrio.

En los capítulos subsiguientes veremos varios ejemplos de las respuestas diversas que los cristianos del siglo IV dieron a este gran reto presentado por la nueva situación.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 129–144). Miami, FL: Editorial Unilit.

Las vestiduras de los sacerdotes

Éxodo 28-31

Las vestiduras de los sacerdotes

(Ex. 39.1-31)

28:1  Harás llegar delante de ti a Aarón tu hermano, y a sus hijos consigo, de entre los hijos de Israel, para que sean mis sacerdotes; a Aarón y a Nadab, Abiú, Eleazar e Itamar hijos de Aarón.

Y harás vestiduras sagradas a Aarón tu hermano, para honra y hermosura.

Y tú hablarás a todos los sabios de corazón, a quienes yo he llenado de espíritu de sabiduría, para que hagan las vestiduras de Aarón, para consagrarle para que sea mi sacerdote.

Las vestiduras que harán son estas: el pectoral, el efod, el manto, la túnica bordada, la mitra y el cinturón. Hagan, pues, las vestiduras sagradas para Aarón tu hermano, y para sus hijos, para que sean mis sacerdotes.

Tomarán oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido,

y harán el efod de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido, de obra primorosa.

Tendrá dos hombreras que se junten a sus dos extremos, y así se juntará.

Y su cinto de obra primorosa que estará sobre él, será de la misma obra, parte del mismo; de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido.

Y tomarás dos piedras de ónice, y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel;

10 seis de sus nombres en una piedra, y los otros seis nombres en la otra piedra, conforme al orden de nacimiento de ellos.

11 De obra de grabador en piedra, como grabaduras de sello, harás grabar las dos piedras con los nombres de los hijos de Israel; les harás alrededor engastes de oro.

12 Y pondrás las dos piedras sobre las hombreras del efod, para piedras memoriales a los hijos de Israel; y Aarón llevará los nombres de ellos delante de Jehová sobre sus dos hombros por memorial.

13 Harás, pues, los engastes de oro,

14 y dos cordones de oro fino, los cuales harás en forma de trenza; y fijarás los cordones de forma de trenza en los engastes.

15 Harás asimismo el pectoral del juicio de obra primorosa, lo harás conforme a la obra del efod, de oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido.

16 Será cuadrado y doble, de un palmo de largo y un palmo de ancho;

17 y lo llenarás de pedrería en cuatro hileras de piedras; una hilera de una piedra sárdica, un topacio y un carbunclo;

18 la segunda hilera, una esmeralda, un zafiro y un diamante;

19 la tercera hilera, un jacinto, una ágata y una amatista;

20 la cuarta hilera, un berilo, un ónice y un jaspe. Todas estarán montadas en engastes de oro.

21 Y las piedras serán según los nombres de los hijos de Israel, doce según sus nombres; como grabaduras de sello cada una con su nombre, serán según las doce tribus.

22 Harás también en el pectoral cordones de hechura de trenzas de oro fino.

23 Y harás en el pectoral dos anillos de oro, los cuales pondrás a los dos extremos del pectoral.

24 Y fijarás los dos cordones de oro en los dos anillos a los dos extremos del pectoral;

25 y pondrás los dos extremos de los dos cordones sobre los dos engastes, y los fijarás a las hombreras del efod en su parte delantera.

26 Harás también dos anillos de oro, los cuales pondrás a los dos extremos del pectoral, en su orilla que está al lado del efod hacia adentro.

27 Harás asimismo los dos anillos de oro, los cuales fijarás en la parte delantera de las dos hombreras del efod, hacia abajo, delante de su juntura sobre el cinto del efod.

28 Y juntarán el pectoral por sus anillos a los dos anillos del efod con un cordón de azul, para que esté sobre el cinto del efod, y no se separe el pectoral del efod.

29 Y llevará Aarón los nombres de los hijos de Israel en el pectoral del juicio sobre su corazón, cuando entre en el santuario, por memorial delante de Jehová continuamente.

30 Y pondrás en el pectoral del juicio Urim y Tumim, para que estén sobre el corazón de Aarón cuando entre delante de Jehová; y llevará siempre Aarón el juicio de los hijos de Israel sobre su corazón delante de Jehová.

