Oh Señor, Cuyo poder es infinito y sabiduría infalible, ordena las cosas de manera que ellas no puedan ni detenerme ni desanimarme, ni ofrecer obstáculos para el progreso de tu causa. Permanece entre mí y toda contienda, que ningún mal acontezca, ni el pecado corrompa mis dones, celo, logros. Que yo pueda seguir el deber y no cualquier disposición tonta de mí mismo. No me dejes trabajar en la obra que Tú no bendecirás, para que yo pueda servirte sin deshonra o atraso. Concédeme habitar en Tu lugar secretísimo, bajo tu sombra, donde la protección es impenetrable, a salvo de la flecha que vuela de día, la pestilencia que anda en oscuridad, la contienda de lenguas, la malicia, la mala voluntad, el dolor de la conversación cruel, los lazos de la [mala] compañía, de los peligros de la juventud, de las tentaciones de la vida madura, de las aflicciones de la vejez, del miedo a la muerte. Soy completamente dependiente de Tu apoyo, consejo, consuelo. Ampárame por Tu espíritu libre, y que yo no me imagine ser lo suficiente, para ser preservado de caer, más que siempre pueda proseguir, abundando siempre en la obra que Tú me das que haga. Fortaléceme por Tu Espíritu en mi interior para todo propósito de mi vida Cristiana. Todos mis tesoros, los entrego a la sombra de la seguridad que está en Ti, mi nombre nuevo en Cristo, mi cuerpo, alma, talento, carácter, mi éxito, esposa, hijos, amigos, trabajo, mi presente, mi futuro, mi fin. Tómalos, porque son Tuyos, y yo soy tuyo, ahora y para siempre.
Crecí en una iglesia bautista grande en la que los bautismos eran frecuentes y la Cena del Señor inusual. El bautismo era siempre un evento de celebración; incluso, a veces la gente aplaudía. Por otro lado, la Cena del Señor era algo solemne, callado, y, para un niño, podía ser aburrida. Nunca entendí el propósito de tener que sentarme quieto por unos quince o veinte minutos más. ¿No podía el pastor simplemente decir «Jesús murió en la cruz por tus pecados» y terminar con eso? Tampoco entendía realmente el propósito del bautismo, excepto por el hecho de que Jesús lo había ordenado. Cuando fui bautizado a los doce años, fue simplemente como un rito de iniciación para mí.
La Confesión de Fe de Westminster resume la enseñanza bíblica sobre el significado del bautismo y la Cena del Señor de esta manera: «Los sacramentos son signos y sellos santos del pacto de gracia, directamente instituidos por Dios, con el propósito de representar a Cristo y sus beneficios, y para confirmar nuestra participación en él» (27.1). El lenguaje de «signos y sellos» viene directamente de Romanos 4:11: «[Abraham] recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que tenía mientras aún era incircunciso». ¿De qué manera funcionan los sacramentos como señales y sellos? La Biblia contiene muchas «señales». Moisés hizo «señales» en Egipto (Ex 4:8, etc.). Los milagros de Jesús son llamados «señales» (Jn 2:11). De hecho, la encarnación y el nacimiento virginal de Jesús constituyeron en sí mismos una «señal» (Is 7:14). Las señales son marcas visibles que, aunque quizás significativos en sí mismos, apuntan a algo más. Las señales de Moisés apuntaban al poder de Dios y Su intención de redimir a Su pueblo. Las señales de Jesús apuntaban a Su identidad como el eterno Hijo de Dios (Jn 20:30-31).
Cabe destacar que cuatro de las primeras seis apariciones de la palabra «señal» en la Biblia se producen en la frase «señal del pacto» (Gn 9:12, 13, 17; 17:11). Después del diluvio, Dios hizo un pacto, es decir, un acuerdo vinculante, con Noé, prometiendo que nunca más inundaría la tierra. Como señal para confirmar Su promesa del pacto, Dios hizo un arcoíris. Crecí en la Florida, donde son muy comunes las tormentas eléctricas vespertinas acompañadas de un arcoíris. Podemos sorprendernos con la belleza del arcoíris, pero su propósito principal es recordarnos la promesa del pacto de Dios y Su fidelidad.
