Justificación y seguridad

Ministerios Ligonier

Serie: La doctrina de la justificación

Justificación y seguridad
Por Michael Reeves

Nota del editor: Este es el sexto y último capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La doctrina de la justificación.

«El fin principal de la existencia del hombre es glorificar a Dios, y gozar de él para siempre», dice el Catecismo Menor de Westminster. ¿Pero cuál doctrina describe cómo Él nos lleva a una relación para que podamos disfrutar de Él? La justificación por la gracia sola de Dios a través de la fe sola y en Cristo solo.

Este maravilloso punto central del evangelio bíblico demuestra la suficiencia de Cristo como único Salvador. A través de Él, Dios es glorificado tanto por ser totalmente misericordioso y bueno, como por ser supremamente santo y compasivo, y por lo tanto la gente puede encontrar su consuelo y deleite en Él. Por medio de esta doctrina, incluso los creyentes que luchan pueden conocer una posición firme ante Dios, conociéndolo con gozo como su «Abba, Padre», seguros de que Él es poderoso para salvarlos y guardarlos hasta el fin.

CONSUELO Y ALEGRÍA
Para comprender esto, considera las diferencias entre la teología católica romana y la de la Reforma en cuanto a la seguridad de la salvación. ¿Puede un creyente saber que es salvo?

Del lado de la Reforma, el puritano Richard Sibbes argumentó que, sin esa seguridad, simplemente no podemos vivir vidas cristianas como Dios quiere que lo hagamos. Dios, dijo, quiere que estemos agradecidos, alegres, regocijados y fuertes en la fe, pero no podemos estar así a menos que estemos seguros de que Dios y Cristo son nuestros para siempre.

Hay muchos deberes y disposiciones que Dios requiere y en los que no podemos estar sin una firme seguridad de salvación. ¿Cuáles son estos? Dios nos pide que demos gracias por todo. ¿Cómo puedo dar gracias, a menos que sepa que Dios es mío y Cristo es mío?… Dios nos ordena que nos regocijemos. «Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez lo diré: ¡Regocijaos!» Flp 4:4. ¿Puede un hombre alegrarse de que su nombre esté escrito en el cielo sin saber si su nombre está escrito allí?… ¡Qué triste! ¿Cómo puedo prestar un servicio a Dios con gozo, cuando dudo de si Él es mi Dios y Padre?… Dios requiere de nosotros una disposición que nos llene de ánimos y que seamos fuertes en el Señor; y que seamos valientes por Su causa para resistir a Sus enemigos y a los nuestros. ¿Cómo podemos tener valor para resistir nuestras corrupciones y las tentaciones de Satanás? ¿Cómo podemos tener valor para sufrir persecuciones y cruces en el mundo, si no tenemos algún interés particular en Cristo y en Dios?

Sin embargo, la confianza misma que Sibbes defendía como un privilegio cristiano fue condenada por la teología católica romana como pecado de presunción. Fue precisamente uno de los cargos presentados contra Juana de Arco en su juicio en 1431. Allí, los jueces proclamaron:

Esta mujer peca cuando dice que está segura de ser recibida en el Paraíso como si ya fuera partícipe de… la gloria, ya que en este viaje terrenal ningún peregrino sabe si es digno de la gloria o del castigo, lo cual solo el Juez soberano puede decir.

Ese juicio tenía todo el sentido dentro de la lógica del sistema católico romano: si solo podemos entrar en el cielo por habernos hecho personalmente merecedores de él (por la gracia habilitadora de Dios), por supuesto que nadie puede estar seguro. Según ese razonamiento, solo puedo tener tanta confianza en que iré al cielo como confianza tenga en mi propia pureza.

Pero aunque esa manera de pensar tenía sentido en la iglesia católica romana, generaba miedo y no gozo. La necesidad de tener méritos personales ante Dios para su salvación dejaba a la gente aterrorizada ante la perspectiva del juicio. Fue exactamente la razón por la que el joven Martín Lutero temblaba de miedo al pensar en la muerte y por la que dijo que odiaba a Dios (en lugar de disfrutar de Él). Él no podía estar agradecido, alegre, regocijado y fuerte en la fe ya que solo creía en Dios como un juez que estaba en su contra.

Con su descubrimiento de que los pecadores son libremente declarados justos en Cristo, todo eso cambió. Su confianza para ese día ya no estaba puesta en sí mismo, sino que todo descansaba en Cristo y en Su justicia suficiente. Y así, el horroroso día del juicio final vino a ser lo que él llamaría «el día final más feliz», el día de Jesús, su amigo. El consuelo que aporta a todos los que se adhieren a la teología de la Reforma quedó perfectamente plasmado en la sorprendente redacción del Catecismo de Heidelberg:

Pregunta: ¿Qué consuelo te infunde que Cristo “ha de venir a juzgar a vivos y muertos”?

