¿Por qué debemos crucificar el orgullo?

¿Por qué debemos crucificar el orgullo?
Por Emely Green

No hace mucho tiempo atrás, tuve una conversación muy interesante con una bella cristiana de Nigeria quien recientemente se había mudado a Escocia. Estuvimos un tiempo compartiendo experiencias y contrastando las diferencias entre la Iglesia del Reino Unido y la de África. Ella describió cómo los africanos oraban con mayor “urgencia y dependencia’’. Ella dijo, que aunque haya muchos falsos maestros y enseñanzas erróneas, mucha gente tiene una cierta creencia y respeto hacia Dios. Desde que vino a Escocia, se ha escandalizado por la falta de consideración de Dios en nuestro país y cuántos de sus compañeros de trabajo siguen viviendo sus vidas sin ni siquiera pensar en Dios en su día a día.

A medida que fuimos compartiendo por qué la condición espiritual es tan distinta en el mundo occidental en comparación con los países denominados del “tercer mundo”, llegamos a la conclusión de que, generalmente, las personas en la cultura occidental realmente piensan que no “necesitan’’ a Dios. Ella dijo que muchos corren hacia Dios debido a la “desesperación y necesidad, mientras que en nuestro país privilegiado la necesidad’’ parece ser mucho menor. Por lo general, las personas continúan haciendo sus vidas como les parezca: “muchas gracias, pero no”.

A dónde el orgullo nos guía
A medida que fui palpando esta idea, me di cuenta que esta no es una cuestión que solo involucre a los incrédulos. Fui desafiado a ver cuántas veces yo vivo con esta actitud. Cuando olvido el evangelio, olvido mi desesperación. En lo externo, cuando la vida va bien, puedo continuar los demás días, en mi propia fuerza, olvidándome de mi necesidad del Señor.

El orgullo no sólo puede guiar a una falta de dependencia, peor aún, puede llevarnos no solamente a no reconocer que sin Dios no soy nada, sino a creer la mentira de que lo que tengo, yo lo he construido. Mis amistades, mi ministerio, mi hogar, mis talentos (mi familia, mi carrera, y la lista continúa). Sin que me dé cuenta, el orgullo ya tomó un nuevo nivel en mí, y de repente, mi jactancia se ve reflejada en mis conversaciones, motivos de oración o posteos en las redes sociales. Estoy seguro que todos saben a qué me refiero. Más allá de que nos sintamos bien o mal con nosotros mismos, la mayoría pasa demasiado tiempo pensando en sí mismo. No importa cuánto tratemos de suprimir nuestro orgullo, a menudo vuelve a aparecer para asomar su fea cabeza.

El lugar del orgullo

John Piper me pegó duro con esta frase:

“Toda auto-exaltación es una re-crucifixión de Cristo porque Él murió para matar el orgullo”.

Jesús murió para matar el orgullo. Piensa en esto.

¿Torgullo ha sido crucificado en la cruz? El mío ciertamente no siempre. Es más, diría que mientras más tiempo llevamos siendo cristianos, pareciera que más orgullo suele crecer en nosotros. A medida que maduramos en nuestra fe, la gente empieza a buscarnos para consejo, sabiduría y oración. Aprendemos más sobre la Biblia y cuando menos lo pensamos, nos sentimos orgullosos de poder responder esas preguntas difíciles en los estudios bíblicos y oramos mostrando una teología sólida y fuerte, en pos de un gran “¡amén!”. Nos piden que compartamos nuestros testimonios, hablar en conferencias y escribir artículos —y en todo ese tiempo nuestro ego pudo haber ido creciendo poco a poco. ¿Quién no quiere ser querido y apreciado por otros? ¿Quién no quiere sentirse necesitado y tener algunas perlas de sabiduría para ofrecer a otros? El orgullo no se encuentra únicamente en los inconversos que desprecian a Dios. No, lo peor de todo, es que el orgullo puede estar presente en nosotros, los seguidores de Jesús.

Sin embargo, Piper dice que Jesús murió para matar el orgullo. Por lo tanto, el lugar correcto del orgullo en la vida del cristiano es la tumba. ¿Cómo podemos, entonces, tener libertad del orgullo en nuestras vidas? ¿Podemos tener victoria? ¿Hay esperanza?

¡Pues, aunque no tenga todas las respuestas, sí sé que hay esperanza! Si estamos en Cristo, el Espíritu Santo es nuestra Esperanza y Ayudador. Él es el que puede humillar nuestros corazones orgullosos. Si quieres crecer en humildad hoy, empieza en estos dos lugares:

Conoce tu pecado
En los primeros tres capítulos de la Biblia nos encontramos con que la humanidad tiene un serio problema del pecado. Uno que no es liviano para el Dios del universo, este mismo pecado expulsó a Adán y Eva fuera del jardín y los separó de la presencia de Dios. Los próximos 1,186 capítulos de la Biblia son una gran historia de nuestras huidas pecaminosas y el amor redentor de Dios.

Es fácil cuando hablamos o pensamos en el pecado, atribuírselo a los “inmorales” que nos rodean. “Esas personas que están en oscuridad, necesitan ayuda”. Sin embargo, curiosa y generalmente, a lo largo de los Evangelios, es la moralidad lo que aleja a las personas de Jesús; y no la inmoralidad. El orgullo es el asesino. Señalamos con el dedo, juzgamos a los demás, nos ponemos en pedestales, sin reconocer que, momento tras momento, nuestro orgullo y la llamada “moralidad”, nos está alejando de nuestro Salvador.

Cristiano, ¿Reconoces tu vil, pecaminosa y orgullosa condición delante del Dios Santo hoy? ¿Puedes específicamente identificar y responsabilizarte de tu pecado, de forma concreta y vulnerable?

Robert Murray McCheyne insta a que: ‘’Aprendas tanto como puedas de tu propio corazón, y cuando hayas conocido lo suficiente, lo que has visto es solo un par de metros que conduce a un pozo insondable’’.

El primer paso hacia la humildad es la desesperación. Necesitamos conocer nuestro pecado. No para que caigamos en autocompasión, sino para que corramos al médico. En nuestra ceguera, pediremos tener visión. En nuestra arrogancia, clamaremos por limpieza. En nuestra muerte, suplicaremos por vida.