Dios también hizo un pacto con Abraham (Gn 15:18; 17:2, etc.; ver Ex 2:24). En este pacto, Dios prometió ser Dios para Abraham y su descendencia, para darle una tierra por herencia, para bendecir las naciones por medio de él y para hacer su descendencia tan numerosa como la arena del mar y las estrellas de los cielos. Para confirmar estas promesas, Dios le dio a Abraham la circuncisión como «señal del pacto» (Gn 17:11).
Estas señales son recordatorios visibles y tangibles que confirman las promesas de Dios para Su pueblo. También son adecuadas para cada pacto. El arcoíris aparece en el cielo después de la lluvia cuando el sol atraviesa las gotas de agua. Dios puede enviar lluvias fuertes que provoquen inundaciones locales con resultados desastrosos para algunos. Sin embargo, Él no volverá a inundar toda la tierra ni a exterminar toda la humanidad. En el pacto de Dios con Abraham, Dios le prometió descendientes, una «simiente» (cumplida finalmente en Cristo; Gal 3:15-18). De manera apropiada, la señal que acompaña este pacto se aplica al órgano reproductor masculino. Como veremos, la naturaleza apropiada de las señales de Dios se repite también en los otros pactos, incluido el nuevo pacto en la sangre de Cristo.
Agustín, el padre de la Iglesia, se refirió a los sacramentos como «palabras visibles». Cuando los niños están aprendiendo, a menudo necesitan imágenes u objetos tangibles para ayudarles a entender una lección. Esto es lo que Dios nos provee en estas señales visibles y tangibles. Él se acerca a nosotros como a niños para que podamos realmente captar, recordar y tener confirmación de Sus promesas de pacto.
En la época de Pablo, los sellos solían estar hechos de cera y tenían una impresión estampada que confirmaban la identidad del dueño. Los documentos y cartas oficiales normalmente tenían sellos. Si el remitente era un rey o un oficial del gobierno, no te atrevías a romper el sello y mirar el contenido hasta que llegara a su destino. En este sentido, los sellos tenían dos propósitos: confirmar la identidad del remitente y asegurar el contenido.
Del mismo modo, las señales de pacto de Dios confirman nuestra identidad como aquellos que le pertenecen a Dios y aseguran nuestra membresía en ese pacto. Dicho de otra manera, las señales de pacto —o los sacramentos— nos aseguran y fortalecen en nuestra relación con Dios. Agustín lo dijo de esta manera: los sacramentos son «señales visibles de la gracia invisible». Son una forma en la que Dios imparte Su gracia para fortalecernos en la fe.
Volviendo a Romanos 4, antes de la declaración de Pablo de que la circuncisión era una señal y un sello de la justicia de Abraham por fe (v. 11), el apóstol dice que Abraham «CREYÓ… A DIOS, Y LE FUE CONTADO POR JUSTICIA» (v. 3). De ahí que la circuncisión era una señal y un sello del hecho de que Dios lo declaró justo por su fe y por la fe sola. Sin embargo, Pablo luego dice que Abraham «se fortaleció en fe» (v. 20), aun luego de años de intentar tener un hijo sin éxito. Una de las razones por la que su fe se fortalecía era la señal del pacto que Dios le había dado. Su propio cuerpo continuamente testificaba y confirmaba la promesa que Dios le hizo.
Las señales de pacto también funcionan en otro sentido. Los pactos en el mundo antiguo eran acuerdos vinculantes que incluían promesas y responsabilidades de ambas partes. En los pactos bíblicos, Dios promete ser nuestro Dios. Nosotros, por nuestra parte, nos comprometemos a entregarnos totalmente a Él y obedecer Sus mandamientos. La palabra latina sacramentum a menudo se refería al juramento de lealtad que los soldados hacían a sus oficiales superiores. De la misma manera, los sacramentos nos identifican como personas que pertenecemos totalmente a Cristo. En los sacramentos, prometemos que le pertenecemos a Él totalmente y sin reservas.
Cuando oficio bodas, la novia y el novio intercambian anillos, y se dicen mutuamente: «te doy este anillo, como señal y promesa de nuestra fe constante y amor permanente». El matrimonio bíblico es un pacto (Mal 2:14). El anillo matrimonial es una señal y un sello de ese pacto. Confirma y declara el amor y el compromiso entre el novio y la novia. El anillo que uso me identifica como que pertenezco a mi esposa y confirma mi promesa de serle fiel mientras ambos vivamos.