Respuesta: Que en todos mis dolores y persecuciones espero con la cabeza levantada que Aquel que en el pasado se ofreció a Sí mismo por mi causa ante el tribunal de Dios y que ha quitado toda la maldición de sobre mí volverá del cielo como Juez, y arrojará a todos los enemigos Suyos y míos a la condenación eterna, pero a mí me tomará consigo junto a todos Sus elegidos a los gozos y las glorias celestiales (pregunta y respuesta 52).

HUMILDAD Y VALOR
La justificación por la fe sola no solo provee la alegría que el apóstol Pablo ordena sino que al mismo tiempo humilla y da valor a quienes la aprecian.

Por medio de la justificación por la fe sola, los creyentes son hechos conscientes tanto de quién es Dios como de quiénes son ellos. A diferencia de lo que pensaban antes, se dan cuenta de que Él es grande, glorioso, misericordioso y hermoso en Su santidad, y ellos no lo son. Cuando la justificación eleva a Cristo como el Salvador supersuficiente, los creyentes se vuelven como Isaías, cuya visión del Señor en la gloria, alto y elevado, le hizo clamar: «¡Ay de mí! Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, porque han visto mis ojos al Rey, el SEÑOR de los ejércitos» (Is 6:5). Los evangelios alternativos, en los que el pecado es un problema pequeño y, por tanto, Cristo un salvador pequeño (o un asistente), nunca tendrán el mismo efecto.

La humildad que aprendemos a través de la justificación, al gloriarnos en Cristo y no en nosotros mismos, resulta ser la fuente de toda salud espiritual. Cuando nuestros ojos son abiertos al amor de Dios por nosotros, pecadores, dejamos caer nuestras máscaras. Condenados como pecadores pero justificados, podemos empezar a ser honestos con nosotros mismos. Al ser amados a pesar de nuestra falta de amor, empezamos a amar. Al recibir la paz de Dios, empezamos a conocer la paz y el gozo interior. Cuando se nos muestra la magnificencia de Dios sobre todas las cosas, nos volvemos más resilientes, temblando de asombro ante Dios y no ante el hombre.

Esta fue la transformación que Lutero experimentó a través de su descubrimiento de la justificación por la fe sola. Lutero a menudo se describía como un joven ansioso y tan encerrado en sí mismo que todo le daba miedo. Incluso el sonido de una hoja movida por el viento lo ahuyentaba (Lv 26:36). Eso cambió gracias a su encuentro con el evangelio de Cristo, como relata Roland Bainton en las espléndidas palabras finales de su biografía:

El Dios de Lutero, como el de Moisés, era el Dios que habita en las nubes de la tormenta y cabalga en las alas del viento. A Su paso, la tierra tiembla, y el pueblo ante Él es como una gota de agua. Es un Dios majestuoso y poderoso, inescrutable, aterrador, devastador y que consume Su ira. Sin embargo, el Todo Terrible es también el Todo Misericordioso. «Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el SEÑOR …». Pero ¿cómo podemos saberlo? En Cristo, solo en Cristo. En el Señor de la vida, nacido en la miseria de un establo y muerto como un malhechor bajo el abandono y el escarnio de los hombres, clamando a Dios y recibiendo como respuesta solo el temblor de la tierra y el oscurecimiento del sol, incluso abandonado por Dios, y en esa hora tomando para Sí y aniquilando nuestra iniquidad, pisoteando las huestes del infierno y revelando, en la ira del Todo Terrible, el amor que no nos abandonará.

Este, concluye Bainton, fue el efecto:

Lutero ya no se ahuyentaba por el susurro de una hoja arrastrada por el viento y en lugar de invocar a Santa Ana se declaró capaz de reírse de los truenos y de las dentelladas de la tormenta. Esto fue lo que le permitió pronunciar palabras como: «Aquí estoy. No puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén».

La humildad que Lutero encontró ante la majestad y la misericordia de Dios no fue tímida ni pesimista, triste ni débil. Fue plena, gozosa y valiente.

Este es el sello de la humildad que se halla en la justificación por la fe sola. Cautivados por la magnificencia de Dios, tales creyentes no se sentirán tan atraídos por la religión terapéutica centrada en el hombre. Bajo el resplandor de Su gloria, no querrán establecer sus propios pequeños imperios. Sus pequeños logros parecerán insignificantes, sus disputas y agendas personales odiosas. Él se impondrá, haciéndolos audaces para complacer a Dios y no a los hombres. No vacilarán ni tartamudearán con el evangelio. En cambio, conscientes de su propia redención, compartirán su mansedumbre y gentileza, sin quebrar la caña cascada. Serán prontos para servir, prontos para bendecir, prontos para arrepentirse y prontos para reírse de sí mismos, porque su gloria no está en ellos mismos sino en Cristo. Esta es la feliz integridad que se encuentra a través de la elevación de Cristo en las buenas nuevas de la justificación por la fe sola.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Michael Reeves
El Dr. Michael Reeves es presidente y profesor de teología en Union School of Theology en Gales. Es autor de varios libros, incluyendo Rejoicing in Christ [Regocijo en Cristo]. Es el profesor destacado de la serie de enseñanza de Ministerios Ligonier The English Reformation and the Puritans [La Reforma inglesa y los puritanos].


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