Conoce a tu Salvador
En el intento de “crucificar el orgullo” existe el peligro de quedar atrapados en un complejo de culpa interna y autocompasiva que nos deja en un pozo de desesperación. Si bien debemos desesperarnos de nuestra condición ante Dios, también debemos avanzar desde allí. Si no superamos la desesperación, practicamos el “orgullo invertido”: soy tan pecador, nunca lo hago bien, soy desagradable. Fíjate aquí, el enfoque todavía está en uno mismo, por lo tanto, el orgullo todavía está en juego. Imagínate ir al médico y hablar durante tanto tiempo sobre la gravedad de tus síntomas que no deja lugar para que el médico diagnostique el problema y prescriba una cura. Incluso cuando trata de intervenir, no lo escuchas, y sigues hablando sobre tu problema. Esto sería una cita sin sentido y totalmente frustrante para el médico que quiere ayudar.

En nuestro intento de crucificar el orgullo, ¿con qué frecuencia pensamos que la humildad equivale a pensar que somos unos perdedores y centrarnos en sentirnos mal con nosotros mismos? C. S. Lewis lo expresa de manera simple: “La humildad no es pensar menos sobre ti mismo, es pensar menos en ti mismo”.

Mychene dice: “Por una mirada a ti mismo, da diez miradas a Cristo”.

Deja de sentir lástima por ti mismo y de perderte en tu propia desesperación interior. Reconoce tu pecado, desperate, luego mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo, mira a Cristo y de nuevo, ¡mira a Cristo!

“Él te redimió. Él no te dejará. Él te ha salvado. Él te mantendrá. Él te guiará. Camina a tu lado. Él te llevará sano y salvo a casa” (Mira de nuevo, 20schemes Music).

Mientras escribo este blog, he estado reflexionando sobre el ejemplo de la humillación del rey Nabucodonosor en Daniel 4. Nabucodonosor habla por experiencia y nos advierte a cada uno de nosotros: “Él [Dios] puede humillar a los que caminan con soberbia [Orgullo]” (Daniel 4:37b).

Amigos, la realidad es que si no nos humillamos ante el Señor, Él ciertamente nos humillará. Y no será agradable. Es mucho mejor humillarnos a nosotros mismos que experimentar la humillación del Señor.

¿Cómo crucificamos el orgullo, cómo nos humillamos ante Dios? En primer lugar, conocer nuestro pecado y desesperarnos por nuestro orgullo. Luego “levantamos los ojos al cielo” (Daniel 4:34) y nos volvemos a nuestra única esperanza y ayuda, nuestro Salvador Jesucristo, pidiéndole que haga lo que no podemos hacer solos…

‘’Destruye en mí todo pensamiento altivo, rompe el orgullo en pedazos y dispersarlo a los vientos, aniquila cada pizca que se aferra a mi propia justicia… Abre en mí un manantial de lágrimas penitenciales, rómpeme, entonces me vendarás. Es lo que cree la humildad’’ (El Valle de la Visión).

Este artículo se publicó originalmente en 20schemes.

El éxito vocacional

El éxito vocacional
Por Eric B. Watkins

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Ya sea en el ámbito de la paternidad, de las relaciones o de nuestra vocación, todos aspiramos al éxito. El éxito vocacional se encuentra en el corazón del sueño americano, que enseña que, si uno trabaja lo suficientemente duro y durante el tiempo suficiente, lo más probable es que tenga éxito. Pero ¿cómo medimos el éxito desde un punto de vista cristiano? ¿Es por la cantidad de dinero que ganamos? ¿Por las tantas cosas que poseemos? ¿Es por el número de personas que nos consideran exitosos?

En Mateo 25:14-30, Jesús cuenta la parábola de tres siervos, de los cuales los dos primeros fueron declarados fieles pero el último fue declarado infiel. Los dos primeros fueron fieles porque, cuando su amo partió para un largo viaje, los siervos tomaron lo que el amo les había confiado y lo invirtieron cuidadosamente. A la vuelta del amo, esto había producido un gran beneficio. El amo se alegró y les confió aún más. Pero el tercer siervo no amaba ni respetaba a su amo. En un acto de autopreservación y desinterés, escondió el dinero de su amo en la tierra y, a la vuelta de este, le devolvió el dinero sin haberlo invertido. El discurso que el siervo dirige a su amo revela que en verdad no amaba ni respetaba a su amo, por lo que ese siervo desperdició su tiempo y la confianza de su amo. El amo procedió a reprender y a expulsar al siervo infiel.

Esta parábola plantea una pregunta aleccionadora: ¿Cuánto amamos y respetamos a nuestro Amo celestial? Según la parábola, la respuesta se encuentra en la forma en que servimos a nuestro Amo con los talentos y tesoros que Él nos ha confiado. El éxito de los dos primeros siervos no radicaba en que su trabajo diera un resultado provechoso, sino simplemente en que habían sido fieles con lo que el amo les había dado. Jesús no los elogia por tener el «toque de Midas» en la inversión, sino simplemente por ser fieles. La bendición que les da es la que todos deberíamos desear oír en el día de Su regreso: «Bien, siervo bueno y fiel». ¿Qué puede ser más dulce que escuchar a Jesús decirnos eso?

El éxito vocacional debe verse desde esta perspectiva. Dios nos creó tanto para trabajar como para descansar. El trabajo es natural. Es un don de Dios y está en el corazón de lo que significa ser creado a Su imagen. Dios mismo trabajó y luego descansó. El hombre, como hijo fiel creado a imagen de Dios, debe trabajar y descansar, y todo para la gloria de Dios (1 Co 10:31). La razón por la que el éxito es a veces una meta ilusoria es que la caída de la humanidad en el pecado afectó no solo a nuestras almas, sino también a nuestros cuerpos y mentes. Ya no amamos las cosas para las que fuimos creados para amar en la inocencia y pureza que Adán conoció antes de la caída. Al igual que nuestra relación con Dios se vio afectada por el pecado, también lo hizo nuestra relación con el orden creado. La caída provocó una relación problemática, en la que ahora crecen espinas y cardos entre las flores de la creación de Dios. El sudor que resbala por nuestra frente se mezcla a menudo con la ansiedad, ya que nuestro trabajo está salpicado de numerosas frustraciones y decepciones. A veces, la molestia de nuestros trabajos parece tan grande que es difícil no levantar las manos junto al predicador de Eclesiastés y declarar que «todo es vanidad y correr tras el viento» (Ec 2:17).