Sin embargo, los sacramentos de Dios son más profundos y ricos que los anillos de boda. Nos fortalecen espiritualmente para ser fieles a nuestro compromiso con Dios. Nos ayudan a crecer en semejanza a Cristo y nos dirigen a una comunión más cercana con Cristo. No funcionan por sí solos, como si fuera por acto de magia. Deben ser acompañados por la Palabra y el Espíritu, y son eficaces solo cuando se combinan con la fe. No obstante, cuando se administran y se reciben de manera apropiada, son un medio importante de vitalidad y crecimiento espiritual.
El resto de este artículo se enfocará en los únicos dos sacramentos que Dios da a Su pueblo del nuevo pacto: la Cena del Señor y el bautismo. Exploraremos el significado específico de cada uno por separado y discutiremos cómo sirven como medios de gracia y fortalecimiento espiritual en nuestras vidas.
LA CENA DEL SEÑOR
Jesús instituyó la Cena del Señor en la celebración de la Pascua con Sus discípulos. La Pascua era una señal del antiguo pacto para recordar al pueblo de Dios de Su gran acto de redención al sacarlos de la esclavitud en Egipto (Ex 13:9). La cena de la Pascua incluía cordero y pan sin levadura, ambas señales apropiadas debido a su centralidad al éxodo mismo. Los Israelitas comieron pan sin levadura porque tenían que salir rápidamente. La sangre del cordero aplicada sobre los postes de las puertas de las casas alejaría el juicio que Dios iba a derramar sobre Egipto.
Asimismo, la Cena del Señor celebra el gran evento redentor de Dios en el nuevo pacto. Jesús dijo en la cena de la Pascua con Sus discípulos, «Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado» (Lc 22:19) y «esto es mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26:28). La Cena del Señor es una señal que apunta a la muerte de Cristo. Comemos y bebemos «en memoria de» Cristo (Lc 22:19).
La Cena del Señor también apunta hacia el futuro. En la Última Cena, Jesús, mirando hacia la consumación dijo: «Porque os digo que de ahora en adelante no beberé del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios» (Lc 22:18). Del mismo modo, Pablo escribe con respecto a la Cena del Señor: «Porque todas las veces que comáis este pan y bebáis esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que Él venga» (1 Co 11:26). Nota aquí que la Cena del Señor «proclama». Es una palabra visible.
Sin embargo, la Cena del Señor hace algo más que hacer visible la Palabra. Involucra todos nuestros sentidos. Vemos, pero también olemos, tocamos y gustamos tanto el pan como el vino. La Cena del Señor, observada correctamente, también incluye el escuchar, cuando se realiza después de la predicación de la Palabra y la instrucción apropiada sobre el significado de los elementos. La Cena del Señor nos ayuda a comprender mejor la maravilla de la muerte de Cristo al involucrar los cinco sentidos. La Cena del Señor hace que la muerte de Cristo en la cruz sea personal. Cristo no solo murió por pecadores. Cristo murió por mí.
La Cena del Señor, en otras palabras, sella esta verdad en nuestros corazones. Es una confirmación física, externa, de que yo pertenezco a Cristo y de que Cristo se ha dado a Sí mismo por mí. En las bellas palabras de la primera pregunta del Catecismo de Heidelberg:
¿Cuál es tu único consuelo en la vida y en la muerte? Que yo en cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo, quien con Su preciosa sangre ha hecho una satisfacción completa por todos mis pecados y me ha librado de todo el poder del diablo. Además, Él me preserva de tal forma que, sin la voluntad de mi Padre celestial, no puede caer ni un cabello de mi cabeza: sí, todas las cosas deben servir para mi salvación.
Además, en la Cena del Señor tenemos comunión espiritual con Cristo. Pablo escribe: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la participación en la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la participación en el cuerpo de Cristo?» (1 Co 10:16). La palabra griega que se traduce como «participación» es koinonia, una palabra que se refiere a la comunión íntima con otra persona. En contraste, Pablo amonesta a los corintios a que no tengan koinonia con los demonios al participar de la adoración pagana (v. 20). Cristo está espiritualmente presente en la Cena del Señor. Cuando participamos del pan y de la copa, tenemos comunión íntima con Él.