31 Harás el manto del efod todo de azul;

32 y en medio de él por arriba habrá una abertura, la cual tendrá un borde alrededor de obra tejida, como el cuello de un coselete, para que no se rompa.

33 Y en sus orlas harás granadas de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro alrededor.

34 Una campanilla de oro y una granada, otra campanilla de oro y otra granada, en toda la orla del manto alrededor.

35 Y estará sobre Aarón cuando ministre; y se oirá su sonido cuando él entre en el santuario delante de Jehová y cuando salga, para que no muera.

36 Harás además una lámina de oro fino, y grabarás en ella como grabadura de sello, SANTIDAD A JEHOVÁ.

37 Y la pondrás con un cordón de azul, y estará sobre la mitra; por la parte delantera de la mitra estará.

38 Y estará sobre la frente de Aarón, y llevará Aarón las faltas cometidas en todas las cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado en todas sus santas ofrendas; y sobre su frente estará continuamente, para que obtengan gracia delante de Jehová.

39 Y bordarás una túnica de lino, y harás una mitra de lino; harás también un cinto de obra de recamador.

40 Y para los hijos de Aarón harás túnicas; también les harás cintos, y les harás tiaras para honra y hermosura.

41 Y con ellos vestirás a Aarón tu hermano, y a sus hijos con él; y los ungirás, y los consagrarás y santificarás, para que sean mis sacerdotes.

42 Y les harás calzoncillos de lino para cubrir su desnudez; serán desde los lomos hasta los muslos.

43 Y estarán sobre Aarón y sobre sus hijos cuando entren en el tabernáculo de reunión, o cuando se acerquen al altar para servir en el santuario, para que no lleven pecado y mueran. Es estatuto perpetuo para él, y para su descendencia después de él.

Consagración de Aarón y de sus hijos

(Lv. 8.1-36)

29:1  Esto es lo que les harás para consagrarlos, para que sean mis sacerdotes: Toma un becerro de la vacada, y dos carneros sin defecto;

y panes sin levadura, y tortas sin levadura amasadas con aceite, y hojaldres sin levadura untadas con aceite; las harás de flor de harina de trigo.

Y las pondrás en un canastillo, y en el canastillo las ofrecerás, con el becerro y los dos carneros.

Y llevarás a Aarón y a sus hijos a la puerta del tabernáculo de reunión, y los lavarás con agua.

Y tomarás las vestiduras, y vestirás a Aarón la túnica, el manto del efod, el efod y el pectoral, y le ceñirás con el cinto del efod;

y pondrás la mitra sobre su cabeza, y sobre la mitra pondrás la diadema santa.

Luego tomarás el aceite de la unción, y lo derramarás sobre su cabeza, y le ungirás.

Y harás que se acerquen sus hijos, y les vestirás las túnicas.

Les ceñirás el cinto a Aarón y a sus hijos, y les atarás las tiaras, y tendrán el sacerdocio por derecho perpetuo. Así consagrarás a Aarón y a sus hijos.

10 Después llevarás el becerro delante del tabernáculo de reunión, y Aarón y sus hijos pondrán sus manos sobre la cabeza del becerro.

11 Y matarás el becerro delante de Jehová, a la puerta del tabernáculo de reunión.

12 Y de la sangre del becerro tomarás y pondrás sobre los cuernos del altar con tu dedo, y derramarás toda la demás sangre al pie del altar.

13 Tomarás también toda la grosura que cubre los intestinos, la grosura de sobre el hígado, los dos riñones, y la grosura que está sobre ellos, y lo quemarás sobre el altar.

14 Pero la carne del becerro, y su piel y su estiércol, los quemarás a fuego fuera del campamento; es ofrenda por el pecado.

15 Asimismo tomarás uno de los carneros, y Aarón y sus hijos pondrán sus manos sobre la cabeza del carnero.

16 Y matarás el carnero, y con su sangre rociarás sobre el altar alrededor.

17 Cortarás el carnero en pedazos, y lavarás sus intestinos y sus piernas, y las pondrás sobre sus trozos y sobre su cabeza.