Es aquí donde tenemos que recordar que no debemos mirar las cosas —incluso el éxito— como las mira el mundo. Aunque es cierto que los efectos de la caída permean todo lo que hacemos, la obra de Cristo nos redime y transforma nuestra perspectiva de todas las cosas, incluidas nuestras labores. Dado que Cristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte, nos ha convertido en nuevas criaturas cuya identidad se encuentra en Él, al igual que nuestro éxito. La Confesión de Westminster nos dice que, en la medida en que nuestras buenas obras se realicen con fe y obediencia hacia Dios, le son agradables y le dan gloria y honor. Pero lo que hace que nuestras buenas obras sean, en última instancia, aceptables para Dios, es que son aceptadas «en Él» (CFW 16.6). Dios se complace en considerar nuestras buenas obras, incluido el trabajo que realizamos en nuestras vocaciones, como hechas en Cristo, y al hacerlo, se complace en nosotros. Esto no significa que nuestro trabajo vaya a ser perfecto en esta vida, pero sí que a los ojos de Dios es agradable y aceptable. Así, el éxito genuino para nosotros puede encontrarse cuando nos damos cuenta de que solo por estar en Cristo cualquier cosa que hagamos es agradable a Dios. Por lo tanto, porque estamos en Cristo, nuestro trabajo «bajo el sol» es redimido y agradable a los ojos de Dios.

Sobre esta base de que hemos sido redimidos en Cristo mediante el evangelio, nos damos cuenta de la belleza y la importancia de esforzarnos por obrar de maneras en que agrademos a Dios. Él no simplemente nos ha redimido de algo; también nos ha redimido para algo. Según Efesios 2:10, hemos sido «creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas». Esto ciertamente incluye nuestras vocaciones. Dios nos ha recreado a la imagen de Cristo y nos ha dotado de la capacidad para trabajar de una manera que le agrade.

El famoso corredor presbiteriano escocés Eric Liddell, que guardaba el sábado, es recordado por decir: «Dios me hizo rápido. Y cuando corro, siento Su placer». Aunque la mayoría de nosotros no vamos a correr nunca en las olimpiadas, lo que dijo Liddell lo puede decir cada miembro del pueblo de Dios. Dios nos ha creado en Cristo Jesús para buenas obras —incluidas nuestras vocaciones— y cuando realizamos esas obras lo mejor que podemos, deberíamos sentir el placer de Dios. Para ampliar la analogía, lo que más importa no es que ganemos la carrera (que consigamos el ascenso, que ganemos más dinero o que tengamos la oficina más grande), sino que nos esforcemos con lo mejor de nuestras capacidades dadas por Dios para agradarle en todo lo que hacemos. Lo que más nos agrada debe ser lo que más agrada a Dios. El verdadero éxito no se puede cuantificar fácilmente. No es el éxito tal y como lo mide el mundo. Más bien, es esforzarse por hacer incluso las pequeñas cosas que hacemos cuando nadie nos mira de una manera que honre a Dios y demuestre que tenemos una relación adecuada con la creación y, lo que es más importante, con el Dios de la creación.

La Biblia nos recuerda repetidamente que solo Dios puede hacer prosperar nuestro trabajo. No es simplemente por la fuerza de nuestras manos o por nuestra fuerza de voluntad que llega el éxito. Ya sea que nuestras vocaciones estén dentro o fuera de la iglesia, es solo Dios quien da el crecimiento. En Su providencia, perfectamente sabia, a veces trabajamos con diligencia para Su honor y, sin embargo, no vemos el fruto de nuestra labor como habríamos deseado. Y hay otras veces en las que no trabajamos tan bien o tan fielmente como deberíamos y, sin embargo, Dios hace que nuestro trabajo prospere a pesar de nosotros. Es por eso que no podemos medir el éxito simplemente cuantificando los resultados visibles. Tenemos que esforzarnos por ver las cosas como las ve Dios y por medirlas como Dios las mide, no con la sabiduría mundana, sino con la sabiduría del Espíritu.

En este sentido, todo trabajo nuestro, sea cual sea, es un aspecto de la obra del Reino. Todo trabajo nuestro puede traer honor y gloria a Dios, y ser un aspecto de nuestro testimonio cristiano ante un mundo que nos observa. Por eso los cristianos deben trabajar mucho y descansar bien. Ambas cosas son importantes. Aunque Dios nos creó para trabajar, no nos creó exclusivamente para trabajar. Adán debía tener una semana de trabajo razonablemente constante, con seis días de trabajo y uno de descanso. Parece que en nuestra cultura nos hemos desviado hacia los extremos: o bien caemos en prácticas perezosas y no somos diligentes en nuestro trabajo, o bien nos convertimos en adictos al trabajo que parecen nunca detenerse ni descansar de la manera en que Dios lo diseñó. Ninguno de estos enfoques es bíblico ni saludable. Abstenerse de trabajar diligente y fielmente es negar tanto la belleza de la creación como la belleza mayor de la redención en Cristo. En Su perfecta sabiduría, Dios dotó nuestra semana de trabajo de un descanso sabático. Todo en nosotros necesita descanso. Nuestros cuerpos, sí, pero también nuestras almas.

Como parte de nuestro esfuerzo por glorificar y disfrutar de Dios en todo lo que hacemos, necesitamos descansar de nuestras labores en este mundo de forma regular y centrarnos en el bendito descanso del cielo mismo. Descansar y adorar en el día del Señor nos proporciona un agradable y rejuvenecedor anticipo del cielo. Trabajar sin descansar es actuar como si fuéramos esclavos condenados sin esperanza de redención de la maldición del pecado que ha cargado nuestras labores; y sin embargo, abstenernos de trabajar fielmente es una negación funcional de que hemos sido creados y recreados a imagen de Dios. Por tanto, nuestras vocaciones no son simplemente un medio para mantenernos a nosotros mismos y a nuestras familias; son oportunidades para utilizar nuestros «talentos» con la mayor fidelidad y diligencia que podamos, todo ello para la gloria de Dios.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Eric B. Watkins
El Dr. Eric B. Watkins es el pastor principal de Covenant Presbyterian Church (OPC) en St. Augustine, Florida, y autor de The Drama of Preaching [El drama de la predicación].

¿Qué significa ser cristiano?

Martes 27 Septiembre
Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos.
1 Juan 3:14
Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.
Juan 17:3
¿Qué significa ser cristiano?
Ser cristiano no significa poner en práctica una religión, unos valores morales o un estilo de vida. Ser cristiano es tener una relación viva y personal con Dios.

Esta relación se hizo posible gracias a la muerte y a la resurrección de Jesús; se establece si creo en él. Pero si esta relación no es el centro de mi vida, no podré crecer espiritualmente, incluso con una práctica religiosa irreprochable.

