La reacción monástica 15

La reacción monástica 15

Los monjes que se apartan de sus celdas, o buscan la compañía de las gentes, pierden la paz, como el pez pierde la vida fuera del agua.

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Las nuevas condiciones de la iglesia tras la paz de Constantino no fueron igualmente recibidas por todos los cristianos. Frente a quienes, como Eusebio de Cesarea, veían en tales circunstancias el cumplimiento de los designios de Dios, había otros que se dolían del triste estado a que parecía haber descendido la vida cristiana. La puerta estrecha de que Jesús había hablado se había vuelto tan ancha que las multitudes se apresuraban a pasar por ella —muchos en busca de posiciones y privilegios, sin tener una idea del significado del bautismo o de la fe cristiana—. Los obispos competían en pos de las posiciones de más prestigio. Los ricos y los poderosos parecían dominar la vida de la iglesia. La cizaña crecía junto al trigo y amenazaba ahogarlo.

Durante casi trescientos años, la iglesia había vivido bajo la amenaza constante de las persecuciones. Todo cristiano sabía que posiblemente algún día lo llevarían ante los tribunales, y tendría que afrontar la terrible alternativa entre la apostasía y la muerte. Durante los largos períodos de paz que existieron a veces en los siglos segundo y tercero, hubo quienes olvidaron esto, y cuando la persecución se reanudó no pudieron resistirla. Esto a su vez convenció a otros de que la seguridad y la vida muelle eran el principal peligro que los amenazaba, y que éste se hacía mucho más real durante los períodos de relativa calma.Ahora, cuando la paz de la iglesia parecía asegurada, muchas de estas personas veían en esa paz una nueva artimaña del Maligno.

¿Cómo, entonces, se puede ser cristiano en medio de tales circunstancias? Cuando la iglesia se une a los poderes del mundo, cuando el lujo y la ostentación se adueñan de los altares cristianos, cuando la sociedad toda parece decir que el camino angosto se ha vuelto amplia avenida, ¿cómo resistir a las enormes tentaciones del momento? ¿Cómo dar testimonio del Crucificado, del que no tenía siquiera donde posar la cabeza, cuando los jefes de la iglesia tienen lujosas mansiones, y cuando el testimonio sangriento del martirio no es ya posible? ¿Cómo vencer al Maligno, que a todas horas nos tienta con los nuevos honores que la sociedad nos ofrece?

La respuesta de muchos no se hizo esperar: huir de la sociedad humana; abandonarlo todo; subyugar el cuerpo y las pasiones que dan ocasión a la tentación. Y así, al mismo tiempo que la iglesia se llenaba de millares de gentes que pedían el bautismo, hubo un verdadero éxodo de otros millares que buscaban en la solitud la santidad.

Los orígenes del monaquismo

Aun antes de tiempos de Constantino, había habido cristianos que por diversas razones se habían sentido llamados a un estilo de vida diferente del usual. Ya en el primera sección de esta historia nos hemos referido a las “viudas y vírgenes”, es decir, a aquellas mujeres que decidían no casarse, y dedicar todo su tiempo y sus energías a la obra de la iglesia. Algún tiempo después Orígenes, dejándose llevar por el ideal platónico del hombre sabio, organizó su vida en forma muy semejante a la de los monjes posteriores. Otros muchos —entre ellos al parecer Pánfilo y el joven Eusebio de Cesarea— siguieron la misma “vida filosófica” de Orígenes. Además, aunque las doctrinas gnósticas habían sido rechazadas por la iglesia, su impacto continuó haciéndose sentir en la opinión de muchos, que pensaban que de un modo u otro el cuerpo se oponía a la vida plena del espíritu, Y que por tanto era necesario sujetarlo y hasta castigarlo.

Luego, el monaquismo tiene dos orígenes paralelos, uno proveniente de dentro de la iglesia, y otro de fuera. De dentro de la iglesia, el monaquismo se nutrió de las palabras del apóstol Pablo, y la experiencia de la iglesia misma, en el sentido de que quienes no se casaban podían servir más libremente al Señor. Naturalmente, este sentimiento se unía también con frecuencia a la creencia en el pronto retorno de Jesús. Si el fin estaba a punto de llegar, no había por qué casarse y llevar la vida sedentaria de quienes hacen planes para el futuro. En algunos casos, esta relación entre la expectación del fin y el celibato se basaba sobre otra consideración: puesto que los cristianos han de dar testimonio del Reino que esperan, y puesto que Jesús dijo que en el Reino “no se casan ni se dan en matrimonio”, quienes ahora deciden permanecer célibes son testimonio del Reino que ha de venir.

