26 MAYO

Números 35 | Salmo 79 | Isaías 27 | 1 Juan 5
Cuando se hicieron los planes para dividir la Tierra Prometida entre las doce tribus, se excluyó a Leví. Se les dijo a los levitas que Dios era su herencia: no recibirían territorio tribal, pero vivirían de los diezmos entregados por el resto de los israelitas (Números 18:20–26). Aun así, necesitaban un lugar donde vivir. De modo que Dios ordenó a cada tribu que apartara algunas ciudades para ellos, junto con los pastos circundantes para su ganado (Números 35:1–5). Como los levitas debían enseñar al pueblo la ley de Dios, además de sus deberes en el tabernáculo, las disposiciones del terreno tenía la ventaja añadida de dispersarlos entre el pueblo donde pudieran hacer el mayor bien. Asimismo, sus tierras diseminadas no podían pasar a otras manos que no fueran levíticas (Levítico 25:32–34).
La otra disposición peculiar del territorio establecido en este capítulo es la designación de las seis “ciudades de refugio” (Números 35:6–34). Debían salir de las cuarenta y ocho asignadas a los levitas, tres a cada lado del Jordán. Si alguien mataba a otro, intencionada o accidentalmente, podía huir a una de estas ciudades donde se protegería de la ira de los vengadores de la familia. En una época en la que las peleas de sangre no eran desconocidas, esta norma enfriaba el ambiente hasta que el sistema oficial de justicia pudiera dilucidar la culpa o la inocencia del homicida. Si se le hallaba culpable mediante una prueba convincente (35:30), debía ser ejecutado. Acude a la memoria el principio establecido en Génesis 9:6: quienes derramaran sangre de un ser humano, hecho a imagen de Dios, habrían cometido un acto tan vil que se ordenaba la pena máxima. No se trataba de una lógica disuasiva, sino de valores (cf. Números 35:31–33).
Por otra parte, si se trataba de una muerte accidental y el homicida era inocente de asesinato, no quedaba libre de culpa y se le enviaba sencillamente a su casa, sino que debía permanecer en la ciudad de refugio hasta la muerte del sumo sacerdote (Números 35:25–28). Solo entonces podía regresar a su propiedad ancestral y retomar una vida normal. Esperar que el sumo sacerdote falleciese podía ser cuestión de días o de décadas. Si el tiempo era sustancial, podía servir para aplacar a los vengadores de la familia de la víctima. Pero el texto no proporciona este razonamiento.
Probablemente existen dos razones para que se estipule que el asesino debiera permanecer en la ciudad de refugio hasta la muerte del sumo sacerdote. (1) Su muerte marcaba el final de una era y el principio de otra. (2) Y, de forma más importante, puede ser que su muerte simbolizara que alguien tuviera que morir para pagar por la muerte de un portador de la imagen de Dios. Los cristianos sabemos adónde conduce este pensamiento.
Carson, D. A. (2013). Por amor a Dios: Devocional para apasionarnos por la Palabra. (R. Marshall, G. Muñoz, & L. Viegas, Trads.) (1a edición, Vol. I, p. 146). Barcelona: Publicaciones Andamio.