Amar a nuestro prójimo es el resultado de nuestra relación con Dios. Para comprenderlo basta pensar en los dos grandes mandamientos citados por Jesús: amar a Dios y amar al prójimo; los dos son inseparables. Un cristiano no puede ser indiferente a las necesidades de los otros. Para el apóstol Juan esto es inconcebible: “El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Juan 3:17).

Tener una verdadera relación con Dios y amar a nuestro prójimo no se impone por obligaciones exteriores. Es la expresión de la vida divina recibida por la fe en el Señor Jesús. Es la vida misma de Jesús. Él fue manso y humilde, estuvo atento a las necesidades de los demás. Confió en Dios y le obedeció en todos los detalles de su vida, hasta la cruz. Jesús, el Hijo de Dios, resucitó. Es el Salvador de todos los que creen en él. Solo ellos pueden imitar el modelo perfecto de la vida cristiana que Cristo manifestó.

Lamentaciones 3 – Filipenses 2 – Salmo 107:23-32 – Proverbios 24:7

© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
ediciones-biblicas.ch – labuena@semilla.ch

¿POR QUIÉN MURIÓ CRISTO?

John Frame

Muchos teólogos han prestado especial atención a esta pregunta: ¿por quién murió Cristo? Hay básicamente dos puntos de vista sobre el tema. Un punto de vista, llamado expiación ilimitada, afirma que Cristo murió por cada ser humano. El otro punto de vista, llamado expiación limitadaexpiación definitiva redención particular, afirma que Cristo murió solo por los elegidos, es decir, solo por aquellos que en el plan de Dios serán finalmente salvos. 

El punto de vista de la expiación ilimitada parece bastante obvio si consideramos varias Escrituras que dicen que Cristo murió por “el mundo” (Jn 1:293:166:512Co 5:191Jn 2:2), “por todos” (1Co 15:222Co 5:151Ti 2:6Heb 2:9) o aun, aparentemente, por las personas que finalmente lo rechazarán, como se encuentra en 2 Pedro 2:1, donde Pedro habla de algunos que están “negando incluso al Señor que los compró, trayendo sobre sí una destrucción repentina”. Esto suena muy parecido a decir que Jesús murió en la cruz para comprar —para redimir— a algunas personas que a pesar de todo se perderán al final. 

En Hebreos 10:29 leemos: “¿Cuánto mayor castigo piensan ustedes que merecerá el que ha pisoteado bajo sus pies al Hijo de Dios, y ha tenido por inmunda la sangre del pacto por la cual fue santificado, y ha ultrajado al Espíritu de gracia?”. De nuevo, suena como si algunas personas fueran hechas santas por la sangre de Cristo y que, sin embargo, despreciaran y profanaran esa sangre, recibiendo así castigo eterno. 

Aunque este punto de vista suena obvio por los versículos que he citado, hay algunos problemas reales con él. Si la expiación es ilimitada, es universal, parecería que trae salvación a todo el mundo; porque la expiación es un sacrificio sustitutivo. La expiación de Jesús quita nuestros pecados, trayéndonos completo perdón. Por lo tanto, si la expiación es universal, garantiza la salvación de todos. Pero sabemos por las Escrituras, de hecho por los mismos textos en 2 Pedro 2:1 y en Hebreos 10:29 que acabo de citar, que no todos en el mundo son salvos. Algunas personas desprecian la sangre de Jesús. La pisotean.Y por eso reciben una destrucción repentina. 

Si crees en una expiación ilimitada, es porque tienes una visión muy débil de lo que es la expiación. Debe ser algo menos que un sacrificio sustitutivo que traiga completo perdón. ¿Cómo se definiría, entonces, la expiación? Algunos teólogos han sugerido que la expiación no salva a nadie, sino que quita la barrera del pecado original, por lo que ahora somos libres de elegir o rechazar a Cristo. Por tanto, en realidad, la expiación no salva, sino que solo hace posible la salvación para aquellos que deciden libremente venir a la fe. 

Al final, es nuestra libre decisión la que nos salva; la expiación solo prepara el camino para que podamos tomar una decisión libre. 

Sin embargo, el problema es que la Escritura nunca insinúa tal significado de la expiación. En las Escrituras, la expiación no solo hace posible la salvación. La expiación realmente salva. No es solo un preludio de nuestra libre decisión, sino que nos trae todos los beneficios del perdón de Dios y de la vida eterna. Aquellos que dicen que la expiación tiene un alcance ilimitado creen que tiene una eficacia limitada, un poder limitado para salvar. Los que creen que la expiación se limita a los elegidos, sin embargo, creen que ella tiene una eficacia ilimitada. Así que todos creen en algún tipo de limitación. O bien la expiación está limitada en su alcance, o bien está limitada en su eficacia. Creo que la Biblia enseña que es limitada en su extensión, pero ilimitada en su eficacia. 

Así que, principalmente porque creo que las Escrituras enseñan la eficacia de la expiación, sostengo la opinión de que la expiación es limitada en su extensión. No salva a todos, pero salva completamente a todos los que salva. El punto fundamental aquí no es el alcance limitado de la expiación, aunque esa es una enseñanza bíblica. El punto fundamental es la eficacia de la expiación. 

Veamos ahora el punto de vista de la redención particular, es decir, el hecho de que Cristo murió solo por los elegidos, por Su pueblo, por aquellos a quienes Dios eligió salvar desde antes de la fundación del mundo. Según esta perspectiva, la expiación no solo hace posible la salvación, sino que realmente salva. Muchos textos bíblicos indican que la expiación se limita al pueblo de Jesús. En Juan 10:1115 Jesús dice que da Su vida por Sus ovejas, pero en el contexto de Juan 10 no toda persona es una oveja de Jesús. 

Además, como hemos visto, muchos textos acerca de la expiación indican que esta salva totalmente. Romanos 8:32-39 dice: 

El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Tal como está escrito:  “Por causa Tuya somos puestos a muerte todo el día; Somos considerados como ovejas para el matadero”. 

Pero en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro. 

Como ves, Pablo afirma que Dios dio a Su Hijo por “todos nosotros”. La consecuencia es salvación en el sentido más completo, una salvación que nunca se puede perder y que jamás podrá ser quitada. Si Cristo murió por ti, nadie puede acusarte delante de Dios, ni siquiera Satanás. Si Cristo murió por ti, nada puede separarte del amor de Cristo. 

