AUXILIO ESPIRITUAL Padre Eterno, Eres una maravilla de amor, Tú has enviado a Tu Hijo para sufrir en mi lugar, Tú nos has dado al Espíritu para enseñar, consolar, guiar, que el Señor me conceda el ministerio de los ángeles para protegerme alrededor; que todo el cielo tenga en cuenta el bienestar de un gusano miserable. Permite que Tus siervos invisibles estén siempre activos para mí, y se regocijen cuando la gracia se expanda en mí. No los hagas descansar hasta que mi conflicto esté terminado, y yo esté victorioso en tierra de salvación. Haz que mi propensión al mal, no amortigüe el bien, que la resistencia a la acción de Tu Espíritu, nunca haga que Tú me abandones. Que mi duro corazón despierte a Tu misericordia, y no a Tu ira, y si el enemigo consigue una ventaja debido a mi corrupción, permite ver que el cielo es más poderoso que el infierno, que aquellos por mí son mayores que los que están contra mí. Levántate para mi auxilio en la riqueza de las bendiciones del pacto, mantenme alimentado en los pastos de Tu Palabra fortalecedora, examinando las Escrituras para encontrarte allí. Si mi obstinación es visitada con un flagelo, concédeme recibir corrección humildemente, de forma que bendiga la mano que reprende, discernir la razón de la censura, responder con prontitud, y volver a la primera obra. Permite que todas Tus relaciones paternales me hagan partícipes de Tu santidad. Concede que cada caída yo pueda hundirme más en mis rodillas, y cuando me levantes, pueda estar en alturas más elevadas de devoción. Que mi cruz sea santificada, cada pérdida sea ganancia, cada negación una ventaja espiritual, cada día oscuro la luz del Espíritu Santo, cada noche de tribulación una canción.
Nota del editor: Este es el octavo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Doctrinas mal entendidas
Los pastores tratan a menudo con la muerte y las inevitables preguntas que la acompañan. La misma naturaleza de la muerte suscita preguntas difíciles. No es raro que los niños reciban palabras de consuelo bien intencionadas luego de la partida de un familiar o un conocido. Con frecuencia decimos frases como: «La abuela está en el cielo», esperando consolar a los pequeños confusos y tristes que están lidiando con un tema que ni siquiera los teólogos eruditos comprenden bien. Sin embargo, aunque decir que «la abuela está en el cielo» en verdad no es una respuesta incorrecta si la abuela era creyente en Jesucristo, la respuesta es incompleta e incluso pudiera resultar engañosa. Viendo el asunto desde la perspectiva bíblica, si la abuela era creyente, ahora está en la presencia del Señor, esperando Su regreso y la resurrección de su cuerpo.
Lo que le ocurre a la gente cuando muere es un aspecto de la teología cristiana muy explorado, pero frecuentemente incomprendido, que a menudo se discute bajo el título de «el estado intermedio». Debido a que se presta a confusión, es útil comenzar con una breve definición de lo que entendemos por estado intermedio. Es el período de tiempo que transcurre entre la muerte de un creyente (y su entrada inmediata a la presencia del Señor) y la resurrección del cuerpo en el momento del retorno de Cristo. Cuando Jesús levante a los muertos en el día final, las almas incorpóreas serán reunidas a sus cuerpos, que entonces se volverán imperecederos (1 Co 15:35-58), a modo de preparación para morar por toda la eternidad en los nuevos cielos y la nueva tierra (Ap 21).
En varios pasajes muy conocidos, Pablo aborda específicamente el tema de lo que ocurre con los creyentes durante el tiempo transcurrido entre su muerte y el retorno de Cristo. Según 2 Corintios 5:8, los creyentes ingresan inmediatamente a la presencia de Dios tras su muerte física. A eso nos referimos cuando hablamos del cielo. El apóstol escribe: «Preferimos más bien estar ausentes del cuerpo y habitar con el Señor». Pablo también habló de cómo deseaba «partir y estar con Cristo, pues eso es mucho mejor» (Flp 1:23). Cuando morimos, estamos «con Cristo», entrando de inmediato en la presencia de Dios.
La imagen bíblica más vívida del cielo es la que se presenta en Apocalipsis 4-6, una escena gloriosa de lo que ocurre en la habitación del trono celestial antes del retorno de Jesús. Si bien la escena allí revelada es maravillosa, vale la pena notar que los santos en el cielo están clamando: «¿Hasta cuándo, oh Señor santo y verdadero, esperarás para juzgar y vengar nuestra sangre de los que moran en la tierra?» (6:10). Los que han muerto antes que nosotros ya están en la presencia de Dios, experimentando ahora el estado intermedio, anhelan el retorno de Jesucristo a la tierra el día de la resurrección y el juicio.