De fuera, la iglesia recibió ideas, ejemplos y doctrinas que también impulsaron el movimiento monástico. Buena parte de la filosofía clásica sostenía que el cuerpo era la prisión o el sepulcro del alma, y que ésta no podía ser verdaderamente libre sino en cuanto se sobrepusiera a las limitaciones de aquél. La tradición estoica, muy difundida en esta época, enseñaba que las pasiones son el gran enemigo de la verdadera sabiduría, y que el sabio se dedica al perfeccionamiento de su alma y de su dominio sobre las pasiones. Varias de las religiones de la cuenca del Mediterráneo tenían vírgenes sagradas, sacerdotes célibes, eunucos y otras personas que por su estilo de vida se consideraban apartadas para el servicio de los dioses. De todo esto los cristianos tomaron ejemplo, y pronto lo unieron a los impulsos procedentes de las Escrituras para darle forma al monaquismo cristiano.

Los primeros monjes del desierto

Aunque los orígenes del monaquismo cristiano se encuentran en diversas partes del Imperio Romano, no cabe duda de que el desierto —y particularmente el desierto de Egipto— fue tierra fértil para este movimiento, hasta tal punto que durante todo el siglo IV el desierto parece ser el lugar monástico por excelencia. La palabra misma, “monje”, viene del término griego monachós, que quiere decir “solitario”. Uno de los principales móviles de los primeros monjes fue vivir solos, apartados de la sociedad, su bullicio y sus tentaciones. El término “anacoreta”, por el que pronto se les conoció, quiere decir “retirado” o “fugitivo”. Para tales personas, el desierto representaba un atractivo único. No se trataba naturalmente de vivir en las arenas del desierto, sino de encontrar un lugar solitario —quizá un oasis, un valle entre montañas poco habitadas, o un antiguo cementerio— donde vivir alejado del resto del mundo.

No es posible decir a ciencia cierta quién fue el primer monje —o monja— del desierto. Los dos nombres que se disputan ese título, Pablo y Antonio, deben su fama sencillamente al hecho de que dos grandes autores cristianos —Jerónimo y Atanasio respectivamente— escribieron sus vidas, dando a entender cada uno que el protagonista de su obra era el fundador del monaquismo egipcio. Pero la verdad es que es imposible saber —y que nadie supo nunca— quién fue el primer monje del desierto. El monaquismo no fue invención de algún individuo, sino que fue más bien un éxodo en masa, un contagio inaudito, que parece haber afectado al mismo tiempo a millares de personas. Pero en todo caso conviene estudiar las vidas de Pablo y de Antonio, si no ya como fundadores del movimiento, al menos como sus exponentes típicos en los inicios.

La vida de Pablo escrita por Jerónimo es muy breve, y casi totalmente legendaria. Pero el núcleo de la historia es probablemente cierto. A mediados del siglo tercero, huyendo de la persecución, el joven Pablo se adentró en el desierto, hasta que dio con una antigua y abandonada guarida de falsificadores de moneda. Allí Pablo pasó el resto de sus días, dedicado a la oración y alimentándose casi exclusivamente de dátiles. Si hemos de creer a Jerónimo, durante varias décadas —casi un siglo— Pablo no recibió otra visita que las de las bestias y la del anciano Antonio. Aunque esto sea exageración, sí da testimonio de lo que sabemos por otras fuentes acerca de aquellos primeros monjes, que rehuían de toda compañía salvo, en raras ocasiones, la de otros monjes.