Claro está, existen pasajes que dicen que Cristo murió por “el mundo”. Algunos de estos pasajes enfatizan la dimensión cósmica de la obra de Jesús, como Juan 3:16. En Colosenses 1:20 Pablo dice que Jesús se propuso con Su expiación “por medio de Él reconciliar todas las cosas consigo”, las que están en la tierra y las que están en los cielos, “habiendo hecho la paz por medio de la sangre de Su cruz”. Otros pasajes usan la palabra “mundo” en un sentido ético, como cuando 1 Juan 2:15 dice: “No amen al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él”. Eso puede haber estado en la mente de Juan el Bautista cuando dijo en Juan 1:29: “Ahí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. 

Y hay pasajes que dicen que Cristo murió por “todos”. Pero la extensión de la palabra “todo” es notablemente flexible. Marcos 1:5 dice que “toda” Judea y Jerusalén salieron a escuchar a Juan el Bautista. Claramente, no debemos tomar ese “todo” de manera literal. En algunos pasajes que usan la palabra “todos”, está claro que el escritor se refiere a “todos los cristianos” o “todos los elegidos”. 

Nota 1 Corintios 15:22: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados”. Tomado literalmente, esto significa que todos se salvarán. Pero aquí no quiere decir eso. Más bien, lo que significa es que todos los que mueren, mueren en Adán; y todos los que viven, viven en Cristo. 

Considera 2 Corintios 5:15: “Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos”. Aquí Pablo dice que Jesús murió por todos. Pero también dice que “todos” reciben nuevos corazones para que ya no vivan para sí mismos, sino para Cristo. Aun en este pasaje que usa la palabra “todos”, la expiación es eficaz: cuando Cristo muere por alguien, esa persona se salva totalmente. Recibe un nuevo corazón y una nueva vida. Claramente, no todas las personas en el mundo reciben esto; por lo tanto, no todas las personas en el mundo están incluidas bajo el término “todos”. 

En otros textos donde se usa la palabra “todos”, la referencia puede ser a lo que llamamos universalismo étnico, es decir, Jesús murió por personas de todas las naciones, lenguas, razas y tribus. Ese puede ser el significado en 1 Timoteo 2:6, que menciona las naciones en los dos primeros versículos del capítulo. Pero prefiero entender que ese versículo significa que la muerte de Cristo garantiza la oferta gratuita del evangelio a todo el mundo, porque Él es el único Salvador. Ahora bien, con universalismo étnico quiero decir que, cuando en 1 Juan 2:2, por ejemplo, el escritor dice que Jesús “es la propiciación por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero”, está diciendo que Jesús es el único Salvador. No hay otro en todo el mundo. Si alguien, en cualquier lugar —digamos, en Tailandia o Sri Lanka— está buscando propiciación delante de Dios, no la encontrará en otra parte que no sea en la sangre de Jesús. 

¿Cómo explicamos textos como Hebreos 10:29 y 2 Pedro 2:1, los cuales describen a personas que, en cierto sentido, niegan al Señor que las compró? Tomo estos textos como descripciones de los miembros de la iglesia visible que han confesado a Cristo en su bautismo. Estos han afirmado que Jesús murió por ellos. Sobre la base de esa profesión, han entrado en una relación de pacto solemne con Dios y con la iglesia, una relación hecha solemne por la sangre de Cristo. Pero ahora blasfeman la sangre de Cristo. Ellos nunca se unieron a Cristo de manera salvífica. Pero habiendo profesado a Cristo, están sujetos a las maldiciones del pacto porque fueron infractores de ese pacto. 

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Este artículo ¿Por quién murió Cristo? fue adaptado de una porción del libro La salvación es del Señorpublicado por Poiema Publicaciones

Páginas 170 a la 175

El éxito bíblico

Serie: El éxito

Por Lain Duguid

Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Qué significa tener éxito? Solemos pensar que el éxito implica alcanzar determinados objetivos personales y profesionales: prosperar económicamente, ser respetado por los compañeros, formar una familia sólida, etc. Medimos el éxito en términos de recibir honores, llegar a la cima, ser admirado, alcanzar riquezas o hacerse notar. Mientras tanto, el fracaso significa ser pobre o insignificante, ser impopular o desagradable, o ser objeto de vergüenza. Incluso en el ministerio, a menudo calificamos como «éxito» tener una congregación grande o de rápido crecimiento, combinada con una reputación de buen pastor o predicador, mientras que «fracaso» significa un rebaño pequeño o que decrece, o tener que dejar una iglesia por dificultades o diferencias con su dirección.

Por supuesto, los distintos aspectos de esta definición de éxito son valorados de forma diferente por distintas personas. Una persona puede tenerlo todo económicamente y, sin embargo, sentirse fracasada porque le falta popularidad, lo único que realmente le importa. Otra puede parecer que no tiene nada y, sin embargo, sentirse triunfadora porque ha logrado sus objetivos en un ámbito diferente. En la vida eclesiástica hay pastores de iglesias grandes que no se sienten exitosos porque envidian a aquellos cuyas iglesias son aún más prominentes, mientras que algunos que pastorean pequeños rebaños se sienten satisfechos amando bien a los que Dios ha puesto bajo su mando. El «éxito» y el «fracaso» son evaluaciones muy subjetivas de nuestra propia situación y de los otros que nos rodean.

Sin embargo, los seres humanos somos unos jueces extraordinariamente malos para el éxito y el fracaso. Por un lado, a menudo utilizamos las varas de medir equivocadas. Las personas que juzgamos como «exitosas» —los ricos, los poderosos, los influyentes y los atractivos— no reciben ninguna alabanza especial en el Reino de Dios. Mientras tanto, aquellos a quienes menospreciamos como fracasados —los pobres, los quebrantados y las personas sin importancia— son a menudo aquellos por los que parece que Dios tiene una preocupación especial. Según Jesús, es posible ganar el mundo entero —triunfar sobre casi cualquier criterio humano— y aun así fracasar en la vida por perder el alma en el proceso (Mt 16:26). Al mismo tiempo, Jesús declara que es posible perder todas tus posesiones, relaciones y estatus, y aun así tener éxito en lo que realmente importa: tu relación con Dios (Mr 10:28-30).

Además, a menudo hacemos juicios prematuros. Juzgamos basándonos en las apariencias actuales, evaluando a las personas como si conociéramos el desenlace de su historia. En realidad, el final de la historia no se contará en este mundo, sino en el mundo venidero, donde algunos que ahora son los primeros («exitosos») serán los últimos, mientras que otros que ahora son juzgados como últimos («fracasados») serán los primeros en el Reino de Dios (Mr 10:31). Las medidas del éxito en el Reino invertido de Dios no son las mismas que las de esta época.