18 Y quemarás todo el carnero sobre el altar; es holocausto de olor grato para Jehová, es ofrenda quemada a Jehová.

19 Tomarás luego el otro carnero, y Aarón y sus hijos pondrán sus manos sobre la cabeza del carnero.

20 Y matarás el carnero, y tomarás de su sangre y la pondrás sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, sobre el lóbulo de la oreja de sus hijos, sobre el dedo pulgar de las manos derechas de ellos, y sobre el dedo pulgar de los pies derechos de ellos, y rociarás la sangre sobre el altar alrededor.

21 Y con la sangre que estará sobre el altar, y el aceite de la unción, rociarás sobre Aarón, sobre sus vestiduras, sobre sus hijos, y sobre las vestiduras de éstos; y él será santificado, y sus vestiduras, y sus hijos, y las vestiduras de sus hijos con él.

22 Luego tomarás del carnero la grosura, y la cola, y la grosura que cubre los intestinos, y la grosura del hígado, y los dos riñones, y la grosura que está sobre ellos, y la espaldilla derecha; porque es carnero de consagración.

23 También una torta grande de pan, y una torta de pan de aceite, y una hojaldre del canastillo de los panes sin levadura presentado a Jehová,

24 y lo pondrás todo en las manos de Aarón, y en las manos de sus hijos; y lo mecerás como ofrenda mecida delante de Jehová.

25 Después lo tomarás de sus manos y lo harás arder en el altar, sobre el holocausto, por olor grato delante de Jehová. Es ofrenda encendida a Jehová.

26 Y tomarás el pecho del carnero de las consagraciones, que es de Aarón, y lo mecerás por ofrenda mecida delante de Jehová; y será porción tuya.

27 Y apartarás[a] el pecho de la ofrenda mecida, y la espaldilla de la ofrenda elevada, lo que fue mecido y lo que fue elevado del carnero de las consagraciones de Aarón y de sus hijos,

28 y será para Aarón y para sus hijos como estatuto perpetuo para los hijos de Israel, porque es ofrenda elevada; y será una ofrenda elevada de los hijos de Israel, de sus sacrificios de paz, porción de ellos elevada en ofrenda a Jehová.

29 Y las vestiduras santas, que son de Aarón, serán de sus hijos después de él, para ser ungidos en ellas, y para ser en ellas consagrados.

30 Por siete días las vestirá el que de sus hijos tome su lugar como sacerdote, cuando venga al tabernáculo de reunión para servir en el santuario.

31 Y tomarás el carnero de las consagraciones, y cocerás su carne en lugar santo.

32 Y Aarón y sus hijos comerán la carne del carnero, y el pan que estará en el canastillo, a la puerta del tabernáculo de reunión.

33 Y comerán aquellas cosas con las cuales se hizo expiación, para llenar sus manos para consagrarlos; mas el extraño no las comerá, porque son santas.

34 Y si sobrare hasta la mañana algo de la carne de las consagraciones y del pan, quemarás al fuego lo que hubiere sobrado; no se comerá, porque es cosa santa.

35 Así, pues, harás a Aarón y a sus hijos, conforme a todo lo que yo te he mandado; por siete días los consagrarás.

36 Cada día ofrecerás el becerro del sacrificio por el pecado, para las expiaciones; y purificarás el altar cuando hagas expiación por él, y lo ungirás para santificarlo.

37 Por siete días harás expiación por el altar, y lo santificarás, y será un altar santísimo: cualquiera cosa que tocare el altar, será santificada.

Las ofrendas diarias

(Nm. 28.1-8)

38 Esto es lo que ofrecerás sobre el altar: dos corderos de un año cada día, continuamente.

39 Ofrecerás uno de los corderos por la mañana, y el otro cordero ofrecerás a la caída de la tarde.

40 Además, con cada cordero una décima parte de un efa de flor de harina amasada con la cuarta parte de un hin de aceite de olivas machacadas; y para la libación, la cuarta parte de un hin de vino.

41 Y ofrecerás el otro cordero a la caída de la tarde, haciendo conforme a la ofrenda de la mañana, y conforme a su libación, en olor grato; ofrenda encendida a Jehová.

42 Esto será el holocausto continuo por vuestras generaciones, a la puerta del tabernáculo de reunión, delante de Jehová, en el cual me reuniré con vosotros, para hablaros allí.

43 Allí me reuniré con los hijos de Israel; y el lugar será santificado con mi gloria.

44 Y santificaré el tabernáculo de reunión y el altar; santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos, para que sean mis sacerdotes.