Según Atanasio, Antonio nació en una pequeña aldea en la ribera izquierda del Nilo, hijo de padres relativamente acomodados y dedicados a las labores agrícolas. Cuando éstos murieron, Antonio era todavía joven, y quedó en posesión de una herencia que pudo haberles permitido vivir holgadamente tanto a él como a su hermana menor, de la que se hizo cargo. Fue poco después, al escuchar la lectura del Evangelio en la iglesia, que Antonio decidió dedicarse a la vida monástica. El texto para ese día era la historia del joven rico, y las palabras de Jesús impresionaron profundamente a Antonio, que se consideraba también rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo” (Mateo 19:21). En respuesta a estas palabras, Antonio dispuso de sus propiedades y repartió sus bienes entre los pobres, conservando sólo una pequeña porción para su hermana. Pero después, al escuchar las palabras de Jesús en Mateo 6:34: “no os afanéis por el día de mañana”, Antonio se desprendió aun de esta pequeña reserva, colocó a su hermana al cuidado de las vírgenes de la iglesia, y se retiró al desierto.

Sus primeros años de retiro, los pasó Antonio aprendiendo la vida monástica de un anciano que habitaba en las cercanías —prueba ésta de que Antonio no fue de hecho el primer anacoreta. Fueron tiempos difíciles para el joven monje, pues a veces se sentía atraído por los placeres que había dejado atrás, y se arrepentía de haber vendido todos sus bienes y haberse retirado al desierto. Pero cuando tales ideas le acosaban, Antonio recrudecía su disciplina. A veces se pasaba varios días sin comer. Y cuando comía, lo hacía sólo una vez al día, después de la puesta del sol.

Tras pasar algún tiempo con su anciano maestro, Antonio decidió apartarse de él y de los demás monjes vecinos de quienes había aprendido la disciplina monástica. Se fue entonces a vivir en una de las tumbas de un viejo cementerio abandonado, donde se alimentaba del pan que alguien le traía cada varios días. Según cuenta Atanasio, en esta época los demonios comenzaron a aparecérsele a Antonio, quien tuvo que luchar con ellos de continuo —a veces en lucha física de la que salió molido.

Por fin, a los treinta y cinco años, Antonio tuvo una visión en la que Dios le decía que no temiera, pues su ayuda estaría siempre con él. Fue entonces que el anacoreta decidió que la tumba en que vivía no era suficientemente retirada, y se internó en el desierto, donde fijó su residencia en un fortín abandonado. Aun allí lo persiguieron los demonios, según nos cuenta Atanasio. Pero hasta los demonios tenían que rendirse ante la virtud del atleta de Dios, que iba llegando al medio siglo de edad.

Empero no eran sólo los demonios quienes perseguían al santo varón. También lo perseguían otros monjes, deseosos de aprender de él la sabiduría de la contemplación y la oración. Y también lo perseguían los curiosos y los enfermos, pues la fama de Antonio como santo y como hacedor de milagros se difundía. Una y otra vez el venerado anacoreta huyó a lugares más apartados; pero los que lo buscaban siempre se las arreglaban para encontrarlo. Finalmente, accedió a vivir cerca de un grupo de discípulos, siempre que éstos no frecuentaran demasiado su refugio. A cambio de ello, Antonio les visitaría periódicamente, y les hablaría de la disciplina monástica, el amor de Dios y las maravillas de la contemplación.

En dos ocasiones, empero, Antonio visitó la gran ciudad de  Alejandría. La primera fue cuando se desató la gran persecución, y Antonio y varios discípulos decidieron ir a la ciudad para allí ofrendar sus vidas como mártires. Pero el prefecto los vio tan harapientos que no los consideró dignos de su atención, y los monjes tuvieron que contentarse con alentar a los que habían de sufrir el martirio.

La otra visita a Alejandría tuvo lugar muchos años más tarde, cuando los arrianos decían que el santo ermitaño sostenía su doctrina frente a la de Atanasio, y Antonio decidió deshacer esos falsos rumores presentándose en persona ante los obispos reunidos en Alejandría. En aquella ocasión, el viejo ermitaño, que no sabía griego, sino sólo copto, y que probablemente no sabia leer, habló con tal convicción y espíritu que los arrianos no supieron cómo contestarle.