Por supuesto, la sabiduría bíblica no se limita a dar la vuelta a la sabiduría convencional para que ahora los pobres y los humildes se consideren automáticamente triunfadores, mientras se descarta de plano a quien tiene riqueza o rango. Ciertamente, hay personas en la Biblia que utilizaron su riqueza o su posición elevada con sabiduría, como José o Daniel. Incluso en un entorno pagano, estos hombres sirvieron fielmente al Señor en el más alto nivel de gobierno. Asimismo, José de Arimatea utilizó su riqueza para proporcionar una tumba a Jesús tras Su crucifixión (Mt 27:57-59). Pero más que la riqueza o la posición, lo que estos hombres tenían en común era que servían primero al Señor y a Su Reino, con los recursos que Él les dio.

Con toda seguridad esto es lo que significa tener éxito desde una perspectiva bíblica. En lugar de servir a los objetivos de nuestros propios reinos personales, cualesquiera que estos sean —comodidad, aprobación, dinero, etc.— la persona exitosa pone en primer lugar al Reino de Dios. Está dispuesta a renunciar a cualquiera de estas cosas si se interponen en el camino de servir a Dios, o a utilizarlas para Dios como recursos sobre los que es un mayordomo que un día será llamado a rendir cuentas (ver Mt 25:14-30). El mayordomo que tiene éxito no es aquel al que se le confían más recursos, sean del tipo que sean, sino el que es administrador fiel de los recursos que se le han confiado (Mt 25:21).

Así, la persona a la que se le ha confiado una casa grande debería preguntarse cómo esa casa puede ser un recurso para el Reino, tal vez acogiendo actos de la iglesia u hospedando misioneros visitantes. La persona con dones para los negocios debería utilizarlos sabiamente para construir un negocio que beneficie a sus clientes y a la comunidad, además de a sí misma. La persona que sabe hablar debe hacerlo de forma que edifique a la gente: esto puede incluir la predicación, en el caso de aquellos que estén llamados a esa labor, pero también puede ser en su momento una palabra amable a una joven madre con luchas o a un adolescente perdido. Hay muchas formas de servir al Reino de Dios que pasan desapercibidas para muchos de los que nos rodean pero que, sin embargo, constituyen el éxito.

Un aspecto del éxito que fácilmente elude nuestra atención es estar arraigado y cimentado en la Palabra de Dios. Esto, según el Salmo 1, es una marca clave de las personas de éxito («bienaventurados»). Estas personas se deleitan en la Palabra de Dios, meditando en ella de día y de noche, ponderando la sabiduría de las leyes de Dios, así como la belleza del evangelio (Sal 1:2). También serán sabios en sus relaciones (v. 1). Estas personas florecerán como un árbol bien regado, con hojas verdes y frutos abundantes a su tiempo (v. 3). Estas personas resistirán la prueba definitiva, el día del juicio (vv. 5-6). Este tipo de personas no son fáciles de encontrar en este tiempo. El escritor del Salmo 73 estuvo a punto de tropezar al ver la prosperidad de los impíos, que parecían florecer mientras la gente piadosa luchaba (vv. 2-4). Él también necesitaba desarrollar una perspectiva a largo plazo que percibiera el destino final de los dos grupos (vv. 17-20).

Por supuesto, ninguno de nosotros puede estar verdaderamente a la altura de semejante estándar de éxito. ¿Quién de nosotros se deleita realmente en la Palabra de Dios día y noche? La mayoría de las veces, nos distraemos fácilmente con cosas de mucho menos valor e importancia, ya sea Internet, libros, películas o televisión. ¿Quién de nosotros es verdaderamente fiel con los dones que se nos han dado, ya sea nuestro tiempo, nuestros talentos o nuestro patrimonio? Desperdiciamos las oportunidades para hacer el bien a los demás, mientras gastamos cantidades desmesuradas de estas cosas en nosotros mismos y nuestra propia comodidad. Si se nos juzga según la norma de la Palabra de Dios, todos somos unos fracasados, unos siervos inútiles, que merecen ser arrojados a las tinieblas de afuera (Mt 25:30).

Sin embargo, la belleza del Reino de Dios es que no se requiere el éxito para entrar. La puerta está abierta de par en par a los fracasados y a los pródigos, aquellos que han despilfarrado sus recursos (que en realidad desde el principio eran recursos de Dios) en festines y vida desenfrenada o, en algunos casos, en el acaparamiento miserable de cosas con las que pudimos haber bendecido ricamente a otros. Estas son buenas noticias para nosotros, pues en lugar de buscar primero el reino de Dios, nuestros corazones muchas veces han atesorado cosas terrenales —cosas que se oxidarán, se abollarán y se estropearán— en vez de buscar cosas que tienen un valor eterno. Hemos perseguido la reputación personal y la aclamación, ignorando las demandas de la gloria de Dios sobre nuestras vidas y nuestras posesiones.

Por eso necesitamos desesperadamente el éxito que Jesucristo logró en nuestro favor. No parecía un éxito según la lógica habitual de este mundo. Abandonó las habitaciones de la gloria celestial y nació en un establo de una comunidad atrasada al borde del mundo civilizado. Fue el mentor de un pequeño grupo de discípulos que discutían constantemente entre ellos sobre quién era el más grande, sin entender Sus enseñanzas más sencillas. Al final, todos abandonaron a Jesús y huyeron, negando en algunos casos el haberle conocido. Luego fue crucificado, el castigo reservado para los criminales más atroces y despreciados. Este no es el tipo de currículum que el mundo considera como «éxito».

Sin embargo, en todo esto, Jesús buscó el Reino de Su Padre por encima de Sus propios intereses, dando Su vida por los Suyos. Atesoró la Palabra de Dios en Su corazón y se deleitó en Su comunión con el Padre. Al final de Su sufrimiento, encomendó Su espíritu en las manos de Su Padre, confiado en que el precio que pagó cumpliría Sus objetivos. Al cabo de tres días, resucitó triunfante y ascendió al cielo, donde Su nombre es ahora exaltado sobre todo nombre. Un día, toda rodilla se doblará ante Él y reconocerá que Él es la verdadera medida del éxito.