En el mundo antiguo, comer con otras personas era una expresión de intimidad. Las comidas eran también una parte importante de las ceremonias de pacto. Las partes que entraban en un pacto sellaban este acuerdo comiendo juntos. Vemos esto en Éxodo 19-24. Después de que Dios hiciera el pacto con Israel en el Sinaí, Moisés y los líderes de Israel comieron en el monte en la presencia de Dios. De hecho, el propósito de los pactos de Dios con Su pueblo es establecer una relación íntima entre Dios y ellos.
Esto es especialmente claro en el nuevo pacto. En el nuevo pacto, Dios escribe Su ley en nuestros corazones, Dios perdona nuestros pecados y Dios se da a conocer a Sí mismo de forma íntima y personal: «Porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande» (Jer 31:34). Las tres personas de la Trinidad están involucradas en esta relación íntima. Dios se acerca a nosotros en el pacto. Cristo se hizo uno con nosotros para cumplir las promesas del nuevo pacto. El Espíritu Santo mora en nosotros, haciéndonos una nueva creación y capacitándonos para cumplir las obligaciones del pacto. Dios no solo está cerca de nosotros, Él está en nosotros.
La Cena del Señor hace que nuestra relación íntima con Dios sea una realidad experiencial más grande para nosotros. Habla del corazón de nuestra relación con Dios, es decir, el amor de Dios para con nosotros y nuestro amor por Dios. En la cena, Cristo está presente, diciéndonos: «Tú eres Mi hijo amado. Yo di Mi vida por ti. Ahora te doy fortaleza para que tomes tu cruz y Me sigas».
La Cena del Señor también nos recuerda nuestra nueva identidad en el nuevo pacto. En el antiguo pacto, la Pascua se celebraba en familia. Sin embargo, Jesús comió la Pascua con Sus discípulos, indicando que ellos eran la nueva y verdadera familia de Dios. Todos los que siguen a Jesús son Sus hermanos y hermanas. La Cena del Señor es lo que algunos han llamado una «ordenanza de separación», que nos identifica como aquellos que verdadera y totalmente pertenecemos a Cristo.
De este modo, la Cena del Señor también une a todos los que pertenecen a Cristo. Pablo dijo a los corintios que, como no estaban comiendo juntos de una forma unificada, ellos no estaban celebrando realmente la Cena del Señor (1 Co 11:20). En la cena, tenemos comunión con Cristo y los unos con los otros. Por el Espíritu, la cena fortalece nuestro vínculo con Cristo y con nuestros hermanos y hermanas en Cristo.
La Cena del Señor es rica en simbolismo. Lo más importante es que nos recuerda la muerte de Cristo por nosotros al recibir sobre Sí mismo el juicio que nos correspondía. También confirma y fortalece nuestra unión con Cristo, ya que no solo recordamos sino que estamos en comunión espiritual con Cristo. En la cena, también fortalecemos nuestros vínculos con los demás. La Cena del Señor apunta hacia la «cena de las bodas del Cordero», que comeremos en presencia de Cristo con hermanos y hermanas en Cristo de toda nación, tribu y lengua. Mientras tanto, la Cena del Señor nos fortalece para vivir por Cristo como el cuerpo de Cristo, apartándonos del mundo, para el mundo.
EL BAUTISMO
De la misma manera, el bautismo es rico en simbolismo. A diferencia de la Cena del Señor, que es un evento recurrente en la iglesia, el bautismo es un evento que sucede una vez en la vida de cada persona. En este sentido, es similar a la señal de la circuncisión. Como la circuncisión, el bautismo marca nuestra entrada a la comunidad del pacto.
El simbolismo principal del bautismo es el lavamiento o la purificación. Es una señal de que en Cristo estamos limpios. Esta conexión del bautismo con la limpieza es natural porque al bañarnos usamos agua. No obstante, el bautismo apunta no a un lavamiento físico sino espiritual.