Por fin, hacia el fin de sus días, Antonio accedió a que dos monjes más jóvenes vivieran con él para atender a sus necesidades. Murió en el año 356, tras darles instrucciones a sus acompañantes en el sentido de que mantuvieran secreto el lugar de su sepultura y le hicieran llegar su manto al santo obispo Atanasio. Como vemos, tanto Pablo como Antonio se retiraron al desierto antes de la época de Constantino —y aun ellos no fueron los primeros ermitaños—. Pero con el advenimiento de Constantino al poder el género de vida que estos eremitas habían abrazado se hizo cada vez más popular. Algunos viajeros de la época nos cuentan, quizá con algo de exageración, que llegó el momento en que había más gentes en el desierto que en muchas ciudades. Otros ofrecen cifras tales como veinte mil monjas y diez mil monjes, en sólo una región de Egipto. Por muy exagerados que sean estos testimonios, no cabe duda de la veracidad del fenómeno que describen, pues al leer los documentos de la época vemos que los hombres y mujeres que se retiraron al desierto eran legión.

La vida de tales personas era en extremo sencilla. Aunque algunos cultivaban pequeños huertos, la mayoría de ellos se sustentaba tejiendo cestas y esteras que luego vendían a cambio de un poco de pan y aceite. Esta ocupación tenía la ventaja, además de la disponibilidad de los juncos y la paja, de que mientras se tejía un cesto era posible recitar un salmo, elevar una plegaria o memorizar una porción de las Escrituras. La dieta de la mayoría de los monjes consistía en pan y, a veces, frutas, legumbres y aceite. Sus posesiones no eran más que los vestidos más necesarios y una estera para dormir. La mayoría de ellos veía mal la posesión de libros, pues ello podría alimentar el orgullo. Unos a otros se enseñaban de memoria libros enteros de las Escrituras —particularmente los Salmos y el Nuevo Testamento—. Y además compartían entre sí las historias edificantes, o las joyas de sabiduría, de los anacoretas más venerados.

El espíritu del desierto no se acoplaba bien con la gran iglesia jerárquica cuyos obispos residían en las grandes ciudades y gozaban del favor del gobierno y de la sociedad. Muchos pensaban que lo peor que podría sucederle a un monje era ser ordenado sacerdote u obispo —y fue precisamente en esta época que los ministros cristianos comenzaron a llamarse “sacerdotes”. Aunque algunos de ellos fueron ordenados, esto sucedió casi siempre contra su voluntad, o tras repetidos ruegos por un obispo de reconocida santidad, como el gran Atanasio. Esto a su vez quería decir que muchos anacoretas pasaban años sin participar de la comunión, que desde el principio había sido el principal acto cúltico de los cristianos. En otros lugares se construyeron iglesias en las que los monjes se reunían los sábados y domingos, y el domingo, después de la comunión, participaban de una comida en común antes de separarse para la próxima semana.

Este género de vida pronto dio lugar a una nueva forma de orgullo. Con el correr de los años muchos monjes llegaron a pensar que, puesto que su vida mostraba un nivel de santidad más elevado que el de los obispos y demás dirigentes de la iglesia, eran ellos, y no esos dirigentes, quienes debían decidir en qué consistía la verdadera doctrina cristiana. Como muchos de estos monjes eran gentes ignorantes y fanáticas, se convirtieron entonces en peones de otros más poderosos y educados que utilizaron el celo de las huestes del desierto para sus propios fines. Como veremos en la próxima sección de esta historia, esto llegó hasta el punto en que muchedumbres de monjes invadieron los lugares en donde se celebraba algún concilio eclesiástico, y trataron de imponer sus doctrinas mediante la fuerza y la violencia.

Pacomio y el monaquismo comunal

El número creciente de personas que se retiraban al desierto, y el deseo de casi todas ellas de allegarse a un maestro experimentado, darían origen a un nuevo tipo de vida monástica. Ya hemos visto cómo Antonio tenía que huir constantemente de quienes venían a pedirle su ayuda y dirección. Cada vez más, los monjes solitarios cedieron el lugar a los que de un modo u otro vivían en comunidad. Estos, aunque recibían el nombre de “monjes” —es decir, de solitarios— consideraban que esa soledad se refería a su retiro del resto del mundo, y no necesariamente a vivir apartados de otros monjes. Este monaquismo recibe el nombre de “cenobita” —palabra derivada de dos términos griegos que significan “vida común”.