Como resultado, todos los que están unidos a Cristo están vinculados para siempre a Su gloria. La medida de nuestro éxito no puede definirse por lo que logremos en esta tierra, sino que ya ha sido definida por el hecho de que estamos en Cristo. Esto es lo que nos libera para gastarnos a nosotros mismos y todo lo que tenemos en el servicio al Reino de Cristo. Y es esto lo que también nos libera de la culpa aplastante por nuestros fracasos pasados y presentes en tomar nuestra cruz y seguirle. El hecho de que yo «tenga éxito» o «fracase» —según cualquier criterio— en última instancia no cuenta para nada. Lo que cuenta es el hecho de que Cristo ha triunfado por mí, en mi lugar. Mi única esperanza y jactancia no descansan en mi fidelidad, sino en el hecho de que, ya sea yo rico o pobre, prominente o desconocido, débil o fuerte, mi fiel Salvador me ha amado y se ha entregado por mí. Ese es todo el éxito que yo —y cualquier otra persona— necesitaremos jamás.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Lain Duguid
El Dr. Lain Duguid es profesor de Antiguo Testamento en el Westminster Theological Seminary en Filadelfia y pastor fundador de Christ Presbyterian Church en Glenside, Pennsylvania. Es autor de varios libros, entre ellos The Whole Armor of God: How Christ’s Victory Strengthens Us for Spiritual Warfare [Toda la armadura de Dios: Cómo la victoria de Cristo nos fortalece para la guerra espiritual].

¿Valores cristianos sin Cristo?

Lunes 26 Septiembre
(Jesús dijo:) Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí.
Mateo 15:8
¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?
Lucas 6:46
¿Valores cristianos sin Cristo?
“¿Qué queda del occidente cristiano cuando ya no es más cristiano? Si no queda nada, somos una civilización muerta”, escribió un filósofo ateo.

Muchas personas, incluso ateas, reconocen los valores morales que Jesús enseñó y que caracterizaban su conducta: humildad, amor, bondad, verdad, rectitud, abnegación, amor al prójimo. Pero rechazan a Jesús y no conocen su obra salvadora. Si el valor de su mensaje todavía es apreciado hoy, ¿por qué no es recibido verdaderamente?

Los que escuchaban a Jesús se sorprendían “de las palabras de gracia que salían de su boca” (Lucas 4:22). Pero poco a poco, reprendidos en su conciencia, trataron de matarlo. Finalmente Jesús fue crucificado.

Rechazando a Jesús, el hombre demostró su estado de rebelión contra Dios. Al dar a su Hijo para pagar la deuda por nuestros pecados, Dios reveló su inmenso amor. Además, si creemos en su amor, Dios nos da un corazón nuevo, nos hace capaces de seguir a Jesús. El que reconoce su fracaso en el plano moral y cree en Jesús como su Salvador, recibe una vida nueva capaz de reproducir los caracteres morales de Jesús.

Leamos los evangelios y veremos a Jesús en su actividad incesante haciendo el bien.

Si usted no posee al menos un evangelio, le será enviado gratuitamente pidiéndolo a nuestra dirección postal o a: labuena@semilla.ch

Lamentaciones 2 – Filipenses 1 – Salmo 107:17-22 – Proverbios 24:5-6

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LA OBRA FALSA DEL ESPÍRITU

John MacArthur es el pastor-maestro de Grace Community Church en Sun Valley, California, así como también autor, orador, rector emérito de The Master’s University and Seminary y profesor destacado del ministerio de medios de comunicación de Grace to You.

Disponible sobre el Internet en: www.gracia.org 
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¿Amar al prójimo?

Domingo 25 Septiembre
En esto hemos conocido el amor, en que él (Jesús) puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?
1 Juan 3:16-17
¿Amar al prójimo?
Lectura propuesta: Lucas 10:25-37
“Amarás… a tu prójimo como a ti mismo”: nadie puede negar el valor moral de este mandamiento divino. La fraternidad es recordada en las fachadas de las alcaldías francesas. También preconizamos el hecho de “vivir juntos” en un mundo pluralista. Sin embargo, continuamente se habla de personas que han sido robadas o asesinadas por otros.

Un líder religioso preguntó a Jesús: “¿Quién es mi prójimo?”. La pregunta demostraba que su corazón era incapaz de ver a su semejante como a su prójimo. ¿Tal vez pensaba que el prójimo se limitaba a su familia? El hombre es básicamente egoísta. Solo se preocupa por sí mismo y por sus intereses.

Jesús mostró que el que comprende quién es su prójimo se acerca con compasión a los desdichados, como lo hizo el buen samaritano de la parábola. Jesús siempre obró así. Él “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38). No obstante, fue menospreciado y crucificado. El hombre demostró que no ama el bien y que su corazón es ajeno al amor. Por naturaleza nosotros somos “aborrecibles”, y nos aborrecemos “unos a otros” (Tito 3:3). ¿Cómo poner en práctica lo que Jesucristo nos pide hacer con nuestro prójimo: “Ve, y haz tú lo mismo”? Necesitamos un corazón semejante al suyo, que ame incluso cuando es rechazado. Si creemos en Jesucristo, él nos da ese corazón, un corazón renovado. Luego tendremos que sacar constantemente de la fuente del amor que está en Jesucristo.

Lamentaciones 1 – 2 Corintios 13 – Salmo 107:10-16 – Proverbios 24:3-4

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La Gloria Eterna Del Verbo Divino

por John MacArthur 

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:1-5).

La sección de apertura del Evangelio de Juan expresa la verdad más profunda del universo en los términos más claros. Aunque un niño podría entenderla fácilmente, las palabras de Juan inspiradas por el Espíritu comunican una verdad imposible de comprender incluso para las mentes más brillantes: el Dios infinito y eterno se hizo hombre en la persona del Señor Jesucristo. La verdad incontrovertible y gloriosa de que en Jesús el Verbo divino «fue hecho carne» (1:14) es el tema del Evangelio de Juan.

La deidad del Señor Jesucristo es un principio esencial y no negociable de la fe cristiana. Varias líneas de la evidencia bíblica se unen para probar de manera concluyente que Él es Dios.

Primero, las declaraciones directas de las Escrituras afirman que Jesús es Dios. Juan registra varias de esas declaraciones para mantener el énfasis en la deidad de Cristo. El versículo inicial de su Evangelio declara “el Verbo [Jesús] era Dios”. En el Evangelio de Juan, Jesús asumió en repetidas ocasiones el nombre divino “Yo soy” (cp. 4:26; 8:24, 28, 58; 13:19; 18:5, 6, 8). En Juan 10:30, Él afirmó ser uno en naturaleza y esencia con el Padre (dada la reacción de los judíos incrédulos en el v.33 [compárese con 5:18], ellos reconocieron que esta era una afirmación de deidad). Tampoco corrigió Jesús a Tomás cuando él le dijo: “¡Señor mío, y Dios mío!” (20:28); de hecho, lo alabó por su fe (v.29). La reacción de Jesús es inexplicable de no haber sido Dios.