El Nuevo Testamento relaciona varias veces el bautismo con el lavamiento de los pecados. Después de la conversión de Pablo, Ananías le dice a Pablo: «Levántate y bautízate, y lava tus pecados invocando su nombre» (Hch 22:16). Luego Pedro escribe: «Y correspondiendo a esto, el bautismo ahora os salva (no quitando la suciedad de la carne, sino como una petición a Dios de una buena conciencia) mediante la resurrección de Jesucristo» (1 Pe 3:21). A simple vista, ambos pasajes parecerían decir que el bautismo lava nuestros pecados y nos salva. Pero un análisis más preciso del texto revelaría que tal interpretación es errónea. Pedro dice en la segunda mitad del versículo que la cuestión no es el agua en el cuerpo, sino la apelación a Dios porque Él ha lavado la culpa de nuestro pecado. Pablo también escribe que Cristo ha «purificado [a Su Iglesia] por el lavamiento del agua con la palabra» (Ef 5:26). Como Juan dice: «La sangre de Jesús… nos limpia de todo pecado» (1 Jn 1:7). La sangre de Jesús limpia, no el agua del bautismo. El agua del bautismo apunta hacia el lavamiento en la sangre de Cristo.
El bautismo también difiere de la Cena del Señor en que en el bautismo el receptor del mismo es pasivo. En la Cena del Señor, los participantes son activos. De manera activa, ellos comen y beben. Todos los que participan son llamados a examinarse a sí mismos para «discernir correctamente el cuerpo» (1 Co 11:28-29). Somos participantes activos en la Cena del Señor.
Por otro lado, en el caso del bautizado, él es quien recibe la acción del bautismo. El bautismo apunta a la gracia de Dios y al hecho de que la salvación es completamente de Dios. Dios nos escogió y Su Espíritu nos transforma. Incluso la fe es un regalo de Dios (Ef 2:8; Flp 1:29). El bautismo dice que aquellos que pertenecen a Cristo han sido salvos por la gracia de Dios. La salvación, de principio a fin, es la obra de Dios.
En este sentido, el bautismo simboliza la entrega del Espíritu por parte de Dios a Su pueblo. Jesús se refirió a la venida del Espíritu sobre Su pueblo en Pentecostés como un bautismo. La venida del Espíritu en Hechos 2 es el cumplimiento de la profecía de Joel de que Dios «derramaría» Su Espíritu sobre toda carne: varón y hembra, judío y gentil. Asimismo, Juan el Bautista declaró que él bautizó con agua, pero que Cristo bautizaría con el Espíritu Santo y fuego.
Sin embargo, el vínculo entre el Espíritu y el bautismo es más que una conexión literaria. El Espíritu mismo es el medio del lavamiento espiritual. Pablo escribe que Dios «nos salvó, por medio del lavamiento de la regeneración y renovación por el Espíritu Santo» (Tit 3:5). Del mismo modo, en la versión de Ezequiel sobre la profecía del nuevo pacto de Jeremías, el profeta vincula el lavamiento y la habilidad para obedecer a Dios con la morada del Espíritu Santo:
Entonces os rociaré con agua limpia y quedaréis limpios; de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Además, os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y haré que andéis en mis estatutos, y que cumpláis cuidadosamente mis ordenanzas (Ez 36:25-27).
EL ESPÍRITU LAVA Y FORTALECE
Adicionalmente, el bautismo nos aparta para Cristo y nos identifica con Cristo. Esto es porque Cristo se identificó con nosotros en Su propio bautismo. El bautismo de Juan el Bautista era un «bautismo de arrepentimiento para el perdón de pecados» (Mr 1:4). Jesús, el Hijo de Dios sin pecado, no había cometido pecado. Juan, de hecho, intentó evitar que Jesús fuera bautizado, diciéndole: «Yo necesito ser bautizado por ti» (Mt 3:14). Sin embargo, la misión de Jesús era identificarse con Su pueblo para tomar la culpa de su pecado sobre Sí mismo. Pablo escribe que Dios «al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él» (2 Co 5:21). Jesús fue bautizado por Juan, no porque necesitara ser lavado de pecado sino porque nosotros necesitábamos ser lavados del pecado.
En Su bautismo, Jesús fue apartado, fue designado para iniciar el ministerio al que Dios le había llamado. Jesús tenía aproximadamente treinta años cuando fue bautizado e inició Su ministerio (Lc 3:23). En el antiguo pacto los sacerdotes iniciaban su ministerio a la edad de treinta años (Nm 4:3). Eran apartados para el ministerio por medio de un rito de purificación que incluía agua (Ex 29:4; Lv 8:6). Asimismo, el bautismo de Jesús lo apartó para Su ministerio sumo sacerdotal de enseñar, interceder por Sus discípulos y ofrecerse a Sí mismo como el último y único sacrificio suficiente para quitar los pecados de Su pueblo.