Al igual que en el caso del monaquismo anacoreta, tampoco en cuanto al cenobítico nos es posible decir a ciencia cierta quién fue su fundador. Lo más probable es que haya surgido casi simultáneamente en diversos lugares, nacido, no de la habilidad creadora de individuo alguno, sino sencillamente de la presión de las circunstancias. La vida absolutamente apartada del anacoreta no estaba al alcance de muchas personas que marchaban al desierto, y así nació el cenobitismo. Sin embargo, aunque no haya sido su fundador, no cabe duda de que Pacomio fue quien le dio forma al monaquismo cenobítico egipcio.

Pacomio nació hacia el año 286, en una pequeña aldea del sur de Egipto. Sus padres eran paganos, y él parece haber conocido poco acerca de la fe cristiana antes de ser arrebatado de su hogar por el servicio militar obligatorio. Se encontraba entristecido por su suerte, cuando un grupo de cristianos vino a consolarles a él y a sus compañeros de infortunio. El joven soldado se sintió tan conmovido ante este acto de caridad que hizo votos en el sentido de que, si de algún modo lograba librarse del servicio militar, se dedicaría él también al servicio de los demás. Cuando de modo inesperado se le permitió dejar el ejército, buscó quien lo instruyera en la fe cristiana y lo bautizara, y pocos años después decidió retirarse al desierto, donde solicitó y obtuvo la dirección del viejo anacoreta Palemón.

Siete años pasó Pacomio junto a Palemón, hasta que oyó una voz que le ordenaba establecer su residencia en otro lugar. Su anciano maestro le ayudó a edificar allí un sitio donde vivir, y luego lo dejó solo. Poco después Juan, el hermano mayor de Pacomio, se le unió, y juntos se dedicaron a la vida contemplativa.

Pero Pacomio no estaba satisfecho, y en sus oraciones constantemente rogaba a Dios que le mostrara el camino para servirle mejor. Por fin en una visión un ángel le dijo que Dios quería que sirviera a la humanidad. Pacomio no quiso escucharlo, insistiendo en que lo que él buscaba era precisamente servir a Dios, y no a la humanidad. Pero el ángel repitió su mensaje y Pacomio, recordando quizá los votos que había hecho en sus días de servicio militar, comprendió y aceptó lo que el ángel le decía.

Con la ayuda de Juan, Pacomio construyó un muro amplio, dejando lugar dentro para un buen número de personas, y después reunió a un grupo de hombres que querían participar de la vida monástica. De ellos Pacomio no pidió más que el deseo de ser monjes, y se dedicó a enseñarles mediante el ejemplo lo que esto significaba. Pero sus supuestos discípulos se burlaban de él y de su humildad, y a la postre Pacomio los echó a todos.

Comenzó entonces un segundo intento de vida monástica en comunidad. Contrariamente a lo que podría esperarse, Pacomio, en lugar de ser menos exigente, lo fue más. Desde un principio, quien quisiera unirse a su comunidad debería renunciar a todos sus bienes, y prometer obediencia absoluta a sus superiores.

Además, todos participarían del trabajo manual, y nadie se consideraría a sí mismo por encima de labor alguna. La norma fundamental fue entonces el servicio mutuo, de tal modo que aun los superiores, a pesar de la obediencia absoluta que debían recibir, estaban obligados a servir a los demás.

El monasterio que fundó sobre estas bases creció rápidamente, y en vida de Pacomio llegó a haber nueve monasterios, cada uno con centenares de monjes. Además, la hermana de Pacomio, María, fundó varias comunidades de monjas.

Cada uno de estos monasterios estaba rodeado por muros con una sola entrada. Dentro de este recinto había varios edificios. Algunos de ellos, tales como la iglesia, el almacén, el comedor y la sala de reuniones, eran de uso común para todo el monasterio. Los demás eran casas en las que los monjes vivían agrupados según sus responsabilidades. Así, por ejemplo, había una casa de los porteros, cuyas responsabilidades consistían en ocuparse del alojamiento de quienes pidieran hospitalidad, y en recibir a los nuevos candidatos que solicitaran ser admitidos a la comunidad. Otras casas alojaban a los tejedores, los panaderos, los costureros, los zapateros, etc. En cada una de ellas había una sala común y varias celdas, en las que vivían los monjes de dos en dos.