Pablo escribió a los filipenses que Jesús existía “en forma de Dios” y era “igual a Dios” (Fil. 2:6). En Colosenses 2:9, declaró: “Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”. Romanos 9:5 se refiere a Cristo como «Dios… bendito por los siglos». Tito 2:13 y 2 Pedro 1:1 lo llaman «nuestro Dios y Salvador». Dios Padre se dirige al Hijo como Dios en Hebreos 1:8: » Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; Cetro de equidad es el cetro de tu Reino». Juan se refiere a Jesucristo en su primera epístola como «el verdadero Dios» (1 Jn. 5:20).

Segundo, Jesucristo recibe títulos que se dan a Dios en otras partes de las Escrituras. Como ya se dijo anteriormente, Jesús tomó para sí el nombre divino «Yo soy». Juan 12:40 cita Isaías 6:10, un pasaje que hace referencia a Dios en la visión del profeta (cp. Is. 6:5). Aun así, Juan declaró en el versículo 41: «Isaías dijo esto cuando vio su gloria [la de Cristo; compárese con los vv. 36, 37, 42], y habló acerca de Él». Jeremías profetizó que el Mesías sería llamado «[El Señor], justicia nuestra» (Jer. 23:6).

Tanto a Dios como a Jesús se les llama Pastor (Sal. 23:1 [Dios]—Jn. 10:14 [Jesús]), Juez (Gn. 18:252 Ti. 4:18), Santo (Is. 10:20Sal. 16:10Hch. 2:273:14), el Primero y el Postrero (o último) (Is. 44:648:12Ap. 1:1722:13), Luz (Sal. 27:1Jn.8:12), Señor del día de reposo (Éx. 16:2329Lv. 19:3Mt. 12:8), Salvador (Is. 43:11Hch. 4:12Tit. 2:13), el Traspasado (Zac.12:10Jn. 19:37), Dios fuerte (Is. 10:21Is. 9:6), Señor de señores (Dt. 10:17Ap. 17:14), Señor de la gloria (Sal. 24:101 Co. 2:8) y Redentor (Is. 41:1448:1763:16Ef. 1:7He. 9:12). En el último libro de la Biblia, ambos son llamados el Alfa y la Omega (Ap. 1:8Ap. 22:13), esto es, el principio y el fin.

Tercero, Jesucristo pose los atributos incomunicables de Dios, aquellos únicos a Él. Las Escrituras revelan que Cristo es eterno (Mi. 5:2Is. 9:6), omnipresente (Mt. 18:2028:20), omnisciente (Mt. 11:27Jn. 16:3021:17), omnipotente (Fil. 3:21), inmutable (He. 13:8), soberano (Mt. 28:18) y glorioso (Jn. 17:51 Co. 2:8; cp. Is. 42:848:11, donde Dios declara que no le dará a otro su gloria).

Cuarto, Jesucristo hace obras que solo Dios puede hacer. Él creó todas las cosas (Jn. 1:3Col. 1:16), sostiene la creación (Col. 1:17He. 1:3), resucita a los muertos (Jn. 5:2111:25-44), perdona el pecado (Mr. 2:10; cp. v. 7) y sus palabras permanecen para siempre (Mt. 24:35; cp. Is. 40:8).

Quinto, Jesucristo recibió adoración (Mt. 14:3328:9Jn. 9:38Fil. 2:10He. 1:6), aun cuando enseñaba que solo Dios debe ser adorado (Mt. 4:10). Las Escrituras también nos dicen que los hombres santos (Hch. 10:25-26) y los santos ángeles (Ap. 22:8-9) rehúsan la adoración.

Finalmente, Jesucristo recibió oración, la cual solo se debe dirigir a Dios (Jn. 14:13-14Hch. 7:59-601 Jn. 5:13-15).

Los versículos 1-18, el prólogo a la presentación de Juan sobre la deidad de Cristo, son una sinopsis o descripción de todo el libro. En 20:31, Juan definió claramente su propósito al escribir su Evangelio: que sus lectores «crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, al creer en su nombre, tengan vida» (NVI). Juan reveló a Jesucristo como «el Hijo de Dios», la eterna segunda persona de la Trinidad. Se hizo hombre, el «Cristo» (Mesías), y se ofreció como sacrificio por los pecados. Quienes ponen su fe en Él tendrán vida en su nombre, pero quienes lo rechazan, serán juzgados y sentenciados al castigo eterno.

La realidad de que Jesús es Dios, presentada en el prólogo, se expone a lo largo de todo el libro con la cuidadosa selección de Juan de afirmaciones y milagros que sellan el caso. Los versículos 1-3 del prólogo enseñan que Jesús es co-igual y coeterno con el Padre; los versículos 4-5 se relacionan con la salvación que Él trajo, la cual anunció Juan el Bautista, su heraldo (vv. 6-8); los versículos 9-13 describen la reacción de la raza humana ante Él, ya sea de rechazo (vv. 10-11) o aceptación (vv. 12-13); los versículos 14-18 resumen todo el prólogo.

En estos primeros cinco versículos del prólogo del Evangelio de Juan hay tres evidencias de la deidad de Jesucristo, el Verbo encarnado: su preexistencia, su poder creativo y su existencia propia. Estas evidencias serán los temas de los próximos blogs.

(Adaptado de La Deidad de Cristo)

Jesús de Nazaret (3)

Sábado 24 Septiembre
(Jesús dijo:) Yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.
Juan 10:17-18
Jesús de Nazaret (3)
 – ¡Resucitó! “A este Jesús resucitó Dios… nosotros somos testigos”, afirmaron Pedro y los otros apóstoles (Hechos 2:32).

Tres días después de su muerte, varias personas constataron que su tumba estaba vacía. Muchos testigos vieron y reconocieron a Jesús durante 40 días: María Magdalena y otras mujeres, los apóstoles, ¡y en una sola ocasión más de 500 personas vieron a Jesús resucitado!

 – Alzado al cielo. Mientras sus discípulos lo contemplaban, “le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:9-11).

La resurrección nos muestra quién es Jesucristo: “Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20). Él es Dios, el Todopoderoso, vencedor de la muerte y autor de la vida.

Su ascensión nos muestra que un hombre resucitado, Jesús, el Hijo de Dios, está hoy en el cielo. Se halla sentado a la diestra de Dios en su trono. “Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hebreos 1:3).

La Biblia nos dice: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9).

Jeremías 52:17-34 – 2 Corintios 12 – Salmo 107:1-9 – Proverbios 24:1-2

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