De manera similar, el bautismo nos distingue como aquellos que pertenecemos a Dios. Indica que tenemos una nueva identidad en Cristo. Bajo el antiguo pacto, la circuncisión separa a los Israelitas de los gentiles «incircuncisos». El bautismo nos separa del mundo y declara que pertenecemos a Cristo. Nuestro bautismo simboliza nuestra unión con Cristo, quien se hizo uno con nosotros y se identificó con nosotros en Su bautismo. El bautismo además nos aparta para servir a Cristo. Como Cristo (aunque no exactamente en la misma manera), nosotros somos «sacerdotes» (Ap 1:6), llamados a presentar cada día nuestros cuerpos como un sacrificio, vivo, santo y aceptable a Dios (Rom 12:1).
Lavamiento, consagración, identidad, iniciación: estas son características centrales al significado del bautismo. El Catecismo Mayor de Westminster nos enseña que cuando presenciamos el bautismo de otros debemos aprovechar nuestro bautismo, trayendo a la memoria el hecho de que somos uno con Cristo, lavados, separados y llamados a servirle por el poder del Espíritu Santo. El bautismo es un medio de gracia porque nos recuerda quienes somos y qué ha hecho Dios por nosotros. El bautismo no salva, pero nos apunta a la gracia de Dios y a las riquezas de Dios en Cristo.
Si bien los sacramentos son «palabras visibles», la Palabra escrita y la Palabra hablada de Dios son primordiales para la vida y la adoración cristiana. La fe viene del oír, y el oír, por la Palabra de Dios (Rom 10:17), que es el principal medio de gracia. Pablo exhorta a Timoteo a ocuparse como pastor en Éfeso a la lectura pública de la Palabra, a la enseñanza y la predicación (1 Tim 4:13). Los sacramentos, aunque son importantes, no otorgan a Cristo en sí mismos de alguna forma mística. Son complementos de la predicación de la Palabra, y nunca deben reemplazar la lectura y enseñanza de la Escritura. Los sacramentos nunca deben realizarse sin la predicación y sin una explicación apropiada de su significado. Sin embargo, cuando se utilizan de manera apropiada, los sacramentos son medios de gracia vitales para fortalecernos en nuestro caminar con el Señor.
El Dr. William B. Barcley es el ministro principal de la Iglesia Presbiteriana Gracia Soberana en Charlotte, Carolina del Norte, profesor adjunto de Nuevo Testamento en el Seminario Teológico Reformado y autor del libro “El secreto del contentamiento”
Un día de mercado, como todos los sábados por la mañana, un hombre estaba en su puesto de literatura cristiana, entre un apicultor y un vendedor de frutas y verduras. Su puesto era muy pequeño: una mesa con algunas Biblias y varios ejemplares del Nuevo Testamento. La gente pasaba… Unos saludaban discretamente y sonreían, otros caminaban rápidamente frente al puesto, o incluso miraban hacia otro lado.
Alguien se acercó y le dijo: -Señor, usted viene a este lugar con sus libros desde hace ocho años, sin importarle el tiempo que haga, pero no veo que venda mucho. ¿Funciona lo que hace?
– Amigo, ¿usted le preguntaría a un cartel si funciona bien? ¿Cuál es la función de un cartel indicador? Es indicarnos una dirección, ¿no? ¡Pues esa es mi labor aquí! Muestro una dirección al mundo que va cada vez más rápido, que va camino a la perdición. Este libro es un Nuevo Testamento, la segunda parte de la Biblia. Las cuatro primeras partes de este Nuevo Testamento son los cuatro evangelios. Cada uno presenta la vida de Cristo. ¿Sabe cómo murió Cristo?
– ¡Sí, fue crucificado!
– Pues mi misión es presentarle a Cristo. Su cruz divide a la humanidad en dos grupos: los que creen que Jesús expió sus pecados en la cruz, y los que no creen y están perdidos porque no quieren aceptar el perdón de Dios. Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Tome este Nuevo Testamento y lea el relato de la crucifixión. Allí verá que el único justo murió por nosotros, los injustos.