La vida de cada monje pacomiano se dedicaba por igual al trabajo y la devoción, y hasta el propio Pacomio daba ejemplo ocupándose de las labores más humildes. En cuanto a la devoción, el ideal era que todos siguieran el consejo paulino: “Orad sin cesar”. Por esta razón, mientras los panaderos horneaban, o mientras los zapateros preparaban el calzado, todos se dedicaban a cantar salmos, a recitar de memoria las Escrituras, a orar en voz alta o en silencio, o a meditar sobre algún pasaje bíblico. Además, dos veces al día se celebraban oraciones en común. Por la mañana todos los monjes del monasterio se reunían para orar, cantar salmos y escuchar la lectura de las Escrituras. Y por la noche hacían lo mismo, aunque reunidos en grupos más pequeños, en las salas de las diversas casas.

La vida económica de las comunidades pacomianas era variada. Aunque todos vivían en pobreza, Pacomio no insistía en la austeridad exagerada de algunos anacoretas. En sus mesas se servía pan, fruta, pescado y verduras —pero nunca carne—. Y el producto de las labores de los monjes se vendía en los mercados cercanos, no sólo para comprar comida y algunos artículos necesarios, sino también y sobre todo para tener qué darles a los pobres y a los transeúntes. En cada monasterio todo esto estaba al cuidado de un ecónomo y de su ayudante, quienes periódicamente tenían que rendir cuentas al ecónomo del monasterio principal, donde Pacomio residía.

Puesto que todo monje tenía que obedecer a sus superiores, el orden de la jerarquía estaba claramente definido. Por encima de cada casa había un superior, que a su vez debía obedecer al superior del monasterio y a su “segundo”. Y por encima de todos los superiores estaban Pacomio y sus sucesores, a quienes se daba el título de “abad” o “archimandrita”. Cuando Pacomio estaba próximo a morir, sus monjes le aseguraron que obedecerían a quien él nombrara como su sucesor, y así se estableció la costumbre de que cada abad nombrara a quien habría de sucederle en el mando supremo. Pero en todo caso la autoridad del abad era total, pues podía nombrar, transferir o deponer a los superiores de todos los otros monasterios.

Dos veces al año todos los monjes pacomianos se reunían para orar y adorar juntos, y para atender a las cuestiones prácticas del buen gobierno de sus monasterios. Además, el abad —o alguien enviado por él— visitaba cada comunidad frecuentemente.

Pacomio y sus compañeros nunca aceptaron cargos eclesiásticos, y por tanto no había entre ellos sacerdotes ordenados. A fin de participar de la comunión, los monjes asistían los sábados a las iglesias que había en las aldeas cercanas, y los domingos algún sacerdote visitaba cada monasterio y ofrecía la comunión en él.

En las comunidades femeninas se seguía una disciplina semejante a la de los varones. Y el abad —Pacomio o su sucesor— gobernaba tanto sobre las mujeres como sobre los hombres.

Cuando alguna persona deseaba unirse a una de las comunidades pacomianas, todo lo que tenía que hacer era presentarse a la puerta. Pero ésta no le era abierta con facilidad, pues primero el candidato tenía que mostrar la constancia de su propósito permaneciendo varios días a la intemperie rogando que se le abriera. Cuando por fin le dejaban entrar, los porteros se hacían cargo de él. Por un tiempo vivía con ellos, hasta que se le consideraba listo para unirse a los demás monjes en la oración. entonces le llevaban a la asamblea del monasterio, donde los nuevos monjes tenían un lugar especial hasta tanto se les incorporara a una de las casas y se les asignara un lugar en la vida común.

Pero lo más sorprendente de todo este proceso de iniciación es el hecho de que buen número de los postulantes que se presentaban a las puertas de los monasterios tenían que recibir instrucción catequética y ser bautizados, pues no eran cristianos. Esto nos da una idea de la atracción inmensa que tales centros ejercieron sobre los espíritus del siglo IV, pues hasta los paganos veían en ellos un estilo de vida digno de seguirse.