45 Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios.

46 Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos. Yo Jehová su Dios.

El altar del incienso

(Ex. 37.25-28)

30:1 Harás asimismo un altar para quemar el incienso; de madera de acacia lo harás.

Su longitud será de un codo, y su anchura de un codo; será cuadrado, y su altura de dos codos; y sus cuernos serán parte del mismo.

Y lo cubrirás de oro puro, su cubierta, sus paredes en derredor y sus cuernos; y le harás en derredor una cornisa de oro.

Le harás también dos anillos de oro debajo de su cornisa, a sus dos esquinas a ambos lados suyos, para meter las varas con que será llevado.

Harás las varas de madera de acacia, y las cubrirás de oro.

Y lo pondrás delante del velo que está junto al arca del testimonio, delante del propiciatorio que está sobre el testimonio, donde me encontraré contigo.

Y Aarón quemará incienso aromático sobre él; cada mañana cuando aliste las lámparas lo quemará.

Y cuando Aarón encienda las lámparas al anochecer, quemará el incienso; rito perpetuo delante de Jehová por vuestras generaciones.

No ofreceréis sobre él incienso extraño, ni holocausto, ni ofrenda; ni tampoco derramaréis sobre él libación.

10 Y sobre sus cuernos hará Aarón expiación una vez en el año con la sangre del sacrificio por el pecado para expiación; una vez en el año hará expiación sobre él por vuestras generaciones; será muy santo a Jehová.

El dinero del rescate

11 Habló también Jehová a Moisés, diciendo:

12 Cuando tomes el número de los hijos de Israel conforme a la cuenta de ellos, cada uno dará a Jehová el rescate de su persona, cuando los cuentes, para que no haya en ellos mortandad cuando los hayas contado.

13 Esto dará todo aquel que sea contado; medio siclo, conforme al siclo del santuario. El siclo es de veinte geras. La mitad de un siclo será la ofrenda a Jehová.

14 Todo el que sea contado, de veinte años arriba, dará la ofrenda a Jehová.

15 Ni el rico aumentará, ni el pobre disminuirá del medio siclo, cuando dieren la ofrenda a Jehová para hacer expiación por vuestras personas.

16 Y tomarás de los hijos de Israel el dinero de las expiaciones, y lo darás para el servicio del tabernáculo de reunión; y será por memorial a los hijos de Israel delante de Jehová, para hacer expiación por vuestras personas.

La fuente de bronce

17 Habló más Jehová a Moisés, diciendo:

18 Harás también una fuente de bronce, con su base de bronce, para lavar; y la colocarás entre el tabernáculo de reunión y el altar, y pondrás en ella agua.

19 Y de ella se lavarán Aarón y sus hijos las manos y los pies.

20 Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran; y cuando se acerquen al altar para ministrar, para quemar la ofrenda encendida para Jehová,

21 se lavarán las manos y los pies, para que no mueran. Y lo tendrán por estatuto perpetuo él y su descendencia por sus generaciones.

El aceite de la unción, y el incienso

22 Habló más Jehová a Moisés, diciendo:

23 Tomarás especias finas: de mirra excelente quinientos siclos, y de canela aromática la mitad, esto es, doscientos cincuenta, de cálamo aromático doscientos cincuenta,

24 de casia quinientos, según el siclo del santuario, y de aceite de olivas un hin.

25 Y harás de ello el aceite de la santa unción; superior ung:uento, según el arte del perfumador, será el aceite de la unción santa.

26 Con él ungirás el tabernáculo de reunión, el arca del testimonio,

27 la mesa con todos sus utensilios, el candelero con todos sus utensilios, el altar del incienso,

28 el altar del holocausto con todos sus utensilios, y la fuente y su base.

29 Así los consagrarás, y serán cosas santísimas; todo lo que tocare en ellos, será santificado.

30 Ungirás también a Aarón y a sus hijos, y los consagrarás para que sean mis sacerdotes.

31 Y hablarás a los hijos de Israel, diciendo: Este será mi aceite de la santa unción por vuestras generaciones.

32 Sobre carne de hombre no será derramado, ni haréis otro semejante, conforme a su composición; santo es, y por santo lo tendréis vosotros.