Hay tres errores importantes respecto al estado intermedio que recién describimos. El primero, conocido comúnmente como el «sueño del alma», sostiene que, al momento de la muerte, el alma del creyente «duerme» hasta el día de la resurrección. Según esta postura, desde que morimos hasta que despertamos el día del retorno de Jesús, no percibimos conscientemente que estamos en la presencia del Señor. Morimos, y luego «dormimos» hasta que Cristo regrese. Esta posición fue abordada por Juan Calvino en su primer gran tratado teológico, un libro publicado bajo el atractivo nombre de Psychopannychia. El error consiste en sostener que la muerte da inicio a un estado de inconsciencia muy similar al sueño. Los creyentes no recuerdan nada desde el momento en que dan su último aliento hasta que despiertan en la resurrección. Sin embargo, esta postura no puede dar cuenta de los pasajes bíblicos recién mencionados, que dicen con claridad que los creyentes están conscientes en la presencia del Señor inmediatamente después de la muerte y experimentan las glorias de la escena celestial descrita en Apocalipsis 4-6.
El segundo error es la noción de que el estado intermedio es en un período durante el cual los humanos pecadores deben ser purificados de la presencia de todo pecado remanente. El principal ejemplo de este error es la doctrina católica romana del purgatorio. La idea de que el estado intermedio es un período de purificación surge de la creencia errada de que, incluso si una persona muere creyendo en Jesucristo, es posible que aún no haya alcanzado un estado de santidad personal suficiente para ingresar al cielo. Se hace necesario un período de purificación para que, después de la muerte, el alma se vuelva lo suficientemente «pura» para entrar a la plenitud del gozo de la comunión con los santos. Esta postura asume que los méritos de Jesucristo (Su vida de obediencia, Su muerte por nuestros pecados) no bastan por sí solos para que el creyente sea lo suficientemente «santo» para ingresar al cielo al momento de la muerte. Sin embargo, el evangelio se basa en la promesa de que Jesús otorga todo lo que necesitamos para que seamos considerados y hechos santos en virtud de nuestra unión con Jesucristo a través de la fe. Posicionalmente, somos santos desde el momento de nuestra justificación, pero en la práctica crecemos en santidad a lo largo de nuestras vidas hasta que somos completamente santificados en nuestra glorificación.
El tercer error (quizás la postura más popular en el mundo hoy en día) consiste en confundir el estado intermedio (de existencia incorpórea) con el estado eterno, de modo que ya no está la expectativa de la resurrección del cuerpo enseñada claramente por la Biblia (1 Co 15:12 ss.). Según esta postura, la muerte libra al alma (ya «pura») del cuerpo pecaminoso. Como no hay resurrección de los muertos, los seres humanos existen después de la muerte como espíritus conscientes e invisibles. Muchas personas, incluso algunos cristianos profesantes, han llegado a creer que esos espíritus están presentes con nosotros en esta vida, ofreciéndonos alivio y consuelo en momentos de prueba o cuando lloramos por ellos y luego «sentimos» su presencia. Estas creencias pueden ser sinceras, pero carecen de fundamento bíblico, pues ignoran la enseñanza escritural sobre la resurrección del cuerpo. Este error impulsa a los enlutados a buscar consuelo en la presencia invisible de los espíritus de sus seres queridos fallecidos en lugar de la gran esperanza cristiana de la resurrección del cuerpo.
Podemos estar seguros de que, cuando la abuela murió, no se quedó dormida. En el cielo, no está siendo purgada de su pecado. Si la abuela era creyente, fue inmediatamente glorificada e ingresó a la presencia de Cristo. Jesús ganó todo eso para ella en la cruz y en Su vida de perfecta obediencia. Ahora, ella está consciente esperando la resurrección, aun ahora, mientras contempla el rostro de su Salvador.
El Dr. Kim Riddlebarger es pastor principal de la Christ Reformed Church en Anaheim, California, y copresentador del programa de radio White Horse Inn. Es autor de A Case for Amillennialism [Un argumento a favor del amilenialismo] y First Corinthians [Primera Corintios] en la serie Lectio Continua.
Por medio de Moisés, Dios había dado una ley al pueblo de Israel. Esta declaraba lo que Dios exigía del pueblo y le prometía su bendición si obedecía. Ordenaba a los hombres actuar según los mandamientos de Dios y les advertía sobre las consecuencias que tendrían si desobedecían.
Hoy la ley sigue siendo un cartel indicador seguro para todos los hombres. Nos indica los valores morales que Dios aprecia, y arroja luz sobre nuestro comportamiento según sus exigencias. La ley es semejante a un espejo en el que podemos vernos sin complacencia, tal como somos, tal como Dios nos ve. Este espejo nos muestra que le desobedecemos cada día, por lo tanto, la ley nos condena a todos.
Pero Dios no se conformó con hacernos constatar esto. Él es amor y quería salvar a sus criaturas culpables y perdidas. Por ello envió a su Hijo Jesucristo a la tierra, “para que vivamos por él” (1 Juan 4:9). Él murió en la cruz y sufrió en nuestro lugar el castigo de Dios que nosotros merecíamos. ¡Esta es la gracia unida a la verdad!
La gracia es un don gratuito, no la merecemos: no tenemos que hacer nada para obtenerla, solo aceptarla, y recibir al Señor Jesús como Salvador. Él no se conforma con ofrecernos el perdón. Nos concede una nueva relación con él: “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).
¡Este es el comienzo de una real y abundante bendición!