La diseminación del ideal monástico

Aunque, como hemos dicho, las raíces del movimiento monástico no se encuentran exclusivamente en Egipto, fue esa región la que le dio mayor impulso al monaquismo en el siglo IV. De todas partes del mundo iban a Egipto personas devotas, algunas para permanecer allí, y otras para regresar a sus propias tierras llevando consigo los ideales y las prácticas que habían aprendido en el desierto. De Siria, del Asia Menor, y hasta de Mesopotamia, vinieron a orillas del Nilo gentes que pronto esparcieron las historias y las leyendas de Pablo, Antonio, Pacomio y otros. Por todas partes en el Oriente, donde era posible hallar un lugar solitario, algún monje fijó su residencia. Algunos exageraron lo que habían aprendido de los monjes egipcios realizando proezas ostentosas, tales como pasar toda la vida subidos en una columna. Pero muchos otros le inyectaron al resto de la iglesia un sentido de disciplina y de dedicación absoluta que resultaba harto necesario en los días al parecer fáciles por los que pasaba el cristianismo.

Sin embargo, quienes más contribuyeron a difundir el ideal monástico no fueron los anacoretas que tomaron su inspiración del Egipto y se dedicaron a emular el renunciamiento de sus maestros huyendo a algún lugar apartado, sino toda una serie de obispos y de eruditos que vieron el valor del testimonio monástico para la vida diaria de la iglesia. Luego, aunque en sus orígenes el monaquismo egipcio había existido aparte y aun frente a la jerarquía eclesiástica, a la postre su mayor importancia estuvo en el impacto que hizo a través de algunos de los miembros de esa jerarquía.

Varias de estas personas se cuentan entre los “gigantes” a los que más adelante dedicaremos otras porciones de esta Segunda Sección, y por tanto no haremos aquí más que señalar sus nombres y algo de su importancia en la difusión del ideal monástico. Atanasio, además de escribir la Vida de Antonio, visitó a los monjes del desierto repetidamente, y cuando las autoridades lo perseguían se refugió entre ellos. Aunque él mismo no era monje, sino obispo, trató de organizar su vida de tal modo que en ella se reflejara el ideal monástico de la disciplina y el renunciamiento. Y en su exilio en el Occidente dio a conocer a sus hermanos de habla latina lo que estaba sucediendo en los más remotos rincones del Egipto.

Jerónimo, además de escribir la Vida de Pablo el ermitaño, tradujo la Regla de Pacomio al latín, y él mismo se hizo monje, según veremos más adelante. Puesto que Jerónimo fue uno de los cristianos más admirados de su época, sus obras y su ejemplo hicieron fuerte impacto en la iglesia occidental. Basilio de Cesarea —conocido como Basilio el Grande— en medio de todos los debates teológicos de la época halló tiempo para organizar monasterios que se dedicaban, no sólo a la devoción, sino también a obras de caridad tales como el cuidado de los enfermos, transeúntes, huérfanos, etc. En respuesta a las preguntas que le hacían sus monjes escribió varios tratados que, aunque no tenían el propósito de servir de reglas, más tarde fueron citados y utilizados como tales. Agustín, el gran obispo de Hipona, se convirtió en parte a través de la Vida de Antonio de Atanasio, e intentó vivir como monje hasta que se le obligó a tomar parte más activa en la vida de la iglesia. Pero aún entonces organizó a sus colaboradores en una comunidad de estilo monástico, y dio así ejemplo e inspiración a lo que más tarde se llamó “los canónigos de San Agustín”.

Pero el caso más claro del modo en que un monje, obispo y santo contribuyó a la popularidad del ideal monástico lo tenemos en Martín de Tours. La Vida de San Martín, escrita por Sulpicio Severo, fue uno de los libros más populares en toda Europa durante varios siglos, y contribuyó a forjar el monaquismo occidental que ha sido tan importante para la historia de la iglesia.