33 Cualquiera que compusiere ung:uento semejante, y que pusiere de él sobre extraño, será cortado de entre su pueblo.

34 Dijo además Jehová a Moisés: Toma especias aromáticas, estacte y uña aromática y gálbano aromático e incienso puro; de todo en igual peso,

35 y harás de ello el incienso, un perfume según el arte del perfumador, bien mezclado, puro y santo.

36 Y molerás parte de él en polvo fino, y lo pondrás delante del testimonio en el tabernáculo de reunión, donde yo me mostraré a ti. Os será cosa santísima.

37 Como este incienso que harás, no os haréis otro según su composición; te será cosa sagrada para Jehová.

38 Cualquiera que hiciere otro como este para olerlo, será cortado de entre su pueblo.

Llamamiento de Bezaleel y de Aholiab

(Ex. 35.30–36.1)

31:1  Habló Jehová a Moisés, diciendo:

Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá;

y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte,

para inventar diseños, para trabajar en oro, en plata y en bronce,

y en artificio de piedras para engastarlas, y en artificio de madera; para trabajar en toda clase de labor.

Y he aquí que yo he puesto con él a Aholiab hijo de Ahisamac, de la tribu de Dan; y he puesto sabiduría en el ánimo de todo sabio de corazón, para que hagan todo lo que te he mandado;

el tabernáculo de reunión, el arca del testimonio, el propiciatorio que está sobre ella, y todos los utensilios del tabernáculo,

la mesa y sus utensilios, el candelero limpio y todos sus utensilios, el altar del incienso,

el altar del holocausto y todos sus utensilios, la fuente y su base,

10 los vestidos del servicio, las vestiduras santas para Aarón el sacerdote, las vestiduras de sus hijos para que ejerzan el sacerdocio,

11 el aceite de la unción, y el incienso aromático para el santuario; harán conforme a todo lo que te he mandado.

El día de reposo como señal

12 Habló además Jehová a Moisés, diciendo:

13 Tú hablarás a los hijos de Israel, diciendo: En verdad vosotros guardaréis mis días de reposo;[b] porque es señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico.

14 Así que guardaréis el día de reposo,[c] porque santo es a vosotros; el que lo profanare, de cierto morirá; porque cualquiera que hiciere obra alguna en él, aquella persona será cortada de en medio de su pueblo.

15 Seis días se trabajará, mas el día séptimo es día de reposo[d] consagrado a Jehová; cualquiera que trabaje en el día de reposo,[e] ciertamente morirá.

16 Guardarán, pues, el día de reposo[f] los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo.

17 Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel; porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, y en el séptimo día cesó y reposó.

El becerro de oro

(Dt. 9.6-29)

18 Y dio a Moisés, cuando acabó de hablar con él en el monte de Sinaí, dos tablas del testimonio, tablas de piedra escritas con el dedo de Dios.

Footnotes:

  1. Éxodo 29:27 O, santificarás.
  2. Éxodo 31:13 Aquí equivale a sábado.
  3. Éxodo 31:14 Aquí equivale a sábado.
  4. Éxodo 31:15 Aquí equivale a sábado.
  5. Éxodo 31:15 Aquí equivale a sábado.
  6. Éxodo 31:16 Aquí equivale a sábado.
Reina-Valera 1960 (RVR1960)Copyright © 1960 by American Bible Society

Llegar a ser mejores amigos

Enero 24

Llegar a ser mejores amigos

Lectura bíblica: 1 Samuel 18:1–4

Aconteció que cuando David terminó de hablar con Saúl, el alma de Jonatán se quedó ligada a la de David, y Jonatán le amó como a sí mismo. 1 Samuel 18:1

a1Si alguna vez te ha lastimado un amigo, quizá todavía te estés preguntando: ¿Es realmente posible tener un amigo íntimo? La mejor manera de averiguarlo es ver en la Biblia a dos amigos totalmente comprometidos el uno con el otro: David y Jonatán. El relato de su amistad se encuentra en 1 Samuel 18–20. Si lees los tres capítulos enteros, descubrirás que los amigos íntimos realmente existen y que un amigo íntimo es alguien que:

• habla positivamente de ti cuando otros no lo hacen (ver 19:4)
• presta atención a tus problemas (ver 20:1, 2)
• hace cosas por ti, no importa lo inconveniente que sea (ver 20:4)
• te quiere aun cuando no mereces ser querido (ver 20:17)
• te protege de los malos (ver 20:19)
• sufre cuando tú sufres (ver 20:34)
• comprende tus sentimientos más profundos (ver 20:41)
• es leal (ver 20:42)

Sólo podemos ser ese tipo de amigos de unas pocas personas. Lleva tiempo y esfuerzo entablar y conservar amigos como esos. Cómo tener amigos no es un misterio. Ciertas reglas nos ayudan a tener amistades que duran la vida entera:

• Quiérete a ti mismo. Si no te quieres, será difícil querer a los demás.
• Acepta a los demás. Cada uno de nosotros es único. A veces somos antipáticos y ofensivos. Hay que hacer caso omiso de las faltas ajenas.
• Sé positivo. Serás como una ráfaga de aire fresco para las personas si evitas criticarlas. Aprende a elogiar lo positivo en ellas.
• Guarda los secretos. “Fulano me pidió que no se lo contara a nadie, pero sé que no le importará que te lo cuente a ti”. ¡Cállate! ¡Inmediatamente!
• Ten paciencia. Lleva tiempo cimentar una amistad profunda y permanente.
• Aprende a escuchar. Interésate por la otra persona. Obten más información. Y no sientas que tienes que interrumpir para contar tus propias historias.

¿Hay una o dos de estas reglas que te gustaría poner en práctica? Hazlo ahora, ¡porque Dios está listo para enseñarte el tipo de amistad que compartían David y Jonatán!
PARA DIALOGAR: ¿Qué tal te va en tu esfuerzo de ser un amigo del tipo que lo eran David y Jonatán?
PARA ORAR: Señor, ayúdanos a poner en práctica las reglas que nos guiarán a ser un mejores amigos.
PARA HACER: Escoge una de las reglas mencionadas y pónla en práctica hoy.

McDowell, J., & Johnson, K. (2005). Devocionales para la familia. El Paso, Texas: Editorial Mundo Hispano.

DIOS HABLA HOY

DIOS HABLA HOY

Programa No. 2016-01-24
PABLO MARTINI
a1Si Dios quiere hablarte, y de hecho que quiere, lo hará usando todos los medios posibles, algunos de ellos que ni te imaginas. Cuando quiso hacer entrar en razones al profeta Balaán lo logró usando una mula. Cuando quiso hablarle a Elías lo hizo suavemente con un simple silbido del viento, una brisa. En el caso de Jonás usó al incrédulo capitán del barco quien lo despertó cuando huía de la presencia de Dios. Con Moisés un simple arbusto del desierto. A Gedeón fue a través de un arroyo donde bebían agua sus valientes soldados. A Jacob a través de una escalera que vio en un sueño. Al rey de Babilonia a través de una estatua, a su nieto le escribió el mensaje en una pared de cal. A los reyes, por los profetas, a los profetas por las visiones, y en los albores de la era cristiana, dice el libro de los Hebreos, nos ha hablado a través del Hijo de Dios, Jesucristo.
Sí. Él es la imagen del Dios invisible. El eterno poder y toda la deidad se han hecho claramente observables en la vida y obra del Jesús nacido en Belén, criado en las cálidas orillas del mar Mediterráneo, en Nazaret, y visto en todo su esplendor en las áridas tierras de Judea donde, como diría uno de sus más fieles seguidores: “vimos su gloria. Gloria como la del Único Hijo del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Es en este aspecto que nos dice Juan que Jesús es como el verbo en una oración. Es lo que le da acción al mensaje y además es la palabra que transmite la idea del pensamiento del interlocutor. Y en el caso del Señor Jesús ese pensamiento fue tan idéntico al Pensador (o sea su mismo Padre) que fue capaz de decir “el que me ha visto a mí haga como si hubiese visto al Padre, porque Yo y el Padre una misma cosa somos”. Como puedes verlo no hay excusa para que digamos: “Yo no lo sabía, a mí nadie me dijo.” Dios ha hablado. ¿Qué le responderás?…
Pensamiento del día: Continúa tapando tus oídos a los evidentes mensajes de Dios y acabarás sordo.
http://labibliadice.org/una-pausa-en-tu-vida/programa-no-2016-01-24/