Martín nació alrededor del año 335 en la región de Panonia, en lo que hoy es Hungría. Su padre era un soldado pagano, y por tanto durante su infancia Martín vivió en diversas partes del Imperio, aunque la ciudad de Pavía, al norte de Italia, parece haber sido el lugar de su residencia más frecuente. Tenía diez años cuando decidió hacerse cristiano, en contra de la voluntad de sus padres, e hizo añadir su nombre a la lista de los catecúmenos —es decir, de los que se preparaban para recibir el bautismo—. Su padre, a fin de separarlo de sus contactos cristianos, le hizo inscribir en el ejército. Eran los días en que Juliano —después conocido como “el Apóstata”— dirigía sus primeras campañas militares. A su servicio estuvo Martín por varios años, y es durante este período que se cuenta tuvo lugar el episodio más famoso de su vida.

Martín y sus compañeros iban entrando a la ciudad de Amiens cuando les pidió limosna un mendigo casi desnudo que tiritaba de frío en medio de la nieve. Martín no tenía dinero que darle, pero tomó su capa, la rasgó en dos, y le dio la mitad. Esa noche Martín vio en sueños a Jesucristo envuelto en su media capa, y diciéndole: “Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeñitos, a mí lo hicisteis”.

Ese episodio se hizo tan famoso que a partir de entonces por lo general se representa a Martín compartiendo su capa con el mendigo. Además, de ese episodio se deriva nuestro término “capilla”, pues algún tiempo después se conservaba en un pequeño templo lo que se decía era la media capa —la “capilla” de Martín— y de aquel templecillo derivan su nombre nuestras “capillas” y nuestros “capellanes” de hoy.

Poco después del incidente de Amiens, Martín recibió el bautismo, y dos años después pudo por fin abandonar el servicio militar. Entonces visitó al famoso obispo de Poitiers, Hilario, con quien estableció una amistad duradera. Después diversas tareas y vicisitudes lo llevaron a distintas partes del Imperio, hasta que por fin se estableció en las afueras de Tours, cerca de Poitiers. Allí se dedicó a la vida monástica, al tiempo que su fama crecía enormemente. Se contaba que a través de él Dios obraba grandes maravillas, y que a pesar de todo ello su humildad y su dulzura nunca lo abandonaron.

Cuando quedó vacante el obispado de Tours, el pueblo quería elegir a Martín para ocuparlo. Pero algunos de los obispos presentes en el proceso de elección se oponían, diciendo que Martín era un individuo sucio, harapiento y de cabellera desordenada, que le restaría prestigio al oficio de obispo. En medio de la discusión, llegó la hora de leer las Escrituras, y el lector no aparecía por ninguna parte. Entonces uno de los presentes tomó el libro, y abriéndolo al azar, empezó a leer: “De la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, para hacer callar al enemigo y al vengativo” (Salmo 8:2). La multitud presente tomó esta lectura como una palabra de lo Alto. Martín, el sucio y desgreñado a quien los obispos despreciaban, era el que Dios había escogido para callar a quienes se oponían a sus designios —es decir, a los obispos—. Sin más espera, Martín fue hecho obispo de la ciudad de Tours.

Empero el nuevo obispo no estaba dispuesto a abandonar su retiro monástico. Junto a la catedral se hizo construir una celda donde pasaba todo el tiempo que sus labores pastorales le dejaban libre. Cuando su fama fue tal que las gentes lo importunaban demasiado, se retiró a un monasterio que fundó en las afueras de la ciudad, y desde el cual visitaba a sus feligreses.

Cuando Martín murió eran muchos los que lo tenían por santo, y su fama y su ejemplo llevaron a muchos a pensar que un verdadero obispo debía ser como Martín. Así el movimiento monástico, que en sus orígenes tuvo mucho de protesta contra la mundanalidad y el boato de muchos obispos, a la larga dejó su sello sobre el ideal mismo del episcopado. Durante siglos —y en algunos casos hasta nuestros días— se pensaría que un verdadero pastor debe aproximarse tanto como sea posible al ideal monástico. Pero nótese también que en este proceso ese mismo ideal cambió de tono, pues mientras los primeros monjes huyeron al desierto en pos de su propia salvación, con el correr de los años —y especialmente en el Occidente— el monaquismo sería, más que un medio por el que se buscaba la propia salvación, un instrumento para la obra misionera y caritativa de la iglesia.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 151–162). Miami, FL: Editorial Unilit.


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